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Héroes

Luis y Maribel, el amor que ni el coronavirus ni el Alzheimer podrán apagar jamás

Luis y Maribel cuando eran jóvenes y en la actualidad.

Eva Baroja

Antes de cerrar la puerta de casa, Luis se palpa el bolsillo del pantalón en busca de su vieja cartera marrón. Sí, ahí está, y como siempre, por una de las esquinas, sobresale el borde, ya desgastado, de una fotografía en blanco y negro. Es un retrato de su esposa Maribel, que le envió cuando fue a hacer la mili a Bilbao en los años cincuenta: “La primera vez que la vi éramos unos adolescentes. Hacía teatro en misa, era una de las mejores”, cuenta mientras mira la fotografía que ella le envió para que no le olvidase. Ahora es Maribel quien no recuerda. Ni a Luis ni tampoco a la mujer de los ojos negros que le sonríe cada vez que abre la cartera. El Alzheimer lo borró casi todo y lo que quedó −las visitas, los paseos, las citas como cuando eran jóvenes− se lo ha llevado por delante una nueva enfermedad que es, aún si cabe, más virulenta y destructiva.

El covid-19 entró con fuerza en Autol, el pueblo de La Rioja que les vio nacer, enamorarse, trabajar duramente en el campo y formar una familia. La pandemia obligó a aislar la residencia municipal en la que desde hace un año vive Maribel junto a otros treinta y ocho ancianos, cada uno con su historia, su vida, su familia. De un día para otro, el mundo de Luis se puso patas arriba. El virus conseguía lo que no había podido conseguir el Alzheimer: separar a este matrimonio octogenario por primera vez en sesenta años. Desde que la ingresaron en la residencia, él no había faltado ni un solo día a su cita. Ahora lleva desde principios de marzo, cuando se desató la pandemia, sin poder verla.

Hasta entonces la esperaba nervioso, igual que cuando era un veinteañero impaciente que iba a buscarla a casa de sus padres, para llevarla al baile: “Llamo al telefonillo y les digo a las auxiliares el tiempo que hace fuera para que la abriguen más o menos”. Da igual que sea invierno o verano, que haga un sol abrasador o que esté jarreando. La cogía de la mano y se iban se iban a pasear cerca del río: “Siempre le hablo normal, como si estuviese bien y nada hubiese cambiado”.

La información desde dentro de la residencia llegaba con cuenta gotas los primeros días. Ante la falta de certezas, los hijos de Luis intentaron protegerle y le ocultaron que había algunos casos de coronavirus en el centro: “Mi padre tiene una cardiopatía severa y ha sufrido varios infartos, por lo que temíamos que la preocupación por nuestra madre y el estrés le pusiesen más nervioso de la cuenta”, dice su hijo César. Luis, sin embargo, se acabó enterando, por casualidad, de que el virus había entrado en la residencia. Y lo peor: de que se había llevado por delante la vida de once mayores.

En aquel momento, lo que le pedía el cuerpo era llevarse a Maribel de allí, pero no podía hacer nada. Únicamente permanecer en casa, dándole vueltas a la cabeza y esperando noticias. Durante días, fue incapaz de conciliar el sueño: “Me despertaba por las noches sudando y la veía ahí, junto a mí, aunque no sé muy bien si estaba soñando”. Ha pasado el confinamiento solo, como nunca en la vida había estado. Su único consuelo eran las llamadas de sus tres hijos y su mejor refugio los recuerdos compartidos con su mujer en un pasado ya demasiado lejano: “Fuimos muy felices. Siempre teníamos algún plan con la cuadrilla, alguna cena en la bodega, algún viaje”.

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Hace pocos días, recibió una llamada de la residencia: Maribel había dado negativo en la prueba del coronavirus e iba a permanecer en una planta junto al resto de residentes asintomáticos. La UME había entrado a desinfectarla. Era la mejor de las noticias pero él, que durante semanas ha sentido de cerca la soledad más absoluta, no puede dejar de pensar en cómo se encontrará Maribel allí dentro, encerrada en una habitación, sin paseos y sin su amor.

Por eso, llama todos los días para interesarse por su estado. Muchas veces las enfermeras se ponen el EPI, entran a su habitación y le pasan el teléfono, aunque ella apenas sea consciente de que su marido está al otro lado, Luis se queda más tranquilo. Aún así sigue preocupado y tiene “miedo de volver a verla y que ya no sea capaz de articular palabra o sea como un vegetal”. Estas navidades, el Alzheimer regalaba a Maribel pequeños momentos de lucidez que le permitían volver a ser la misma por unos instantes y arrancarse a cantar su bolero favorito, sin titubear, junto a su hijo mediano con la guitarra: Yo vendo unos ojos negros, ¿quién me los quiere comprar?.

Luis no sabe si podrá volver a escucharla entonar estos versos ni cuándo volverán a pasear juntos, pero, hasta que eso ocurra, no dejará de mirar dentro de su cartera. Allí, su mujer siempre le devuelve la sonrisa y le promete, desde el reverso de una imagen, desgastada por el amor y por el tiempo, que “cuando esta fotografía hable, mi corazón dejará de quererte”. Espero veros juntos de nuevo. Os quiero, abuelos.

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