Cultura

El cielo puede esperar

Vargas Llosa durante la presentación de su nueva novela 'Tiempos recios'.

En 2010, un nonagenario, de nombre Stéphane Hessel, publicó en Francia un panfleto como quien lanza una piedra a un estanque. De inmediato, las ondas concéntricas sacudieron conciencias en 20 países, de manera muy especial las de muchos ciudadanos españoles que leyeron ¡Indignaos! como una señal, casi una orden.

A generar tal efecto contribuyó el prólogo de otro autor con mucha mili hecha, José Luis Sampedro, que llamaba a los más jóvenes a rebelarse contra "la tiranía financiera y sus consecuencias devastadoras". Sampedro admitió que quizá le faltaban fuerzas para trabajar al ritmo de antes, pero aseguró que mantenía viva la ilusión porque "es algo inherente a la vida".

Leímos sus palabras junto a las de otros autores de cierta edad, entre ellos, José Manuel Caballero Bonald quien, en aquellas fechas, mantenía un buen ritmo de trabajo, tal vez porque "la evidencia de la vejez te estimula a decir cosas que no has dicho antes, te obliga a dar tus propias respuestas frente a todo lo que te exaspera o te ofende o te indigna. Si a mi edad me tuviese que quedar callado, si no pudiese decir todo lo que pienso, es que algo me había fallado en la vida de modo irremediable". Añadía que, a esas alturas de la vida, valoraba mucho la insumisión y la desobediencia, porque "la gran literatura está hecha por grandes desobedientes".

Escribir es vivir

"A diferencia de las gimnastas y de los obispos, los escritores no se retiran a ninguna edad. El oficio de escritor suele durar toda la vida, por larga que ésta sea", escribió Héctor Abad Faciolince. Es más, algunos siguen escribiendo incluso después de muertos, "bien sea por los famosos manuscritos descartados que los deudos publican para exprimir por última vez unos agonizantes derechos de autor, o por diarios íntimos que se dejan en cuarentena durante algunos lustros para no herir susceptibilidades de esposos cornudos y familiares mojigatos".

Explicaba el colombiano que autores de todas las edades compiten en un territorio en el que las alianzas y antipatías se tejen a lo largo de los años, por lo que "no es raro que, en la república de las letras, rija una cierta gerontocracia". De ahí que en la historia de la literatura se haya instaurado lo que Octavio Paz llamaba "tradición de la ruptura", y que Abad Faciolince explicaba así: "los jóvenes, hartos de que no los publicaran y de estar siempre a la sombra de los patriarcas, organizaran de vez en cuando una revuelta para tumbar a los añejos ídolos de sus pedestales mediante alguna ruptura vanguardista".

Sucede que, ahora, los jóvenes son menos turbulentos y los mayores se han demostrado subversivos y resistentes. Quizá porque, como decía James Salter en Todo lo que hay, novela que publicó frisando en los 90: "Llega un momento en el que te das cuenta de que todo es un sueño, y sólo aquellas cosas preservadas en la escritura tienen alguna posibilidad de ser reales".

Hessel, Sampedro y Salter ya no están entre nosotros, pero encontramos ecos de su perseverancia entre quienes, como Margaret Atwood (18 de noviembre de 1939), Mario Vargas Llosa (28 de marzo de 1936) o Edna O’Brien (15 de diciembre de 1930), siguen encontrando razones para escribir.

Mi última (¿última?) novela

La irlandesa se encuentra en plena promoción de La chica, y en casi todas las entrevistas le preguntan si está en condiciones de seguir… "No sé si este será el último libro duda—. Estoy muy cansada, no he estado bien, acabo de terminar el libro y no tengo un minuto para mí".

— ¿Y acaso tiene alguna ventaja envejecer?— le pregunta la periodista.

Y ella, riéndose, dice que no muchas, aunque encuentra alguna. Por ejemplo, superar el amor romántico: "Aún soy capaz de amar, pero un amor más calmado, como a mi nieto, que es un ser luminoso y dulce, un pequeño Dios. Ya no siento ese amor ardiente que te hace esperar a un hombre. Y eso es un gran alivio".

No es el caso de Vargas Llosa que, por razones que todo el mundo conoce y no me veré en el trance de detallar, ha de responder ahora a preguntas que jamás imaginó que nadie le plantearía.

— Seguro que su relación con Isabel Preysler ha devuelto la ilusión y esperanza a más de un octogenario.

— Pues me alegro mucho; a mí, como podrás imaginar, me ha hecho más ilusión que a nadie [se ríe]. Que a los 80 años se vuelva a tener una ilusión tan grande como esta es una inyección de vida absolutamente maravillosa, ¿no? Creo que la ilusión es lo que más puede enriquecer la vida de una persona y yo siento que mi relación con Isabel ha contribuido muchísimo a este estado de ánimo. Puedo enfrentarme a mis 80 años sin temor.

Acaba de publicar Tiempos recios, y tanto el ejercicio literario como la intensa actividad promocional parecen logros al alcance de pocas personas de su edad. El pasado mes de mayo, el Nobel participó junto a Luis Alberto de Cuenca en la jornada El futuro del envejecimientoEl futuro del envejecimiento. En la conversación se aludió a De senectute, el canto que Cicerón redactó poco antes de morir. "Si se goza de salud y se posee una posición desahogada, envejecer es positivo", proclamó De Cuenca. "No hay nada mejor que una conversación de viejos. A ser posible, abrigados".

Las crónicas cuentan que Vargas Llosa aseguró que, en la literatura, "a los viejos se les trata mal. Generalmente aparecen como personajes secundarios o a los que la vejez ha hundido en una especie de patetismo, así es nuestra cultura occidental". ¿Y cómo le tratan a él la literatura y la vida? "Los años me han dado más tiempo para leer y escribir. Lo maravilloso que es enriquecer la experiencia a través de la lectura. Apropiarse de experiencias ajenas. La misma ilusión que tuve al hacer el primer cuento la tengo ahora.Y la misma inseguridad. Mi impresión es que los años no han empobrecido ni mi ilusión ni mi inseguridad."

El mundo por montera

Las declaraciones de estos autores consagrados, triunfadores, añosos, permiten además darse cuenta de hasta qué punto la opinión ajena ha dejado de importarles: conscientes quizá de que el tiempo vuela, o tal vez muy seguros de cuál es su tarea, parecen ser inmunes a las presiones y las críticas.

Margaret Atwood acaba de publicar Los testamentos, secuela de El cuento de la criada, una obra que en su día tuvo una recepción correcta y a la que el paso de los años (y la serie televisiva) han consagrado como obra maestra de la literatura distópica. Podría creerse que, en estas circunstancias, retomar la historia le generaría algún tipo de presión…

La pócima de la eterna juventud

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"Soy demasiado mayor para eso. Los autores hoy sienten presión a los 20 y a los 30 porque será bastante determinante para su futuro lo que pase con el libro en el que trabajan", ha asegurado. "Antes, los editores sacaban todo de un autor, funcionase o no. Creo que a Graham Greene le publicaron al menos cinco libros antes de que su editor tuviera beneficios. Luego, una vez que te convertías en alguien conocido, como Greene, todos los títulos pasaban a ser valiosos. Hoy se pagan enormes sumas por libros que no consiguen triunfar, y los escritores se quedan estancados. Yo empecé en una época en la que los editores buscaban autores, no libros".

Habla de un tiempo que era también el de James Salter, con el que además la emparenta esa sensación de estar por encima de ciertas cosas. "En este momento de mi vida me da igual —dijo al ser entrevistado con motivo de la novela mencionada más arriba—. Una buena crítica no es más importante que otra que no es tan buena. Con eso no quiero decir que sea indiferente a las críticas. A todo el mundo le gusta recibir halagos. Cuando escribes quieres ser leído y admirado. Soy perfectamente humano, pero soy un viejo humano".

Cuando uno llega a cierta edad, creía Salter, los sentimientos cambian. "Tú escribes lo que escribes. Tu única esperanza es haber escrito el libro que querías escribir." Y al que, aunque pasen los años, no renunciarás.

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