Cultura

César Rendueles: "Si queremos una igualdad material profunda, no hay alternativa a la negociación colectiva"

El sociólogo César Rendueles.

César Rendueles (Girona, 1975) suele emprender proyectos ambiciosos. En Sociofobia, el libro que le dio a conocer en 2013, analizaba los procesos de cambio político en la era dominada por Internet. Dos años después, en Capitalismo canalla, emprendía una historia de este sistema económico y político a través de la literatura. Y en Contra la igualdad de oportunidades (Seix Barral) se empeña en demoler ese "mito" —que basta con que la sociedad elimine ciertas barreras de entrada para que los seres humanos sean iguales— para defender una "igualdad material profunda". Algo que, critica, ha sido abandonado por los proyectos políticos hegemónicos. 

¿Y en qué consistiría esa "igualdad material profunda"? Rendueles quiere dejar claro que no hay un solo camino hacia ella, y que solo se conseguirá con un conjunto de acciones colectivas distintas en diferentes ámbitos: el mundo laboral, las relaciones entre géneros, la participación, la burocracia, la cultura, la educación... "El programa igualitarista nunca ha sido dar a todo el mundo lo mismo, sino dar a cada uno lo que necesita", recuerda. "Por primera vez en la historia ese es un proyecto en el que le va la vida a la práctica totalidad de la humanidad, salvo tal vez a un puñado de superricos". Suena esperanzador. También suena difícil. 

Pregunta. La mayor parte de la gente apoyaría la afirmación de que todos debemos ser iguales en deberes y derechos, pero no apoyaría la idea de que un camarero ganara lo mismo que un médico. Con estos mimbres, ¿cómo llevar a cabo un proyecto político de "igualdad material profunda"?

Respuesta. Esa identificación con el elitismo es construida. Sí, esa es la realidad social hoy: mucha gente ha asumido una visión de la sociedad propia de las clases altas, de las élites, que considera que ciertos talentos deben ser premiados de forma excepcional. Pero lo cierto es que no siempre ha sido así, ni siquiera en nuestras sociedades, y no tiene por qué ser así. Durante mucho tiempo, durante el desarrollo del Estado del bienestar, la idea fue la contraria: que los premios excesivos corroían la sociedad. Es como si la desigualdad se nos hubiera metido dentro de la piel. Pero lo cierto es que eso es así solo hasta cierto punto. Cuando hacemos encuestas, es verdad que mucha gente cree que debería haber desigualdad social, pero cuando se les pregunta cuál debería ser su extensión, nadie dice que debería ser tan amplia como ahora.

P. En su libro, asocia ese cambio de mentalidad con la revolución neoliberal que triunfa a partir de los ochenta, y menciona en varias ocasiones los Gobiernos de Thatcher y Reagan. ¿Hasta qué punto se puede situar un proceso tan complejo en un periodo histórico tan determinado?

R. Sí puede hacerse. Tenemos muchísimo material cuantitativo y muchísimo estudio que nos permite situarlo en el tiempo de manera muy concreta. A principios de los años setenta se inicia un aumento de la desigualdad que llega hasta nuestros días. Y podemos localizar con mucha precisión los efectos de esa desigualdad: empeoramiento de la salud, aumento de la conflictividad, descenso de la participación política...

P. Dice que la desigualdad se nos metió entonces "debajo de la piel". ¿Cómo se produjo este fenómeno que tiene que ver con lo colectivo pero también con lo íntimo?

R. En esos años triunfa un proyecto político muy vigoroso, un proyecto de mercantilización dirigido a revertir todas las reformas que habían dado lugar al Estado del bienestar de las décadas anteriores. Es un proyecto no solo económico, sino social y cultural: propuso un modelo de sociedad que afectó a la manera en que la gente común negociamos nuestro día a día. Lo hizo de una manera tal que ha conseguido que un amplio segmento de la sociedad identifique sus intereses materiales con los de las élites. En vez de ver a los muy ricos como una minoría excéntrica, se les empezó a ver como un grupo social con el que te podías identificar. Eso en España se ve muy bien con la especulación inmobiliaria: poca gente es tan idiota como para pensar que en algún momento va a ser tan rico como Florentino Pérez, pero sí hubo un momento en que se consideró que una familia de clase media endeudada podía tener intereses comunes con él.

P. ¿Y de qué manera puede detenerse un proceso que ha calado tanto? De nuevo: poca gente cree que alguien que no ha estudiado deba cobrar lo mismo que un camarero, mientras que multimillonarios como Amancio Ortega son muy populares.

R. Si no conseguimos incorporar nuestros ideales de lo que es una vida buena y una vida digna de ser vivida, si no incorporamos cierta repugnancia por la desigualdad, es difícil que eso se ponga en marcha. Por eso es un desafío no solo político, sino también social y cultural. No estamos en un mal momento: una buena manera de empezar es pensar para qué sirven esas diferencias de prestigio y remuneración, qué objetivo tienen. La justificación que se les da es que son necesarias para que el mundo funcione, y eso es cuestionable: desde el punto de vista de la motivación, por ejemplo, es bastante extraño, como un chantaje infantil, "si no me compras este juguete, no me como la cena", "si no me pagas 10 veces más, no soy neurocirujano". Esas no son las motivaciones que llevan a alguien a ser cantante, médico o camarero.

Pero además el sistema de desigualdades que genera el mercado de trabajo es muy malo identificando las ocupaciones más esenciales: las más necesarias para la vida, como la limpieza de centros hospitalarios o el cuidado de niños pequeños o personas dependientes están muy mal remuneradas. Sin embargo, otras ocupaciones que hacen nuestra vida notablemente peor, como la del especulador inmobiliario, están muy bien remuneradas. Y el sistema es muy malo también gestionando la amplitud de la desigualdad: aceptemos que distintas ocupaciones necesiten de distintas remuneraciones —que no lo tengo nada claro—, pero ¿cuánto? ¿Diez veces más? ¿Mil veces más? La mejor manera de empezar es que el mercado no nos hurte la capacidad de decidir socialmente cuáles son las ocupaciones más necesarias, que lo decidamos por nosotros mismos.

P. En el libro da una gran importancia a la negociación colectiva como palanca de igualdad. Describe cómo los sindicatos han perdido poder, en parte por la caída de la afiliación. ¿Cuál podría ser la estrategia para resolver la asimetría en la negociación?

R. Hay países que tienen altísimas tasas de afiliación sindical porque aquellas personas que no están afiliadas a algún sindicato no pueden beneficiarse de las ventajas que los agentes sociales han conseguido. Pero hay otras opciones: que los agentes sociales participen por ley en la organización de las empresas, por ejemplo. Las organizaciones sindicales, desde luego, tienen que repensarse mucho, han vivido mal su derrota, que sí ha existido. Lo que tengo bastante claro es que, si queremos una igualdad material profunda, no hay alternativa a la negociación colectiva. Podemos imaginar otras herramientas, pero esta es básica. De hecho, no hay herramientas que puedan sustituir a ese proceso de apoyo mutuo y negociación colectiva.

P. Porque señala que el otro motivo por el que la negociación colectiva es hoy más asimétrica es la legislación laboral. ¿Cree que el Gobierno actual va a cambiarla?

P. Lo que tenemos que tener muy claro es el fracaso de los sindicatos en la actualidad, que han desaparecido como agentes públicos; ni están ni se les espera, y eso se ve en que durante la crisis del covid-19 se han esfumado del mapa. Eso tendrá sus razones internas, pero es un diseño de laboratorio: nuestro ecosistema político y mediático está pensado para que pase eso. Por lo tanto, necesitamos un diseño de laboratorio distinto para que no pase esto. Y eso implica cambios legislativos, empezando por revertir la actual reforma laboral, e incluso revirtiendo reformas laborales que se remontan a los años ochenta. Hay gente pensando en reformas laborales, siempre con las fuerzas políticas que tenemos, y el Gobierno tendría que tener la valentía de acometerlas.

P. Dice que durante la crisis sanitaria los sindicatos han estado desaparecidos del debate público, lo que es más obvio en las cúpulas, pero el trabajo de las bases se ha incrementado. ¿Cómo se explica que sucedan al mismo tiempo ambas cosas?

P. Ese incremento de las consultas y de la actividad a pie de calle es real. Y creo que frente a algunos diagnósticos derrotistas cabría recordar que los sindicatos siguen siendo las mayores organizaciones sociales de nuestro país. Lo que pasa es que han perdido mucho peso en comparación con lo que suponían antes: los dirigentes de los sindicatos eran personalidades fundamentales en la vida pública, eran mucho más conocidos que un ministro y tan conocidos como el presidente del Gobierno. Se contaba con ellos para muchísimas cuestiones, no solo las laborales. No olvidemos que la mayor oposición a los procesos de mercantilización no vino de la izquierda política a la izquierda del PSOE —que también, pero no tenía esa fuerza—, sino de los sindicatos, que eran las únicas organizaciones con capacidad para hacerlo.

P. En los últimos años, ha crecido la afiliación entre trabajadores precarios como riders, kellys, o nuevas organizaciones, como el Sindicato de Inquilinas. ¿Es esperanzador? ¿O sirve de poco?riderskellys

R. Todo eso está pasando, pero que fructifique o no en grandes cambios en el futuro... habrá que verlo. En esto, hay dos diagnósticos: uno muy triunfalista, que ve en esa acumulación de microluchas el futuro de la revolución mundial, que creo que es un error, y lo contrario, un derrotismo aterrador en el que todo lo que no sea una gran masa de gente tomando el Parlamento no es suficiente. Esas prácticas pequeñas forman parte de los procesos de innovación política, y nos demuestran que es posible hacer cosas donde nadie lo espera... aunque lo normal es fracasar, que no prenda la chispa y que no se generalice. Pero sabemos que a veces las cosas salen bien. Es difícil mantener el equilibrio entre el pesimismo y el triunfalismo, es difícil, y para ello no podemos renunciar a todo lo pasado, no podemos creer que los grandes sindicatos se han acabado, que los grandes partidos no valen para nada. Yo creo que sí que valen de mucho, aunque seguramente no para todo lo que ellos creen.

P. Cuando habla de la renta básica universal, señala que serviría para "universalizar realmente los derechos sociales desvinculándolos del mercado de trabajo". ¿Lo ve entonces como una señal de que se ha tirado la toalla con respecto a la negociación colectiva?

R. No, no. Yo soy partidario de la renta básica. Por varios motivos, por algunos técnicos y pragmáticos y por otros políticos: es una medida fácil de comunicar, muy impactante desde el punto de vista ideológico y publicitario... Pero en las dos últimas décadas me he ido cansando de que para cualquier conflicto la solución sea siempre la renta básica: el debate sobre la prostitución, la baja remuneración de los creadores, la crisis de los medios... Usamos la renta básica como un bálsamo milagroso. Y es falso. No solo es falso, sino que nos impide analizar la complejidad de algunos de nuestros proyectos igualitaristas. A mí me parecía que aprovechar la crisis del covid-19 para promover la renta básica tal vez no fuera lo idóneo: había muchas otras emergencias sociales, porque ¿cuántos hospitales dejas de construir para implantar la renta básica? No hay que renunciar a ese proyecto, que quiere garantizar el derecho a la asistencia como prioridad democrática, algo básico para cualquier proyecto emancipador. Pero la renta básica tiene que ser un elemento más de los proyectos igualitaristas, y privilegiarlo demasiado nos lleva por sendas erróneas.

P. ¿Cree que la puesta en marcha del ingreso mínimo vital ha quemado la posibilidad de plantear la renta básica universal en un futuro próximo?

R. Para nada. A mí me parece que introdujo la cuestión de incluir en nuestra legislación básica el derecho a la existencia material como base de nuestra democracia. Es una medida limitada, pero muy importante, es un primer paso fundamental. Otra cosa diferente es la mala fe política que ha habido en su implementación. Ha sido vergonzoso cómo se ha puesto en marcha. Pero eso podría pasar también con la renta básica.

P. Cuando habla de “mala fe”, ¿significa que su puesta en marcha se ha diseñado expresamente para poner barreras a su solicitud?

R. Ha sido diseñado para que poca gente acceda a él, y después sabemos que se ha gestionado incluso para bloquear las solicitudes correctas. Lo que también sabemos es que se puede hacer con criterios a posteriori, es decir, se te concede inicialmente la renta y luego se revisa, con posibles penalizaciones a las solicitudes abusivas. Eso se hace así en otros países europeos y era perfectamente posible replicarlo aquí. De hecho, así se ha hecho con los ERTE: la empresa plantea su solicitud, se le concede, y luego se revisa si eso es correcto. Es absolutamente vergonzoso, vergonzoso, y eso sí supone un mal precedente para un proyecto de renta básica universal en el futuro.

P. Sobre el proceso de igualdad entre hombres y mujeres, que también analiza, dice que “la igualdad y la libertad son dos fenómenos tan estrechamente relacionados que a menudo resulta muy difícil distinguirlos”. Pero tradicionalmente se han considerado políticamente opuestos. ¿Por qué no lo son, en su opinión?

R. La libertad y la igualdad no son estados brutos naturales, la libertad y la igualdad son procesos que se van retroalimentando y tienen elementos de solapamiento. Eso ha pasado con la igualdad de género, que muchos hombres han descubierto que la igualdad no les hace más subordinados sino más libres: ser un hombre libre no es que te hagan la cena o te laven la ropa. La igualdad de género es una revolución exitosa, una revolución larga que se ha acelerado en las últimas décadas.

P. Que el hombre sepa cocinar, defiende, le hace más libre, pero: ¿qué ocurre cuando alguien está dispuesto a renunciar a su libertad, a la libertad que da la autosuficiencia, para mantener el control, es decir, la desigualdad?

R. Desde luego, las tendencias jerárquicas y esa pulsión de dominar existen y forman parte de la naturaleza humana. Negarlo sería absurdo, está ahí y sigue habiendo muchísimos hombres dispuestos a sacrificar lo que haga falta para tener una posición de privilegio, aunque en mi opinión lleven vidas de mierda. Por eso hay muchos conflictos irresolubles, por eso hay gente a la que hay que arrebatarle sus privilegios y ya está. Pero lo contrario también existe: muchas parejas o no parejas llevan vidas mucho más igualitarias que sus padres y no echan de menos un estado anterior, igual que creo que pocas personas echan de menos tener esclavos, y quiero creer que si mañana se organizara una subasta debajo de mi casa la inmensa mayoría de la gente sentiría repugnancia. Lo que hay que conseguir es que algunos privilegios que muchos hombres asumían nos resulten repugnantes, y que entendamos que esa transformación no es una pérdida sino una ganancia.

P. Desgrana cómo esta desigualdad de género está muy arraigada en dos instituciones sociales, como la familia y el amor romántico, instituciones que son particularmente lentas frente a los cambios, mientras que por ejemplo el mercado laboral puede cambiar en apenas meses. Pero ¿por qué el feminismo debería tener paciencia con estas instituciones, por qué no debería dinamitarlas?

R. La paciencia es para quien se la puede permitir. Pedir paciencia para quien está en condiciones de subordinación es obsceno. No hay que ser paciente. Lo que yo planteo es que muchas veces esa impaciencia legítima nos lleva a renunciar a transformar esas instituciones: "Acabemos con las familias, son irreformables, igual que la esclavitud". Bueno, yo creo que no es lo mismo. Las familias pueden ser muy opresoras, pero no es como la esclavitud. Hay que reformarlas con impaciencia, pero reformarlas. Primero, porque no van a desaparecer: en las encuestas, vemos que la familia sigue teniendo una gran importancia para la mayor parte de la sociedad. Hay que plantear proyectos igualitaristas todo lo radicales que se quieran, pero que no renuncien a ese espacio social. Porque eso es regalárselo a los elitistas y a la derecha.

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P. En su libro se esfuerza también por demostrar que el proceso por el que se llega a la igualdad es complejo, que depende de muchos factores y que se alarga en el tiempo. No parece una perspectiva muy esperanzadora para aquellos que, como dice, no se pueden permitir la paciencia.

R. Los procesos de cambio histórico son muy sorprendentes. Los 10 últimos años han sido una época efervescente políticamente, porque en distintas partes del mundo han sucedido cosas que se consideraban imposibles, unas muy positivas y otras muy negativas. Eso es una fuente de temor y precaución, pero también de esperanza. La historia es más imprevisible. Quienes viven al margen de la realidad son quienes creen que dentro de 100 años va a seguir gobernando el FMI y el dueño de Amazon va a seguir condicionando nuestras vidas. Y los cambios históricos dependen también de distintos procesos que no están relacionados entre sí: convergen nuevos proyectos políticos con una crisis mundial, con una social... Y eso es esperanzador y desesperanzador al mismo tiempo, nos permite seguir apostando por aquellos proyectos en los que creemos, pero nos condenan a cierta ceguera.

Precisamente por eso, un aprendizaje de este ciclo político tan incierto es que deberíamos ser más generosos con los que no comparten nuestro camino pero van en la misma dirección. Aprender a convivir, aceptar que convivan proyectos hermanos con mecánicas, ritmos y planteamientos hermanos. Es absolutamente necesario para un proyecto igualitario profundo y por eso factible.

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