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Libros para leer en lo más alto de la montaña o al nivel del mar

Una niña carga con su flotador hacia la orilla de la playa de Las Arenas de Valéncia.

En estos períodos estivales, momento del año en el que parece expandirse hasta el infinito ese elemento que el resto del año escasea, el tiempo, a cuya carencia atribuimos nuestro bajo rendimiento lector, es costumbre recomendar lecturas adecuadas para las vacaciones.

Nosotros también vamos a hacerlo, vamos a recomendar libros de mar y playa y libros de montaña, en concreto, libros (que consideramos de valor literario) en cuyo enunciado figura una de esas tres palabras.

Lado mar y playa

“Escribir es un atrevimiento –afirma Ernesto Calabuig en La playa y el tiempo, como quedarse desnuda en una playa”. O como intentar reunir una selección insuficiente pero seductora de obras que llevan en su título la palabra mágica. Que la llevan una vez, como El mar, de John Banville.

“Se marcharon, los dioses, el día de la extraña marea. Las aguas de la bahía, toda la mañana bajo un cielo lechoso, habían crecido y crecido, alcanzando cotas inusitadas, las pequeñas olas inundaban una arena reseca que durante años no había conocido otra humedad que la lluvia y lamían las mismísimas bases de las dunas. (…) Las aves marinas gimoteaban y se lanzaban en picado, nerviosas, al parecer, ante el espectáculo de ese enorme cuenco de agua inflándose como una ampolla, de un azul plomizo y un brillo maligno. Tenían una blancura antinatural, aquel día, los pájaros. Las olas depositaban una orla de sucia espuma amarilla en el límite de las aguas. Ningún barco estropeaba la línea del alto horizonte. No nadaría, no. Nunca más”.

O, doblando la apuesta, la llevan dos: El mar, el mar, de Iris Murdoch.

“El mar que se extiende ante mí mientras escribo, más que destellar, resplandece bajo el suave mes de mayo. Con el cambio de marea, se recuesta calladamente contra la tierra, casi sin huella de ondas ni de espuma. Próximo al horizonte es de un púrpura suntuoso, marcado por líneas regulares de verde esmeralda. En el horizonte es índigo. Cerca de la playa, donde la visión queda enmarcada por amontonamientos de desiguales rocas amarillas, hay una franja verde más pálido, helado y puro, menos radiante y sin embargo opaco, no transparente. Estamos en el norte, y la luz brillante del sol no puede penetrar en el mar. Allí donde el agua golpea suavemente sobre las tocas sigue siendo una superficie de color, como una piel”.

Aunque a buen seguro el clásico en el que todos pensamos es El viejo y el mar, donde Hemingway deja al anciano dormido, soñando con la África que conoció de muchacho.

“Con las playas largas, doradas y tan blancas que herían la vista, y con los cabos y las gigantescas montañas marrones. Últimamente habitaba esa costa todas las noches y en sus sueños oía el rugido de las olas y veía los botes de los nativos entre la espuma. Olía el alquitrán y la estopa de la cubierta mientras dormía y también el olor de África que traía el viento terral por las mañanas”.

Para muchos españoles, el verano supone el regreso a El mismo mar de todos los veranos (título de la primera novela de Esther Tusquets), sea ese el Mediterráneo o el Cantábrico. Porque todos tenemos un mar del verano.

“Por la tarde la playa estaba llena de sol color naranja y había nubes blancas y olía a tortilla de patata. Y había cangrejos que se escondían entre las peñas y los niños éramos los encargados de enterrar las botellas de sidra entre la arena húmeda para que no se calentasen. (…) Lo mejor era el baño por la tarde, cuando el sol bajaba y estaba grande y cada vez más encarnado, y el mar estaba primero verde y luego verde más oscuro, y luego azul, y luego añil, y luego casi negro. Y el agua estaba caliente, caliente, y había bandos de peces muy pequeñines nadando entre las algas rojizas”.

El fragmento pertenece a Helena o el mar del verano, de Julián Ayesta, y el que nos describe, el Cantábrico asturiano de los meses amables, se parece poco, aun siendo el mismo, al que contempla Samuel Esparta:

“No por ser invierno dejo de asomarme al acantilado dos veces por semana. Es un inagotable escenario natural, como tantos otros. Pero es el nuestro. Aun siendo Getxo tierra de marinos, muchos elegimos la mar solo para pasear y no vamos más allá de la playa. Es marzo y me acota una llovizna transversal de la que me defiende a duras penas el chubasquero. (…)

—Cada día queda menos arena —oigo de pronto a mi espalda. (…)

—Este invierno la mar ha pegado duro a la playa y la…

—No lo bastante duro —me corta.

—Cuando la desnuden del todo nos quedaremos sin playa (…)

—Una playa no es solo su arena, sino lo que oculta debajo”.

Oculta cadáveres, claro. Cadáveres en la playa, que es como se titula este libro de Ramiro Pinilla en el que Esparta investiga un posible crimen cometido treinta y cinco años antes. Criminal también es la muerte que intenta esclarecer el inspector Leo Caldas más al oeste, allí donde Domingo Villar sitúa La playa de los ahogados:

“En el trecho que discurría frente a la finca abundaban los remolinos. Cuando querían bañarse debían caminar media hora río arriba, hasta un recodo que remansaba el agua en una playa fluvial. (…) Mirando el agua y oyendo el rumor de la corriente, pensó en la llamada de Rafael Estévez y en el hombre arrastrado por el mar. Recordaba la noche en que la farmacéutica se había ahogado en los rápidos. Mientras él esperaba en el coche, su padre había acompañado a los guardias que recorrían la finca por la orilla, removiendo el agua con unas varas de madera. Luego regresaron a dormir a Vigo y los guardias continuaron la búsqueda río abajo. El cuerpo de la farmacéutica tardó tres días en aparecer. Lo encontraron unos pescadores de lamprea a ocho kilómetros del lugar en que había caído al agua”.

Lado Montaña

La referencia literaria inevitable es La montaña mágica, de Thomas Mann, que por volumen y hondura parece reservada para el paréntesis estival.

“Surgían grandiosas perspectivas del universo de picos y cordilleras de la alta montaña que allí se alzaba y se desplegaba, sagrado y fantasmagórico; y, ante la mirada de veneración del viajero que se acercaba y adentraba en él, se abrían y volvían a perderse tras un recodo del camino”.

La cordillera editorial exhibe montañas de todo tipo, entre ellas, al menos una viva, la firmada por Nan Shepherd, que describió su obra como “un tránsito de amor”, y otras que irradian locura. Quedémonos con H.P. Lovecraft:

“Me veo obligado a hablar, pues los hombres de ciencia se niegan a seguir mi consejo sin saber por qué. Si explico las razones por las que me opongo a esta planeada invasión de la Antártida (…) es totalmente en contra de mi voluntad y mis reticencias son aún mayores porque es posible que sea en vano. Es inevitable que los hechos, tal como debo revelarlos, susciten dudas, pero si suprimiera todo lo que parece extravagante o increíble no quedaría nada. (…) En último extremo tendré que confiar en el buen juicio y el prestigio de los pocos científicos que disponen, por un lado, de independencia suficiente para sopesar mis datos por sus horribles y convincentes méritos o a la luz de ciertos mitos primordiales y ciertamente desconcertantes, y, por el otro, de suficiente influencia para disuadir a los exploradores en general de llevar a cabo cualquier programa apresurado y ambicioso en la región de esas montañas de la locura”.

No queremos abandonar la cordada de la ficción, pero tampoco soslayar que los entusiastas han dejado huella en los catálogos con obras fascinantes en las que dan testimonio de su pasión, o de la que consumió a otros. La montaña como reto y como enseñanza. Me abstendré de hollar ese camino, pero dejadme citar dos obras singulares: La montaña y el arte, de Eduardo Martínez de Pisón, geógrafo y montañero que rescata y comparte la infinidad de obras que pintores, músicos y escritores han producido a partir de su contacto con la montaña, tras penetrar en su sentido; y La ascensión al Mont Ventoux, de Petrarca:

“Alpes provenzales:

Hoy, llevado solo por el deseo de ver la extraordinaria altura del lugar, he subido al monte más alto de esta región, al que no sin razón llaman Ventoso. Hacía muchos años que me rondaba la idea de esta excursión pues, como sabes, el hado, que mueve las cosas de los hombres, me ha hecho rodar por estas tierras desde la infancia, y este monte, visible desde lejos por cualquier parte, está casi siempre ante nuestros ojos. Por fin tuve el impulso de hacer de una vez lo que me proponía hacer todos los días, sobre todo después de que, leyendo el día anterior en Tito Livio la historia de Roma, di casualmente con aquel pasaje en el que Filipo, rey de Macedonia —el que hizo la guerra al pueblo romano—, sube al Hemo, un monte de Tesalia, creyendo —como era fama— que desde su cumbre se veían dos mares, el Adriático y el Ponto Euxino”.

Cada cual inicia la ascensión por motivos diferentes, y con estilos distintos. Escribe Paolo Cognetti en Las ocho montañas:

“Mi padre tenía una manera propia de ir a la montaña. Poco proclive a la meditación, pura testarudez y arrogancia. Subía sin dosificar las fuerzas, compitiendo siempre con alguien o con algo y, allí donde el sendero le parecía largo, cortaba camino por la línea de más pendiente. Con él estaba prohibido parar, quejarse por el hambre, por el cansancio o por el frío, pero se podía cantar una bonita canción, sobre todo bajo un temporal o en la nieve espesa. Y lanzar alaridos dejándose caer por la nieve”.

La montaña habla, al menos, Yasunari Kawabata escuchó y transcribió El rumor de la montaña; y la montaña danza, o eso dice Irene Solà Saez: Canto yo y la montaña baila (Canto jo i la muntanya ballaCanto jo i la muntanya balla):

“Yo les dije alguna vez que vinieran a bañarse al río, que en la montaña no hay guerra, que las guerras se terminan, pero las montañas nunca se terminan, que la montaña es más vieja que la guerra, y más sabia que la guerra, que si estás muerto ya no pueden matarte otra vez”.

Divinas palabras

Divinas palabras

Y aunque muchos de las que nos cuentan son brumosos y umbrosos, hay quien recuerda sus picos reventones de luz: es el caso de Billy, protagonista de Fuego en la montaña, de Edward Abbey:

“Nuevo México, deslumbrante. Bajo la intensa luz, cada roca y cada árbol, cada nube y cada montaña existían con una fuerza y una claridad que no parecían naturales, sino auténticamente sobrenaturales. Y a la vez aquello me resultaba tan familiar como mi propia casa, era el país de mis sueños y la tierra que había conocido desde el principio”.

Esperemos que algunos de estos libros de mar y montaña os hagan buena compañía durante el mes de agosto.

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