Cultura

¿Para qué sirve leer? Una historia de la lectura entre nazis bibliófilos y pedagogos revolucionarios

Un lector con mascarilla en el metro de València, en el primer día de la fase 0 del desconfinamiento por la crisis del coronavirus.
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“El fascismo se cura leyendo” es una sentencia que ha alcanzado el rango de dicho popular. ¿Verdadero o falso? Joaquín Rodríguez, autor de La furia de la lectura (Tusquets), se resiste a contestar. Porque no hay una respuesta. “No es ni verdadero ni falso. Lo que intenta rebatir el libro es que eso se puede contestar fácilmente”, dice el autor a este periódico. Su ensayo, una especie de historia crítica de la lectura, no pretende únicamente celebrar los libros y sus posibilidades, sino preguntarse qué venden exactamente las campañas de promoción de la lectura cuando animan a los ciudadanos a leer, por qué fracasan con tanta frecuencia, por qué a menudo se desprecia a quienes no lo hacen y por qué una sociedad como la nuestra debería (o no) empeñarse en que sus ciudadanos adquieran esta capacidad. ¿Y entonces? ¿La lectura sirve o no sirve para combatir el fascismo? ¿Y qué tiene que ver esto con todo lo anterior?

La furia de la lectura se abre y se cierra con una paradoja. Abril de 1945: Jorge Semprún prepara su salida de Buchenwald, liberado por los aliados. Pretende llevarse tres libros de la biblioteca del campo, libros de Hegel, Nietzsche y Schelling. Son los únicos recuerdos que quiere llevarse de todo aquello. Finalmente no podrá hacerlo: un antiguo kapo-bibliotecario le reclama los ejemplares por megafonía; están a punto de abandonar el infierno, sí, pero hay que mantener el orden. El que sería ministro de Cultura le preguntaba al bibliotecario: “¿Harán falta libros como este, Anton, para la reeducación de los antiguos nazis?”. Semprún recordaría amargamente este episodio en su libro de memorias La escritura o la vida. Había muchos motivos para el horror, pero maldita sea, por qué no se quedaría con aquellos tres libros que tanto le podrían haber servido. “Al salir de esos escombros”, dice Rodríguez, “algunas personas creían que los libros podían ser los cimientos de la reconstrucción del género humano. Si ellos lo creían, cómo no vamos a hacerlo nosotros”.

Pero no eran los presos los únicos que creían en el poder de la lectura. Si esa biblioteca estaba allí, es porque los nazis habían considerado que esos mismos títulos serían una herramienta al servicio del Tercer Reich. Los libros eran para los nazis, escribe Joaquín Rodríguez, un “instrumento de remodelación de la conciencia”. Los 13.811 libros de Buchenwald no pretendían otorgar libertad a los presos e incentivar el pensamiento crítico, sino modelar sus espíritus en base a “la doctrina supremacista”. Goebbels era un gran lector, como lo fue Hitler, y el Gobierno nazi también organizaba campañas de fomento de la lectura —“Con el libro al pueblo” fue uno de sus lemas— y ferias del libro. También quemaban los jóvenes estudiantes nazis montones de libros, aquellos incluidos en un índice de libros prohibidos. Pero las imágenes de nazis lectores son menos frecuentes que las de nazis pirómanos de libros. “Yo entiendo que esto puede generar incomodidad”, admite el autor. “Pero esta paradoja nos dice mucho del asunto: para el régimen nazi, no todas las lecturas valen, solo valen aquellas en las que se vean reconocidos y que sean un refuerzo de sus propias ideas, porque no tienen intención de enfrentarse a ideas distintas de las suyas”. Una conclusión parcial: “La lectura es capaz de lo mejor y de lo peor, esa es la verdad, y no lo que nos enseñan en las campañas de promoción de la lectura: si lees, serás más inteligente, más empático, más alto y guapo. Pues no necesariamente”.

Leer para construir el mundo

Y si hay cierta resistencia a enfrentarse a la complejidad de la lectura es porque los propios intelectuales se han encargado de mitificar al libro. “La lectura y los libros están, a lo largo de la historia, asociados a los valores del humanismo, sobre todo porque una élite intelectual ha impuesto a los demás esa escala de valores”, defiende Rodríguez. Es lógico, explica, que quien vive de la lectura y tiene una relación especial con el libro, trate de establecer una condición particular como una general. “Es necesario que nuestra concepción de la lectura vaya más allá de los supuestos ideales humanistas, leer debe ser más que ese juego intelectual”, dice el autor, que en el libro expone los casos de estudio de Jean-Paul Sartre y G. K. Chesterton, bibliófilos que sufrieron al intentar conjugar la teoría aprendida en los libros con una realidad que se resistía a amoldarse a lo leído. Podrían considerarse Quijotes modernos, condenados por haber leído demasiadas historias de caballería. ¿Y qué es la lectura, sino una forma de obtención y almacenamiento del conocimiento? Ah, para esto Joaquín Rodríguez sí tiene una respuesta clara: “Un objeto de transformación de la realidad”.

Y aquí, La furia de la lectura se abraza a la figura del filósofo brasileño Paulo Freire, figura clave en la pedagogía crítica, y en su aventura en Santo Tomé y Príncipe, que tras lograr la independencia de Portugal se disponía a llevar a cabo un proyecto de alfabetización masiva. Freire despreciaba el aprendizaje de la lectura como la adquisición de una destreza meramente lingüística /la eme con la a, ma— que pudiera servir para ocupar un trabajo mejor. “La enseñanza de la lectura”, escribe Rodríguez, “debía convertirse en una herramienta para cambiar su propio mundo, para convertirlos en protagonistas y actores de su propia realidad”. Las primeras palabras que se enseñaban en el método ideado por Freire y sus colaboradores eran pueblo, bonito, salud, unidad, disciplina, trabajo. La alfabetización no era la adquisición de una destreza individual, sino una empresa colectiva o, en palabras de Rodríguez, una “prospección colectiva de lo que el futuro debería llegar a ser”. “Yo, a los eslóganes vacíos de las campañas de fomento de la lectura”, dice el autor, “preferiría los eslóganes de Paulo Freire: vamos a utilizar la lectura para leer el mundo y para reescribirlo, para entender nuestro pasado, para entender lo que somos”.

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"El canon genera no-lectores"no-lectores

Y Joaquín Rodríguez no cree que sea eso lo que se está haciendo, mayoritariamente, en las escuelas. Recuerda su propia educación, memorizando los títulos y autores de las grandes obras de la literatura española y copiando los pasajes que leía su profesor con voz monótona. No cree que la educación actual sea muy distinta: “Nos conformamos con establecer un canon literario y pretendemos que los alumnos lo reconozcan como algo valioso”. Y si no lo hacen, es les juzga negativamente. Algo tanto más injusto cuanto numerosos estudios demuestran que el factor que determina con más fiabilidad si un niño va a ser buen lector o no es el hecho de que lo sean sus padres, algo a su vez directamente ligado al nivel educativo y el nivel adquisitivo, una idea a la que Rodríguez dedica un capítulo del libro. “Imponer un canon literario no nos lleva a ninguna parte”, insiste, “debemos permitir a los alumnos que lo recreen, que lo transformen, que lo hagan suyo”. De la misma manera que Freire no defendía la alfabetización para poder ser capaces de leer a Shakespeare, sino para ser capaces de entender y transformar el mundo. “Solo de esa manera, si podemos hacer entender a los alumnos que la lectura es un instrumento de transformación de su propia realidad, es posible que tanto la lectura en sí como las obras les interese. El canon, sin más, genera no-lectores”. Esto puede chocar a los profesores enamorados, legítimamente, de las obras que deben hacer llegar a sus alumnos. Pero para ellos Rodríguez tiene una pregunta: ¿queremos que los adolescentes se lean a regañadientes el Quijote, o queremos que quieran leer?

La furia de la lectura encuentra una posible vía en los rincones marginales de la literatura: la fan fiction, un género habitualmente practicado por jóvenes —y mayoritariamente por mujeres— en el que los autores parten de sus obras favoritas para ampliarlas, contradecirlas o generar textos paralelos. Una fan fiction del Quijote invertiría, por ejemplo, los papeles de Sancho y el hidalgo, o escribiría la historia desde el punto de vista de Dulcinea, o imaginaría finales posibles para el dúo. La red WattPad, una de las más populares de este fenómeno, tiene 80 millones de usuarios. Y Rodríguez lo ve como un ejercicio de “aprendizaje autogestionado”. “Ahí no estamos juzgando ni el valor ni la calidad del texto en sí mismo, sino que de manera espontánea y natural hay millones de adolescentes apropiándose de textos de sus escritores favoritos, reelaborándolos y conociendo otros”. Si esto sucede, dice, es en parte porque aquí no está la figura del prescriptor adulto, ni la del canon. Se les permite encontrar sus propios intereses y comprender de qué manera las obras se relacionan con su propia vida. “Cuando yo era niño, los profesores nos trataban, como dice Paulo Freire, como cuentas bancarias o vasijas que llenar. ¿Qué adhesión vas a generar con eso?”, se pregunta. Pese a todo, él sigue creyendo en el potencial transformador de la lectura. Pero no de cualquier forma de lectura. “Si leer se concibe como un proceso mecánico de aprendizaje, o como un atesoramiento de conocimiento... entonces, ¿para qué sirve leer?”.

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