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'ETA. Del cese del terrorismo a la disolución'

'ETA. Del cese del terrorismo a la disolución'

Luis R. Aizpeolea

Luis R. Aizpeolea, uno de los mayores expertos en el terrorismo vasco, publicaETA. Del cese del terrorismo a la disolución (Ediciones Catarata), un análisis del proceso de disolución de la banda terrorista profundizando tanto en las interioridades y tensiones dentro del campo abertzale como en el papel de los gobiernos de Madrid y Vitoria. Licenciado en Ciencias Empresariales por la Universidad de Deusto, formó parte de la primera redacción de Egin y fue corresponsal político de El Diario Vasco. También ha sido el responsable de la sección de Nacional en El País y posteriormente corresponsal político en ese mismo periódico. 

infoLibre adelanta el prólogo de este libro:

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El historiador vasco Juan Pablo Fusi decía en una entrevista al diario El País que hoy vivimos la excitación del momento y lo ocurrido hace un mes, por importante que sea, deja de ser relevante. Una noticia arrasa la siguiente y no da respiro para reflexionar sobre lo sucedido. Es lo que ha ocurrido con el terrorismo, particularmente el de ETA, que fue el gran desafío de la Transición del que se derivaron otros, subrayaba el historiador.

Es verdad que los periodistas escribimos mucho sobre ETA y sobre el desafío soberanista en Euskadi al calor de los acontecimientos que generaban. Pero creo que los periodistas, y también los políticos, no hemos extraído todas las conclusiones sobre lo sucedido. Pienso, por ejemplo, que si los principales responsables políticos que han dirigido en la segunda década de este siglo el Ejecutivo central y la Generalitat catalana hubieran extraído conclusiones claras de lo sucedido con el desafío soberanista en Euskadi, en el que ETA jugó un papel clave, habrían evitado, al menos, algunos de los errores que cometieron. Asimismo, son aún muchos los periodistas que siguen repitiendo los tópicos dominantes sobre el final del terrorismo en la prensa conservadora.

Este libro narra lo sucedido en Euskadi entre el cese definitivo del terrorismo el 20 de octubre de 2011 y la disolución de ETA el 3 de mayo de 2018, incluida la repercusión de la crisis catalana, y señala asimismo algunos cambios sociales y políticos acaecidos en la comunidad que sufrió como ninguna otra el terrorismo durante cinco décadas, la tensión territorial con el Estado y una grave fractura interna. Hoy, tras una década sin terrorismo, ha aminorado sus viejas tensiones; ha subordinado la cuestión identitaria a los problemas reales de la ciudadanía; ha aumentado la conciencia de que Euskadi vivió una radicalidad artificial y su desafío más serio y de difícil resolución consiste en abordar una paz con memoria que impida que la historia se repita.

El 20 de octubre de 2011 ETA anunció el cese definitivo del terrorismo. Fue realmente el final de ETA, pero en aquellos momentos la gran preocupación ciudadana era asegurarlo, consolidarlo. El Gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero, que había gestionado dicho cese, sabía que aquel logro no estaba exento de riesgos porque en el mundo abertzale había disidencias sobre un cese de la violencia en el que ETA no había logrado contrapartidas políticas. No se descartaba una escisión.

Le sucedió Mariano Rajoy, que ganó las elecciones por mayoría absoluta justo un mes después, el 20 de noviembre. Zapatero pretendió convencer a Rajoy de que asegurara el desarme pendiente de ETA y abordara la situación de sus presos por la vía dialogada. Rajoy no le hizo caso. Suponía darle un giro de 180 grados a su política opositora al Gobierno de Zapatero, que hizo del rechazo al final dialogado del terrorismo una bandera, elevada a cuestión de principios democráticos.

Tampoco hizo caso a los líderes vascos del momento, el socialista Patxi López y el peneuvista Iñigo Urkullu, que le pidieron que activara la vía de reinserción de los presos etarras, con un acercamiento a cárceles vascas de los reclusos predispuestos a rechazar el terrorismo con el objetivo de aislar a los nostálgicos de la violencia, que contaban con un núcleo sólido en las prisiones.

Rajoy, en su libro Una España mejor, publicado en diciembre de 2019, se ufana de no haber atendido ninguno de aquellos consejos elevando su actitud, una vez más, a la categoría de los principios democráticos. Podía haber activado la reinserción de los presos proclives al rechazo del terrorismo sin necesidad de hablar con ETA y debilitar de ese modo a los nostálgicos de la violencia. Podía haber dado esa batalla. Pero tampoco quiso hacerlo-

La actitud de Rajoy no se explicaba por cuestión de principios sino por algo más sencillo y nada épico: su temor a la respuesta del sector más intransigente de su partido y de su apoyo mediático si tomaba alguna iniciativa sobre los presos de ETA. Ese temor estaba por encima de los riesgos de una posible escisión de ETA. Algunos de esos intransigentes hoy están en Vox. Rajoy se lo reconoció al lehendakari Urkullu, con quien mantuvo una relación fluida durante su mandato.

Hubo riesgos, pero, finalmente, hubo suerte y, pese a algunos atentados aislados, la disidencia de ETA no llegó a consumar ningún asesinato —a diferencia de la del IRA en Irlanda del Norte— y la organización armada terminó desarmándose y disolviéndose un año después mientras la disidencia estaba bajo mínimos. Tardó mucho, pero sucedió.

Pero el inmovilismo de Rajoy acarreó unas consecuencias más allá del riesgo que corrió al no neutralizar a la disidencia con medidas políticas. Una es evidente: la enorme desafección del Partido Popular en Euskadi. Para una abrumadora mayoría de vascos, el PP fue el partido que desde la oposición obstruyó el proceso dialogado del Gobierno de Zapatero con ETA. Después, en el Gobierno, con Rajoy como presidente, fue el partido del inmovilismo político cuando ETA había cesado el terrorismo. Su ejecutiva nacional destituyó a tres presidentes del PP vasco por discrepancias con su estrategia inmovilista; el último de ellos, Alfonso Alonso, con Pablo Casado al frente del partido, que desde la oposición al Gobierno de Sánchez vuelve a oponerse al ministro Grande-Marlaska cuando decide acercar presos de ETA a cárceles próximas a Euskadi y flexibilizar la política penitenciaria tras la disolución de la organización terrorista.

Otra consecuencia es que la disolución de ETA no ha tenido un reconocimiento oficial ni se ha solemnizado en las Cortes, pese a ser una victoria de la democracia frente al reto más grave de la Transición democrática española, el terrorismo. Rajoy sostiene también en su libro que estuvo pensando en dejar pasar la jornada de la disolución de ETA en silencio para quitarle importancia porque, además, no quería apuntarse ningún tanto, pero que, al final, su entorno le convenció de lo contrario pensando en las víctimas del terrorismo.

Las víctimas del terrorismo, aunque tardíamente, han tenido un reconocimiento de la democracia española. Pero Francia, por ejemplo, ante un fenómeno de una envergadura como la disolución de ETA, no hay duda de que lo hubiera solemnizado, condecorando a todos los policías que contribuyeron a ella, a sus resistentes, empezando por los concejales que aguantaron durante años los ataques, y hubiera cerrado la conmemoración con un acto especial en las Cortes subrayándolo como una conquista de la democracia.

El Gobierno del PP no lo hizo cuando ETA se disolvió. Es un partido proclive a la exhibición de banderas españolas, pero poco consistente a la hora de reafirmar las conquistas democráticas auténticas. Para ello hay que tener sentido de Estado y ha carecido de él en el tratamiento histórico del terrorismo vasco. Lo ha manejado en clave partidista desde que José María Aznar, siendo presidente del partido, decidiera sacar el terrorismo del consenso e introducirlo como un elemento más de la política de oposición. El reconocimiento a los resistentes es una asignatura pendiente de la democracia española.

Rajoy raya la impostura cuando alardea de que el desarme y la disolución de ETA llegaron sin haberse contaminado en conversaciones con la izquierda abertzale o la organización terrorista. Lo hicieron otros por él: el Gobierno francés y el autonómico vasco que lo mantuvieron puntualmente informado. Ambos gobiernos tuvieron que conversar con la Comisión Internacional de Verificación (CIV) y con la izquierda abertzale —conectados ambos con ETA— para conseguir que el proceso de desarme llegara a buen puerto en suelo francés. No obstante, Urkullu está agradecido a Rajoy por no haber obstruido el desarme, algo que podía haber sucedido si al frente del Gobierno del PP hubiera estado José María Aznar con sus actuales posiciones.

La izquierda abertzale repitió su juego habitual. ETA hizo la declaración del final del terrorismo el 20 de octubre de 2011 cuando Sortu, el grupo de Arnaldo Otegi y Rufi Etxeberria, se hizo con el control de su dirección. Pero en ese momento no controlaba todo el mundo abertzale. Había disidencias dentro de ETA y en las cárceles. Con el aval del cese del terrorismo, pretendía que el Gobierno y la dirección de ETA negociaran un acuerdo sobre desarme y presos que ni siquiera llegó a esbozarse.

Era obvio que ETA pretendía por la vía del diálogo difuminar su derrota pues el terrorismo había cesado sin lograr ninguno de sus objetivos políticos: el derecho a la autodeterminación y la fusión de Navarra y Euskadi. A lo máximo a lo que podía aspirar, con aval internacional, era a aliviar la situación de sus presos.

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Año y medio después del cese del terrorismo, Rajoy aclaró definitivamente que no habría proceso dialogado. Pero la izquierda abertzale y ETA siguieron confiando en que, dada la volatilidad política española, podía haber un cambio gubernamental que propiciase el final dialogado. Hasta 2016 no se convencieron de que esa etapa estaba agotada. También les costó varios años controlar las cárceles y convencer a una mayoría de presos que asumiera la legalidad penitenciaria. De este modo, retrasaron el desarme y disolución; sus presos fueron sus principales víctimas.

Fue un desarme unilateral, sin contrapartidas de ningún tipo, en el que colaboraron los gobiernos francés y autónomo vasco. El Gobierno de Rajoy no lo obstruyó. Hizo lo mismo que seis años antes, con el cese del terrorismo. No participó, pero lo validó. Los participantes —Zapatero en un caso y Urkullu en otro— se lo agradecieron porque otro líder más radical de la derecha lo podría haber bloqueado.

Hasta el final, ETA trató de camuflar su derrota con un escenario ilusorio. Entregó por mandato judicial su armamento en suelo francés a la policía y ante un pequeño grupo de gente que simbolizaba al "pueblo vasco". Unos meses después se disolvió sin reconocer la injusticia de sus 854 asesinatos.

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