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'Mediocracia'

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Alain Deneault

"Si los de arriba no cuestionan ni imaginan nada, ¿a qué podemos aspirar?". Esta es la pregunta de la que parte el filósofo y escritor Alain Deneault en su segundo libro traducido al español, Mediocracia: cuando los mediocres toman el poder, recién publicado por la editorial Turner. El también profesor de Sociología en la Université du Québec considera que muchos profesionales y políticos han llegado a lo más alto sin apenas rigor ni exigencia en sus pensamientos y labores. Da igual el ámbito al que se mire (académico, político, jurídico, mediático o cultural), se constata el triunfo del mediocre. Y las aspiraciones mediocres que invaden la sociedad no dan como resultado sino ciudadanos con las mismas características. infoLibre publica un extracto del ensayo.

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  La economía estúpida

 

En otras palabras: que seamos incapaces de pensar colectivamente sobre la economía no tiene nada de sorprendente. Cuando entran en juego los negocios, de repente da la impresión de que incluso un mínimo nivel de análisis nos queda demasiado lejos. Toda vez que tengamos entre manos cantidades que puedan afectar sensiblemente a un indicador estricto como puede ser el producto interior bruto –que está relacionado con otro fetiche, el de la creación de empleo–, el dinero anulará cualquier clase de reflexión. La expresión “es la economía, estúpido”, utilizada en origen para estructurar la retórica de la campaña presidencial de Bill Clinton de 1992, implica que no podemos llegar a imaginarnos al ciudadano medio interesándose por nada que no sea lo que este entiende por economía. Si le damos la vuelta a la oración, sin embargo, esta quiere decir que la economía y sus mercenarias suposiciones nos están volviendo estúpidos, ya que impiden que nuestros cerebros se ocupen de asuntos que se nos escapan. Se trata, efectivamente, de la economía estúpida.

Como muchos otros medios, en 2012 el diario Le Devoir de Montreal informó sobre un “encargo histórico” recibido por el grupo Bombardier, radicado en Quebec, para producir  “cincuenta  y  seis  aviones  privados  bimotores  de  la  línea  Global, por una cuantía estimada de 3.ıoo millones de dólares, con opciones a ochenta y seis aeronaves más, para la  misma familia, por un valor total de 7.8oo millones”. Bombardier firmaba un contrato con VistaJet, una empresa que alquila estos reactores (con capacidad para no más de diez pasajeros) a millonarios que buscan “la mayor comodidad” para sus viajes.

¿Cómo es que nadie expresó su enfado ante la realidad subyacente que esto reflejaba? El encargo de VistaJet era un ejemplo de gasto excesivo por parte de empresas multinacionales y retrataba a la clase de los superricos (en una época en la que, año tras año, los gobiernos han ido forzando a los ciudadanos a aceptar sus programas de austeridad y de rigor presupuestario, reprendiéndoles, discurso tras discurso, por sus hábitos manirrotos). Este contrato nos recuerda que, ahora que su flujo de capital se ha restablecido, las organizaciones financieras –a las que los gobiernos salvaron del desastre, a partir de 2oo8, proveyéndoles de miles de millones de dólares, argumentando que su bancarrota habría llevado al colapso de civilizaciones enteras– han retomado sus peores costumbres, y pagan miles de millones en concepto de bonus a sus ejecutivos y directivos, incluso en años en que han registrado pérdidas, haciendo de aprendices de brujo al crear objetos financieros ultra especulativos e incurriendo en suntuosos despliegues de poder adquisitivo, tales como la compra o el alquiler de las aeronaves de la línea Global de Bombardier. En tal contexto de decadencia, el CEO y fundador de VistaJet, Thomas Flohr, se frota las manos con deleite:

  "Este nivel de demanda no tiene precedentes… Nuestros clientes necesitan volar de un punto a otro del planeta, en muchos casos sin apenas margen de maniobra. Ya sea un vuelo directo de Los Ángeles

a Shanghái, de Londres a Luanda o de Kinshasa a Ulán Bator, nos dedicamos a conectar de forma ininterrumpida a nuestros clientes con todos los rincones del mundo, a unos niveles incomparables de estilo y de seguridad".

Un experto del Royal Bank of Canada (RBC) declaró a Le Devoir que “los multimillonarios y ejecutivos de las grandes multinacionales” no se han visto afectados por la crisis económica y siguen amasando fortunas o, más bien, están “mostrando una gran resiliencia a la hora de lidiar con el contexto económico”, pues jamás debería desaprovecharse la oportunidad de atribuirles el mérito por su buena fortuna, incluso si esta se da dentro de un orden que opera estructuralmente a su favor.

Los “mercados emergentes” en los que VistaJet tiene previsto operar son los de Rusia, China, Oriente Medio y África: todos los lugares en los que esa emergencia de una clase pudiente, con capacidad para pagar por semejantes caprichos aeronáuticos, está necesariamente relacionada con la corrupción política, el saqueo de lo público, la explotación depredadora de los recursos naturales y otras operaciones afines a las del crimen organizado. Mientras un reciente artículo de Forbes revelaba sin sorpresas que los ciudadanos de Estados Unidos son los que más jets privados tienen en propiedad –muy por delante de los medallistas de plata y de bronce, México (85o) y Brasil (786)–, el aumento más espectacular de propietarios de reactores privados entre 2oo6 y 2oı6 se dio en dos vulgares plutocracias y un paraíso fiscal: Bielorrusia (ı.2oo%), la Isla de Man (667%) y Kazajistán (6oo%).

¿Y por qué no vemos la evidencia? En ı789 o en ı848, cuando los carruajes dorados recorrían las calles de París en cabalgata, al pueblo oprimido de Francia no se le escapaba el hecho de que era la fuente de la riqueza de la que disfrutaba aquella élite aristocrática. ¿Por qué ahora estamos tan ciegos? Porque es bueno para la economía. “Parece ser que los mercados celebraron la noticia: el precio de la acción de la empresa matriz, Bombardier Inc., subió el 8% a lo largo de ese día y cerró a 3,37 dólares”. Estos virajes de ánimo determinan el destino de los trabajadores, que dependen de ellos. En el caso de que los multimillonarios –o “individuos de alto valor neto”, como tan púdicamente los describe Merril Lynch– perdieran parte de su capital y cancelaran estos pedidos que benefician al populacho solamente de un modo marginal, un especialista advierte de que estos “contratos  descomunales” no supondrían  más que un mero rumor bursátil. Por eso implican “un mayor riesgo de cancelación en el supuesto de que cayera la bolsa”. Por tanto, esperemos que los mercados y los gobiernos que los apoyan sigan permitiendo la subida del precio de estas acciones, de las que tanto dependen los multimillonarios.

¿Por qué estamos tan cohibidos, intelectualmente, ante situaciones tan chocantes? Porque no hay campo en que la mediocridad impere con tanta confianza en sí misma como en aquel que ella misma se empeña en llamar economía. La teoría del goteo –un cuento de hadas para niños que establece que, cuando los más ricos se enriquecen, la riqueza fluye de forma inevitable por la comunidad en su conjunto–, se ha refutado desde todos los ángulos, pero los expertos y representantes del mundo académico siguen respaldándola ostentosamente, convirtiéndola en una cuestión de fe. Si los meteorólogos predijeran lluvias con la misma frecuencia con que los economistas han anunciado el fenómeno imaginario del goteo de riqueza por todo el mundo, todos habríamos dejado de hacerles caso hace mucho tiempo. Nuestros cerebros están tan llenos de estas estupideces que seguimos pensando que son los ricos quienes generan la riqueza, de la cual quizá pretendamos hacernos con una pequeña parte, en vez de verlos como los que se apropian de ella en detrimento nuestro.

Producir jets de lujo supone un uso erróneo de la inteligencia con fines superfluos. El trabajo del ingeniero especializado en diseñar la cabina de un reactor privado consiste en llenarlo con elementos de distinción social, siempre y cuando estos no pongan en riesgo las vidas de los pasajeros. El saber hacer de esta persona está al servicio de un proyecto que consiste en instalar mesas de billar, bañeras con jacuzzi y comedores para uso exclusivo de una cantidad minúscula de privilegiados

Esto no ocurre solamente por una locura despilfarradora, ni por su gusto por el lujo, ni por un ansia de distinción social entre quienes sueñan con estos aviones y luego los encargan. No es solo que se diviertan a bordo, sino que su diversión probablemente sea más pavloviana y menos sincera que la diversión que conocemos los desheredados en nuestras humildes moradas. Las distorsiones estructurales de nuestro régimen oligárquico han provocado que estos aviones les resulten fundamentales a quienes aspiran a dominar el mundo, en tanto que directivos o en el desempeño de otras funciones institucionales. David Rothkopf, orgulloso observador de la oligarquía mundial, ofrece una explicación sociológica en su libro El club de los elegidos a ojos de los poderosos, estos aviones, que tienen prestaciones superiores a las de las aeronaves convencionales, son algo requerido específicamente por su estilo de vida, de la misma manera que los residentes de los suburbios norteamericanos no creen haber adquirido un objeto de lujo cuando compran un coche solo para ir a trabajar, por mucho que el coche venga equipado con los últimos dispositivos electrónicos. Esta casta de superricos de veras cree que ha conquistado el espacio y el tiempo: están activos bajo cualquier circunstancia, en última instancia han llegado a trascender todo lo que pueda llegar a parecerse a una sala de espera, tanto en términos espaciales como temporales. Rothkopf insiste en que el uso que hacen de los jets no tiene nada de excesivo, ya que el contexto habitual de los aeropuertos, con sus retrasos, su estrés y sus riesgos de seguridad, puede resultarle muy gravoso a quienes se ven a sí mismos como los soberanos decididores de los asuntos de escala planetaria. Los oligarcas deben tener a su disposición el tiempo y el mundo para seguir mandando allá donde vayan. Para ellos, un avión privado no es más que una inversión en una herramienta de trabajo, una herramienta de gestión de riesgos.

Bryan Moss, presidente de la empresa rival de VistaJet, Gulfstream, deja perfectamente claro de qué va todo esto: su compañía presta un servicio a una clase social que está convencida de que nada debe entrar en conflicto con su voluntad de “hacer las cosas que creen que tienen que hacer, de ir a los sitios a los que tienen que ir y ver a la gente a la que tienen que ver para llevar a cabo las acciones que consideran que deben realizar”. Esto, por supuesto, tiene un coste: solamente el mantenimiento supone entre ı,25 y ı,5 millones de dólares anuales por cada jet, asumiendo que estos tendrán unas quinientas horas de uso. No hay vuelta atrás: seguir siendo competitivo es un requisito indispensable. Y cuantos más miembros de la oligarquía viajen de esta manera, menos desorientados se van a sentir en cualquiera de sus destinos, ya que su punto de vista acerca del tiempo y el espacio se habrá desarrollado fuera del tiempo y el espacio. Desde una posición indefinida por encima de las nubes, en lo alto de las torres más altas, crean objetos financieros que les permiten apostar por desenlaces económicos (pueden reducir las obligaciones del pueblo griego, convertir bienes alimenticios en futuros mercadeables, transformar las hipotecas de familias insolventes en obligaciones colateralizadas mediante deuda) y así aumentar su riqueza de manera mayúscula cuando todo se venga abajo.

'Devaluación continua'

'Devaluación continua'

Rothkopf insiste en que los trabajadores de Gulfstream –y lo mismo podría decirse de los de Bombardier– están orgullosos de construir aeronaves para una clase social a la que jamás se acercarán. Sienten que están entre los “beneficiarios de la globalización” y están convencidos de ver cómo la riqueza de los capitalistas cae goteando hasta las parcelas de sus jardines. En otras palabras, todos eligen mirar hacia otro lado, entre ellos el lector común de piezas periodísticas tan crudas como las que anunciaban el “histórico encargo” de Bombardier: puede ser que estos lectores sientan empatía hacia quienes han encontrado un trabajo o que estén satisfechos por que estos vayan a pagar impuestos (más que nada, porque es posible que la empresa en sí no los pague).

Así que todos siguen, a toda potencia y a gran altitud, los términos y la ideología de una casta dominante que ya ni siente ni padece. Se trata de una superclase, tal como la define Rothkopf, una clase que trasciende el propio sistema de clases porque flota, literalmente, por encima de todas las cosas. Así pues, desde este punto de vista, es una clase que lo economiza todo, lo cual quiere decir que crea la economía de los demás y también que se las apaña sin ella. Lo confina todo a los términos del mercado y de la economía especulativa, para no tener que atestiguar las insoportables situaciones provocadas por este sistema económico. Y así, mediatizada por los estrechos criterios de las ciencias de la contabilidad y de la gestión empresarial, y gracias a la fiel repetición de su ideología, es cómo la oligarquía eleva sus abyectas propuestas.

 

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