Héroes

Teo Lázaro, corredor veterano de los sanfermines: “Este año también me visto de blanco y rojo porque hay que celebrar la vida”

Eva Baroja

Bajando por la Cuesta de Santo Domingo, hoy casi desierta, y absorto en sus pensamientos, levanta la mirada hacia la pequeña hornacina en la que descansa San Fermín. Teo Lázaro (46) lleva treinta años corriendo los encierros de forma ininterrumpida y por primera vez, no podrá cantarle al santo aquello de “nos guíe en el encierro” ni pedirle una “bendición” que a él le ha acompañado siempre, incluso en los momentos más difíciles de su vida. La pandemia se ha llevado por delante a su tía, a la que esta semana, por fin, podrán despedirla en una misa funeral. Después de tanto dolor y aunque las fiestas están canceladas, Teo se sigue vistiendo, estos días, de rojo y de blanco porque ante todo “hay que celebrar la vida”.

Además del pañuelico y la faja, este veterano corredor, detrás del que se esconde un asesor financiero, lleva una mascarilla a juego, que es el símbolo más elocuente de que este año nada es igual. Es 9 de julio y si la pandemia no hubiese arramblado con todo, en las calles de Pamplona se escucharían txarangas y estarían abarrotadas de turistas. Hoy, sin embargo, se encuentran completamente desnudas: sin vallados, sin jolgorio, sin gigantes y cabezudos, sin vida. El coronavirus les ha privado de la libertad de abrazarse, juntarse, disfrutar y emocionarse sin miedo en la que para ellos es la mejor semana del año: “A nivel emocional, ha sido un mazazo porque la mayoría de habitantes de Pamplona tenemos un sentimiento muy arraigado hacia San Fermín”. Esto cuesta aún más a los que, como Teo, viven por y para los encierros. Aunque lleva tiempo mentalizándose, le cuesta creer que este año no vaya a sentir en la piel el silencio sepulcral que inunda el Casco Antiguo unos segundos antes de que los toros salgan con fiereza de un corral, que hoy está vacío. “A partir del último cántico es como si San Fermín intercediese y todo el miedo que tienes se esfumase de golpe. Es algo casi místico. Correr el encierro es un chute de vida infinito, una vez lo pruebas no lo puedes dejar nunca”, explica.

La primera vez que experimentó esa sensación, apenas levantaba dos palmos del suelo. Tenía solo siete años y en aquella época, todavía se celebraba el encierro txiki, en el que se soltaban becerras para que los niños que ya soñaban con convertirse en corredores pudiesen emular a los mayores. Su pasión se fue gestando a la sombra de la colosal Plaza de Toros y bajo el atento ejemplo de sus hermanos mayores. Una década después, cuando todavía no había cumplido la mayoría de edad y sin avisar a sus padres, se tiró a la calle Estafeta en día del último encierro y se convirtió en uno más entre la multitud de “locos valientes” que esperan con impaciencia la llegada de los astados: “Cuando vi el primer toro de Miura a mi lado, me pareció inmenso”. Ese catorce de julio de principios de los noventa fue un antes y un después.

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Desde entonces, no ha faltado ni una sola vez a su cita, ni siquiera cuando estaba recién operado de un cáncer de testículos y su cuerpo había sufrido el hondo desgaste de la quimioterapia. Durante la enfermedad, Teo le pidió a San Fermín que le ayudase y le echase un “capotico”, aunque el mejor apoyo fue la eterna compañía de su madre, Gloria, que no se separó de él ni un momento: “Abría los ojos a las siete y media de la mañana y ella ya estaba junto a mi cama en el hospital, sentada, a oscuras, esperando a que me despertase. Un día escuché que comentaba con mi tío: “Toda la vida diciéndole a Teo que dejara de correr el encierro y casi se lo lleva el cáncer por delante”, recuerda emocionado. Ella, que a lo largo de muchos años ha tenido que soportar la angustia de ver cómo sus tres hijos arriesgaban su vida ante los toros, es para Teo la verdadera heroína.

Este donostiarra, que también es el mánager de forma desinteresada de Motxila 21, un grupo de rock formado por músicos con Síndrome de Down, es capaz de recordar cada fecha y explicar cada carrera con una exactitud pasmosa. Como aquella vez en la que armándose de valor, consiguió romper la camiseta de un amigo que estaba colgado del pitón de un toro, liberándole y salvándole la vida. Ha sentido la muerte de cerca, en el cáncer y en cada encierro, pero es en lo segundo, delante de un Miura, un Jandilla o un Cebada Gago dónde más vivo se ha sentido siempre.

Hace una semana, se marchaba a Salamanca junto a otros cuarenta compañeros para correr un encierro en el campo como forma alternativa de celebración, pero reconoce que “aunque ha sido una experiencia extraordinaria, lógicamente no es lo mismo”. Ahora, espera con ansia la llegada del momento más mágico e intenso del año: cuando la manada le alcanza cada mañana a la altura de la Calle Mercaderes, iluminada por el contraluz de los primeros rayos de la mañana. Eso será en 2021. Hasta entonces, solo le queda vivir de los recuerdos y seguir confiando en San Fermín. Ya falta menos.

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