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'La infancia que queremos'

Portada de 'La infancia que queremos', de Pau Marí-Klose.

Pau Marí-Klose

infoLibre publica un extracto de La infancia que queremos, de Pau Marí-Klose, donde el antiguo alto comisionado para la lucha contra la pobreza infantil, actual diputado del PSOE, analiza los altos índices de pobreza infantil en España, una de los más elevados de toda Europa. Lo hace a través de un análisis sobre la naturaleza de la pobreza, especialmente en niños, y sus efectos en el individuo y en la sociedad. El libro, que publica Catarata el 23 de septiembre, incluye un análisis comparativo de las acciones de otros gobiernos del entorno y propone una serie de medidas para combatir un fenómeno que afecta a los eslabones sociales más débiles. 

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El rejuvenecimiento de la pobreza

 

En las últimas tres o cuatro décadas, en la mayoría de los países de Europa se ha producido una redistribución radical de la pobreza en el ciclo vital. Las personas mayores han visto significativamente mejoradas sus condiciones de vida. A ello contribuyen dos factores. En primer lugar, las personas que se jubilan a partir de la década de los sesenta presentan trayectorias laborales continuas y ascendentes, lo que asegura unas bases de cotización altas cuando el derecho a la pensión está ligado a las contribuciones realizadas, como sucede en la mayoría de los sistemas. En segundo lugar, a lo largo de las últimas décadas, el valor real de las pensiones y otras prestaciones que favorecen a las personas de edad avanzada ha crecido.

Los Estados de bienestar son hoy más generosos con sus personas ancianas de lo que lo eran hace tres o cuatro décadas, a igualdad de condiciones de cotización. En muchos de estos países, el discurso público favorable a la expansión de los sistemas de protección durante los años sesenta y setenta se fundamentó en estereotipos poderosos sobre la situación de las personas ancianas. En esos discursos, estas eran presentadas como un colectivo homogéneo: pobre, económicamente dependiente, frágil, objeto de discriminación y, ante todo, “merecedor” de cualquier ayuda que pueda recibir. En los últimos años las ad - ministraciones públicas han impulsado a menudo medidas complementarias a las que se habían desarrollado en etapas an - teriores de expansión de la protección pública: servicios de asistencia domiciliaria, actividades de ocio programadas, subvenciones en el transporte público, medicamentos, entre otras. Los beneficiarios/as de la mayoría de estos servicios y subvenciones son las personas que han alcanzado cierta edad, sin distinción alguna. La elegibilidad es independiente de su condición social o el estatus económico de la persona beneficiaria. La concentración de los recursos financieros de los presupuestos sociales en la protección social de la población anciana —su encanecimiento— ha hecho que los estados-providencia se conviertan poco a poco en “estados-providencia para la vejez”, utilizando la expresión acuñada por John Myles.

Mientras esto ocurría, la atención a la infancia (y en general, de los más jóvenes) no avanzaba o incluso empeoraba. Uno de los primeros autores en llamar la atención sobre estas cuestiones es el demógrafo Samuel Preston. En un artículo de influencia enorme, tanto académica como social y política, Preston alerta sobre el incremento extraordinario de la pobreza infantil y juvenil en Estados Unidos. La situación de los colectivos más jóvenes se asocia tanto a transformaciones demográficas —la desestructuración creciente de las familias y el aumento consiguiente de hogares monoparentales— como a recortes en las políticas federales de apoyo a hogares en los que residen menores. Preston constata que, en poco más de una década, se invierten los mapas del bienestar económico. Mientras en 1970 la incidencia de la pobreza entre la población de 65 y más años duplica la media del país, en 1982 figura por debajo de la media nacional. Por el contrario, la pobreza infantil evoluciona en sentido contrario: a inicios de los setenta es inferior a la de la población anciana (en un 37%), pero en 1982 es ya claramente superior (en un 56%).

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La crisis que se inicia en 2008 tiene también un impacto diferencial notable en los distintos grupos de edad. Los incrementos de pobreza que se producen en toda Europa se concentran en los tramos de edad más jóvenes, mientras que en prácticamente todos los países de la UE-15 sigue disminuyendo entre los mayores de 64 años. El siguiente gráfico, que procede de un capítulo del tercer Informe sobre la Desigualdad en España, que tuve la ocasión de escribir con Emma Cerviño y Albert Julià, lo atestigua. España (en trazo negro) sobresale como el país donde el nivel de pobreza de niños, jóvenes y jóvenes adultos crece más y el de mayores se reduce de manera más pronunciada.

A la salida de la crisis Europa es un lugar donde la vulnerabilidad económica se concentra claramente en las etapas más tempranas: niños y jóvenes. Más allá del riesgo de pobreza —el indicador convencional utilizado para capturar las situaciones de pobreza relativa— otros indicadores reflejan las mismas tendencias. Así, a escala europea, en 2015 el in - dicador AROPE (que mide riesgo de pobreza o exclusión) evidencia una realidad parecida: el 26,9% de los niños y niñas se encuentran en situación de pobreza o exclusión frente al 17,4% de los mayores de 65 años. Los menores también son más proclives a experimentar privación material severa: le ocurre de media al 9,5% de los niños de la UE frente al 5,5% de los mayores de 65 años. Con este tipo de indicadores cuantitativos la Fundación Bertelsmann calcula anualmente un Índice de Justicia Social que captura varias dimensiones so - cioeconómicas: la pobreza, la equidad en materia educativa, el mercado laboral, la cohesión social y no discriminación, y la salud. Una de sus conclusiones recurrente es que en la mayoría de indicadores que capturan la justicia social se observa una brecha creciente entre personas jóvenes y mayores.

¿Cómo se han generado estos desequilibrios? Es un debate no zanjado por estudiosos e investigadores. Parece evidente, por una parte, que la población mayor ha conseguido hacer valer su peso demográfico y electoral en un contexto de envejecimiento. La población mayor influye sobre el gasto de dos modos: 1) su crecimiento demográfico crea la necesidad de incrementar el gasto cuando la sociedad envejece, y 2) se convierte en el primer cliente de algunas de las principales políticas sociales del Estado de bienestar (especialmente las pensiones y la atención sanitaria) y un apoyo político de líderes y partidos que abogan por su mantenimiento y expansión. Desde que sociólogos y politólogos se pusieran a analizar los determinantes de la expansión de los Estados de bienestar, allá por la década de los setenta, una de las tesis más incontestables es la relación entre el tamaño de la población anciana y la magnitud del gasto social. Los politólogos Fred C. Pampel y John B. Williamson sugieren también que la “presión de una población anciana numerosa” es la influencia más importante sobre los niveles de gasto.

El gasto en programas para la población mayor (pensiones) o de los que son beneficiarios principalmente personas de edad avanzada (atención sanitaria, servicios de cuidado a la dependencia) no ha dejado de crecer incluso en etapas recientes de menor crecimiento económico y menor expansión del Estado de bienestar. En el contexto de contención de gasto público que se inaugura en muchos países a partir de la década de los ochenta, o incluso de austeridad (como la vivida en la última crisis), el gasto en programas para mayores, sin embargo, ha tendido a mantenerse o incluso a crecer. La población mayor constituye un segmento electoral numeroso y muy predispuesto a combatir iniciativas dirigidas a contener el gasto público en programas de los que ellos/as son los beneficiarios principales. Ningún líder político o partido que aspire a ganar las elecciones puede permitirse arriesgar en este terreno. La mayoría de gobernantes que necesita (o tiene la voluntad) de recortar gasto público opta por estrategias cautelosas de “elusión de culpa” (blame avoidance) para no incomodar a este sector, intentando por ejemplo hacer recaer la responsabilidad en agentes externos (“las exigencias de Bruselas”), escondiendo los ajustes tras una nebulosa de complicados cálculos matemáticos (el factor de sostenibilidad) o difiriéndolos en el tiempo (traspasando así su aplicación efectiva a gobernantes futuros). A resultas de todas estas cautelas que es necesario adoptar, cuando ante condiciones económicas adversas se imponen ajustes presupuestarios, rara vez recaen sobre las personas mayores y los paganos de los ajustes muchas veces terminan siendo otros grupos sociales cuya reacción es menos temida por los gobernantes.

La población joven y la infancia son, en ese sentido, eslabones más débiles. En las últimas décadas, muchas de las grandes transformaciones que han tenido lugar en la esfera económica, como consecuencia de los procesos de globalización, reorganización de los procesos productivos y cambio tecnológico, así como la reacción política frente a estos procesos (políticas fiscales, de regulación financiera y laboral, políticas de bienestar), tienden a concentrar los riesgos sociales en segmentos más jóvenes de la población. Estas franjas son las grandes damnificadas de cambios tanto en el mercado de trabajo, donde encuentran dificultades crecientes para estabilizar sus carreras y procurarse la solvencia económica, como por la falta de respuestas de los sistemas de protección social, incapaces de adaptar adecuadamente sus estructuras y dispositivos a las nuevas necesidades que demandan los colectivos vulnerabilizados. Junto a ello, mu - chos niños y adolescentes viven realidades familiares más frágiles, a cargo de un adulto solo o sin el amparo de familias extensas.

'Cómo perder un país'

'Cómo perder un país'

La situación es especialmente desventajosa para los jóvenes en países con mercados de trabajo muy segmentados, como España, donde existe una fuerte correspondencia entre la posición laboral y la edad del trabajador. En estos países, muchos jóvenes y jóvenes-adultos participan en el mercado de trabajo en condiciones de precariedad, en una travesía más o menos larga hacia la estabilidad. Eso significa que, durante años, su trayectoria se ve salpicada por periodos de desempleo y empleos precarios (y generalmente mal pagados). Aquellos que han alcanzado la autonomía residencial o se han embarcado en un proyecto familiar en estas condiciones afrontan, por lo general, importantes riesgos de pobreza, arrastrando a la vulnerabilidad económica a sus hijos dependientes (en caso de haber optado por tener descendencia).

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