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Cultura

Caminante, no hay camino (pero sí lecturas)

Gente en el cruce de Shibuya en Tokio (Japón).

La locución "cogito ergo sum" ha merecido varias traducciones ("pienso, luego existo", "pienso, por lo tanto, soy") y ha sido parafraseada con desenfreno: hablo, cocino, bebo… luego existo. Ahora, Erling Kagge suma una más: camino, por lo tanto, soy. Somos, dice, porque "desde que hace setenta mil años nuestros ancestros partieran del este de África, nuestra historia ha girado en torno al hecho de andar. El bipedismo, caminar sobre dos piernas, sentó las bases de lo que somos hoy".

En Caminar, recuerda a esos antepasados "capaces de ir muy lejos a pie, de emplear nuevos métodos de caza en zonas más extensas y de tener más experiencias. Esta manera de vivir hizo que su cerebro se desarrollara más deprisa que el de cualquier otro ser". Él mismo ha llegado andando hasta "los tres polos" (Norte, Sur y la cima del Everest).

Los libros de caminantes o que reflexionan en torno al caminar de las gentes van camino de convertirse en un género editorial.

Caminar o pensar

Ya Aristóteles implantó un estilo de enseñanza a medio camino entre la pedagogía y la marcha atlética, hasta el punto de que su escuela de pensamiento dio en llamarse "peripatética", del latín peripatetĭcus, y este del griego peripatētikós; propiamente "que pasea".

Pero, ¿cómo ha de ser un paseo propicio para la reflexión? Regular, contesta Roberto Louis Stevenson, porque "la caminata irregular no es tan conveniente para el cuerpo y distrae e irrita la mente". Stevenson, cuyas reflexiones se han publicado en España junto con las de otro caminante postinero, William Hazlitt, confía en la potencia mecánica del andar a paso uniforme porque, cuando coges ritmo, ya no necesitas "ningún pensamiento consciente para sostenerlo, lo cual a la vez nos imposibilita pensar seriamente en cualquier otra cosa". Pero eso no le impedía disfrutar de marchas más exigentes, esas en las que experimentas "la delicia de cada inhalación, de cada uno de los músculos de los muslos al tensarse". Siempre en soledad, "para gozar debidamente de una excursión a pie hay que realizarla a solas". En esto coincidía plenamente con su compañero de volumen: "No puedo ver el encanto de pasear y charlar al mismo tiempo", escribe Hazlitt.

Caminar o pasear

El caminar del que venimos hablando no es callejear, escapa de las imposiciones de la ciudad. Cuando se siente urbano, el caminante se convierte en paseante (que no es del todo un peatón). En francés suena más elegante: en flâneur. Pues bien, los flâneurs tienen dos biblias: El peatón de París, de Léon-Paul Fargue, y Paseos por Berlín, de Franz Hessel.

Fargue, explica Andrés Trapiello en el prólogo del libro, se incorporó con esta obra a la nómina de autores adscritos a un género peculiar, el de los libros sobre París, en la que figuran Baudelaire y su Spleen de París, "Apollinaire y Le flâneur des deux rives, Benjamin y su Libro de los pasajes, la Nadja de Breton, el París de Green, los libros de Mallet, Modiano…".

Al segundo, recuerda (también como prologuista) José Muñoz-Millanes, lo han llamado "maestro en voz baja" debido a su modestia y discreción. "Así, por ejemplo, su amigo Walter Benjamin lo declaró pionero e iniciador suyo en la teoría y práctica de la flânerieflânerie".

Y puesto que hablamos de Benjamin… "Hasta el año 1870 ―escribe―, dominaron los coches en las calles. Uno se veía aprisionado en las estrechas aceras, de modo que el flâneur se limitaba preferentemente a los pasajes, que ofrecían su amparo ante el tiempo y el tráfico". El flâneur, en cuya figura "puede decirse que retorna el ocioso escogido por Sócrates en el mercado ateniense como interlocutor. Sólo que ahora no hay ya ningún Sócrates, nadie que le dirija la palabra"; el flâneur, que, como el lector, el pensador o el esperanzado son "tipos del iluminado, como lo son el que consume opio, y el soñador, y el embriagado. Y ellos son, además, los más profanos. Por no hablar de la más terrible de las drogas –la más terrible, a saber, nosotros mismos–, que consumimos en nuestra soledad" (todas las citas están extraídas del Atlas Walter Benjamin).

Más recientemente, Lauren Elkin recuperó y feminizó el término en Flâneuse. Una paseante en París, Nueva York, Tokio, Venecia y Londres, un libro nacido de un descubrimiento: los eruditos habían descartado prácticamente la existencia de una flâneur femeninaflâneur. Y en esa reivindicación se sirve del trabajo de Rebecca Solnit (Wanderlust. Una historia del caminar) que "da la espalda a los 'filósofos peripáteticos, a los flâneurs o a los montañeros', para preguntar 'por qué a las mujeres no se las veía también fuera de casa, paseando'. Según los críticos, la mujer que estaba en la calle era, seguramente, una prostituta callejera."

Caminar para rebelarse

Solnit sostiene que el caminar supone una acción política, estética y de gran significado social incluso si se hace por placer. También Benjamin detectó en los flâneurs un potencial desconocido: "Su ir sereno sería no otra cosa que protesta inconsciente contra el tempo del proceso productivo".

La idea aparece, repetida y potenciada, en Andar, una filosofía, de Frédéric Gros. Caminar proporciona dos tipos de libertad. Una, suspensiva: librarse de la carga de las preocupaciones, olvidar por un rato los problemas; la otra, agresiva, más rebelde.

"En nuestras vidas, la libertad suspensiva no permite más que una 'desconexión' provisional: me escapo de la red unos días, experimento en senderos desiertos lo que es estar fuera del sistema. Pero también se puede decidir romper." Porque hay un ponerse en marcha para "acabar con las convenciones estúpidas, la seguridad letárgica de las paredes, el tedio de lo idéntico, el desgaste de la repetición, la medrosidad de los pudientes y el odio al cambio". Por ello, "la marcha deja entrever un sueño: caminar como expresión del rechazo de una civilización corrupta, contaminada, alienante y miserable".

Son revolucionarios porque llama a romper al orden establecido en la medida en la que, dice Kagge, "las autoridades quieren que estemos sentados para contribuir al Producto Interior Bruto y a la necesidad de los mercados de que consumamos y descansemos (...) Para los gobiernos y las empresas es más fácil controlarnos si estamos sentados".

Caminantes de aquí

Josep Pla escribió un Viaje a pie y Camilo J. Cela anduvo por la Alcarria para escribir el que él mismo definió como su libro "más sencillo, más inmediato y directo". Muy lejos, en el tiempo, el estilo y el objetivo, queda Un andar solitario entre la gente, de Antonio Muñoz Molina, la historia de un caminante que escucha y recoge cosas e historias, y sigue los grandes caminantes urbanos de la literatura: De Quincey, Baudelaire, Poe, Joyce, el mencionado Benjamin, Melville, Lorca, Whitman.

A esta nómina se suma Javier Mina, autor de El dilema de Proust o El paseo de los sabios. Sospecha Mina que la pasión por los libros andariegos puede tener algo que ver con el boom de los libros de terapias. "Pero pasear no tiene que tener por objetivo principal el realizar un ejercicio cardiosaludable, es algo más serio".

Mi primera novela, chispas

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Explica que su experiencia, sus caminatas sobre todo por el monte, le han enseñado que "el paseo te retroalimenta, pasa a formar parte de tu proceso mental: superpones lo que estás viendo al caminar con algún recuerdo, alguna reflexión, y en ese proceso de ir y venir está el interés del paseo consciente". Su libro es histórico: explica cómo se paseaba en la Edad Media, en la época romántica, cómo paseaban las vanguardias artísticas… Le pregunto cómo paseamos ahora. "Cada vez peor porque todo está en contra". Lamenta que en la ciudad haya que ir sorteando vehículos incluso en la acera, por no hablar de las cacas de perro. "Y a esas dificultades físicas se unen otras relacionadas con el espíritu de los tiempos, la gente va con auriculares, consultando el móvil, huyendo del estar consigo mismo, del reflexionar. Son zombis digitales, incluso en el monte. Eso no tiene que ver con el paseo más que por el hecho de moverse, no atienden a lo que les rodea".

Pasear, caminar es otra cosa. "Declaro que una hermosa mañana, ya no sé exactamente a qué hora, como me vino en gana dar un paseo, me planté el sombrero en la cabeza, abandoné el cuarto de los escritos o de los espíritus, y bajé la escalera para salir a buen paso a la calle", escribe Robert Walser en El paseo. Y al hacerlo, exhibe un arrojo que Henry David Thoreau creía perdido. "Hoy en día no somos, incluidos los caminantes, sino cruzados de corazón débil que acometen sin perseverancia empresas inacabables. Nuestras expediciones consisten sólo en dar una vuelta, y al atardecer volvemos otra vez al lugar familiar del que salimos, donde tenemos el corazón. La mitad del camino no es otra cosa que desandar lo andado". Tal vez, sugiere, tuviéramos que prolongar el más breve de los paseos, con imperecedero espíritu de aventura, para no volver nunca: "Si te sientes dispuesto a abandonar padre y madre, hermano y hermana, esposa, hijo y amigos, y a no volver a verlos nunca; si has pagado tus deudas, hecho testamento, puesto en orden todos tus asuntos y eres un hombre libre; si es así, estás listo para una caminata".

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