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Héroes

De correr el Tour a llevar a pacientes a Ifema en su ambulancia: la carrera por la vida de Roberto

Roberto, durante sus dos etapas: como ciclista profesional y como conductor de ambulancias.

Eva Baroja

Todavía hoy no se puede olvidar de lo que le dijo aquel anciano, con los ojos vidriosos, cuando le sostenía los hombros al bajar de la ambulancia: “Hijo, ¿a dónde me has traído? Yo de aquí ya no salgo”. Para muchos enfermos, muertos de miedo, Roberto Torres era la última persona a la que veían antes de entrar en Ifema. En otra vida, este conductor de ambulancias se había enfrentado a un Tour, a un Giro y había corrido nueve veces la Vuelta Ciclista a España. Sin embargo, su puerto de montaña más difícil, el que le iba a exigir una mayor capacidad de resistencia, le esperaba años después, al volante de una ambulancia, con buzo blanco en lugar de maillot y en medio de una pandemia mundial.

Durante los días más duros de la crisis, cuando las muertes diarias rozaban el millar, Roberto recorría las calles de la capital de España trasladando a decenas de pacientes a Ifema desde hospitales cuyas Urgencias estaban a punto de desbordarse. Cada vez que se acercaba al gigantesco hospital de campaña, aminoraba la marcha de la ambulancia. Todo para que los cinco enfermos de coronavirus que llevaba detrás pudiesen mirar por la ventanilla hacia una acera por la que caminaban varias personas con bolsas de viaje en la mano. “Mirad, a ellos ya les han dado el alta. Vosotros también os vais a poner bien, se puede salir de aquí”, les decía, intentando tranquilizarles, muchas veces, en vano.

Durante once años dedicado a conducir ambulancias, oficio al que llegó después de ser ciclista profesional en los noventa, había conocido a enfermos de todo tipo, pero “jamás había visto esa mirada de pánico en sus ojos”. Estaban asustados, completamente solos, con la incertidumbre de no saber si podrían superar la enfermedad y si volverían a ver a sus seres queridos. Este hijo de emigrantes españoles, que nació hace cincuenta y seis años en la localidad francesa de Montpellier, podría haberse limitado a hacer bien su trabajo: llevar y traer enfermos, pero eso nunca entró en sus planes y siempre fue más allá.

Roberto Torres ganando una etapa en La Vuelta Ciclista España de 1992.

Desde el primer momento, se puso al servicio de aquellos que tenían la fortuna de subir a su ambulancia, entre todas las que deambulaban por el Madrid vacío y silencioso, casi fantasmagórico, de hace muy pocas semanas. Como la señora de setenta años que tras 20 días ingresada abandonaba el Hospital Universitario Rey Juan Carlos de Móstoles: “Me dijo que necesitaba ir a la farmacia pero que le habían dicho que no podía salir de casa. Vivía sola así que no me costaba nada ir a comprarle las medicinas”. O como aquel matrimonio de Villaviciosa que habían superado juntos la enfermedad y a los que ayudó a subir las maletas y a instalarse en su piso. “El hombre me dijo que, en cuanto abriesen el bar de abajo, me invitaba a una cerveza”, recuerda, con una media sonrisa.

Aunque la vuelta a casa de los curados, esa cifra a la que nos seguimos aferrando con esperanza, no fue siempre tan idílica. Muchas veces el reencuentro, él ha sido testigo de ello, era muy duro porque el coronavirus había cambiado todo: “Hice el traslado de un hombre al que acaban de dar el alta pero que había estado en la UCI y tenía que ir en silla de ruedas. Cuando llegamos arriba y su mujer abrió la puerta, se quedó muy impactada. Me preguntó que qué había pasado, que su marido se había ido de casa caminando. Es muy jodido, no sabes qué decirle”.

Sus amigos le definen como un “tipo duro”, con una gran resistencia física y mental que mantiene de aquella época en la que su vida consistía en pedalear y en ganar etapas de La Vuelta, pero incluso los tipos duros como él, en momentos así, pueden llegar a quebrarse. Le pasó cuando se enteró de la muerte de su compañero Antonio, con el que coincidía en los traslados a IFEMA: “El virus se lo llevó de un día para otro, se iba a jubilar en julio. En ese momento, te das cuenta del riesgo que estás asumiendo y de que también te puede pasar a ti”.

Porque, aunque es imposible reconocerle debajo de tantas capas: el buzo, la mascarilla FFP2, las calzas, la pantalla protectora y dos pares de guantes, vive con la tensión de que cualquier mínimo fallo pueda provocar que se contamine. Confiesa sin pudor que, a medida que avanza la mañana de trabajo, se le empieza a hacer un nudo en el estómago: “Pienso todo el rato en que pronto tengo que volver a casa y en que puedo llevar el virus encima y contagiar a mi mujer. Imagínate que ella llegase a fallecer porque yo he ido a trabajar y he cometido algún error sin darme cuenta. Es una responsabilidad muy grande, te deja muy tocado”. Roberto lleva desde que empezó todo sin ver a sus hijos y a sus tres nietas y no entiende por qué todavía a ellos no les han hecho ningún tipo de test: “Estoy cabreado porque veo que a los futbolistas les hacen pruebas y a nosotros que llevamos a personas contagiadas todos los días, no”.

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De todo lo que ha vivido durante estos dos últimos meses, que ha sido mucho, lo que más le ha sorprendido es cómo el virus ha conseguido unirnos como nunca y crear vínculos de la nada: “Era muy curioso. Veías a gente muy distinta haciéndose amiga en las salas de espera, gente que en otras circunstancias jamás habrías visto junta, como un chaval gitano y una señora mayor que tras pasar tres días juntos en Urgencias del Gregorio Marañón pidieron que, por favor, no les separasen”.

En ciclismo, explica, “siempre decimos que el único sitio en el que se hacen amigos es en la grupeta”, el grupo de los que van al final del todo y los que peor lo están pasando. A muchos lo único que les queda es el aliento de familiares, amigos, vecinos y gente como Roberto… Porque, al final, todos formamos parte de una grupeta que seguro, más pronto que tarde y unida, puede cruzar victoriosa la línea de meta.

Roberto Torres en la actualidad

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