Sin spoilers

'Gunda', vida de esta cerda

Fotograma de la película 'Gunda', dirigida por Viktor Kossakovsky.

Santiago Alonso (Insertos)

He aquí una idea expresada directa o indirectamente por varios etólogos: si existe un eslabón entre los animales y el auténtico hombre civilizado, ese es, precisamente, el que hemos representado nosotros, los miembros de la raza humana, durante los muchos milenios que llevamos de existencia. En varios sentidos, lo cierto es que nuestra relación con el mundo animal funciona como una vara de medir para saber qué grado de humanidad alcanzamos. Es decir, si nuestro problemático "hecho diferencial" nos aleja más o menos de la "animalidad", teniendo en cuenta dos factores: a) el trato (bueno, regular, malo y muy malo) que damos a los vertebrados superiores, aparte de comernos algunos de ellos; y b) los bienes, las alegrías y las desgracias que nos proporcionan y han resultado fundamentales para que pudiéramos escribir nuestra historia. Un ejemplo paradigmático de su importancia en el desarrollo de varias civilizaciones, antes de la revolución industrial, la representa el caballo.

También es curioso que, como si subyaciera un sentido de culpa, nos gusta mucho observar (y filmar) a los animales salvajes —lo demuestran la infinidad de documentales sobre naturaleza emitidos por la televisión—, pero ya un poco menos a los domésticos. Como mucho, tenemos cerca a nuestros queridos perros y gatos, a quienes, en el cada vez más estúpido mundo digital, se utiliza (subráyese esta última palabra) para infantilizadoras bobadas audiovisuales en redes sociales, y no para apreciar lo hermoso e interesante de su comportamiento. El resto de la fauna no llama nunca la atención, a excepción hecha de su presencia en relatos para niños y determinadas ficciones para adultos, alegorías y demás, pero esa es otra cuestión. Por eso una película como Gunda nos brinda la oportunidad de mirar hacia donde nunca miramos. Su protagonista, amén de la presencia de unas gallinas y un hato de vacas como personajes con papeles secundarios, es una cerda que cuida a sus lechones; el argumento, la vida en la granja. Ya solo por eso, el ruso Viktor Kossakovsky puede decir que ha rodado una película diferente. Y, además, su singularidad se completa al tratarse de un documental en el que, tal y como declaró el director Paul Thomas Anderson alabando la obra, podemos "sumergirnos", por su condición de primoroso ejercicio cinematográfico, que aúna el propósito observacional y un sorprendente pulso lírico.

'Pequeño país': ¿Quién puede explicar un genocidio a un niño?

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En la primera secuencia vemos la puerta de la cochinera y a un cerdo tumbado. ¿Le pasa algo? ¿Está enfermo? ¿Duerme acaso? Pronto lo descubrimos. Es hembra y madre, y estamos asistiendo al nacimiento de su camada y a la lactancia inaugural, con unos hijos que se pelean por un sitio en las ubres. Empieza la vida y se nos van a mostrar las primeras semanas de la familia porcina en otras tres largas secuencias; la siguiente, por ejemplo, consistirá en un paseo por el exterior, cuando ya han crecido un poco los cerditos. Y, entre estas, se intercalan un par de situaciones más, igualmente mínimas. En la primera, unas gallinas enjauladas son ¿devueltas? a un espacio al aire libre; en la segunda, unas vacas salen a la carrera de su establo para poder disfrutar de un prado, eso sí, vallado. La clave de que estas ideas se conviertan en argumento, reclamen nuestra atención y tengan un poderoso impacto estético se debe —más allá de la elegante fotografía en blanco y negro, la pericia técnica y la que en realidad suponemos una ardua planificación previa— al hecho de que generan una sensación de aproximación espontánea a los sujetos, sin la distancia científica habitual en las producciones de tema zoológico que conocemos.

La promoción de Gunda recalca que tanto Kossakovsky como uno de los productores, el actor Joaquin Phoenix, son veganos, dando así pie a un interesante debate para determinar hasta qué punto la cinta es, por decirlo de alguna manera, "militante". Parece evidente que no son casuales ciertas decisiones (las tres especies que aparecen representan tal vez la mayor fuente de proteína animal en la alimentación planetaria) ni sus pinceladas arcádicas, más propias de un ideal de ganadería sostenible, aunque también es cierto que tampoco se omite la crudeza de la naturaleza. Al inicio, por ejemplo, se muestra lo que puede suceder cuando hay exceso de recién nacidos en la camada. En cualquier caso, con independencia de filosofías personales y posibles cuestionamientos que nos hagamos la próxima vez que vayamos a hacer la compra, el gran valor del largometraje radica en cómo emociona un simple plano fijo de la protagonista bebiendo agua de lluvia o la triste escena final, rodada en un formidable plano secuencia. Eso, sin duda, nos hace un poco más humanos a los espectadores. Es algo que no puede decirse de todas las películas, máxime cuando, como en esta, el hombre no aparece en pantalla.

 

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