Héroes

Agustín López, superviviente en los campos de concentración de Franco: “No les guardo rencor pero nunca se olvida”

Eva Baroja

En la fachada de la iglesia de Santa Cruz del Retamar, al norte de Toledo, una placa de hormigón recuerda a los “héroes” del bando nacional caídos en la guerra civil. Sin embargo, en ningún lugar hay un homenaje para aquellos que, como Agustín López, sufrieron la represión más cruenta del franquismo, la de la tortura en unos campos de concentración que dejaron una herida imborrable a los que tuvieron la fortuna de sobrevivir a ellos. Agustín ha pasado media vida sin hablar, tardó mucho tiempo en contárselo a su hijo. Quizás por miedo, quizás por vergüenza. Hoy tiene cien años y, sentado junto a un olivo en el patio de la casa de su pueblo, el mismo del que tuvo que huir con su familia en el 36, es capaz de narrar con una lucidez pasmosa su paso por el campo de concentración de Sigüenza, en Guadalajara.

Cuando estalló la guerra y le llamaron para luchar en el frente republicano, solo era un adolescente que pasaba los días ayudando a su familia en el campo para traer dinero a casa: “Nos conocían como la quinta del chupete porque éramos muy niños y fuimos la última que reclutaron para el Ejército”. A él, que ni siquiera había tenido la oportunidad de ir al colegio, le obligaron a madurar a golpe de trinchera, pólvora y sangre. “Estaba en una vaguada con los demás soldados jugando a las cartas y, de repente, nos cayó un mortero a solo dos metros de donde estábamos. Si llega a explotar, nos hubiese matado. Vi morir a mucha gente”, recuerda con tristeza. La pesadilla, lejos de aplacarse con el fin de la guerra, acababa de empezar.

Volvió del frente siendo ya un hombre y tuvo que entregarse. Su “único delito” era haber estado afiliado a la UGT: “Era muy joven y no tenía ni idea de política, pero mi padre me había metido en el sindicato para formar parte de la bolsa de trabajo y que me llamasen para ir a segar”. Tras pasar por varios campos de concentración en Madrid y Miranda de Ebro, fue destinado al de Sigüenza, un 17 de enero de 1942. “Aquel primer día, nos mandaron ir a por leña y cuando estábamos volviendo, unas mujeres salieron a un balcón y nos empezaron a insultar y a llamar cerdos”. Allí, él y el resto de prisioneros, se dedicaron a reconstruir la estación y las vías del tren destrozadas por la guerra civil, con un pico y una pala como únicas herramientas.

Frío, hambre y miedo

Agustín tiene grabadas tres sensaciones que eran una constante durante los ocho eternos meses que pasó en Sigüenza: el frío, el hambre y el miedo. Tal y como explica Carlos Hernández en su libro Los campos de concentración de Franco , por ellos pasaron entre 700.000 y un millón de españoles que sufrieron todo tipo de torturas físicas. Los prisioneros estaban permanentemente vigilados por escoltas que no les quitaban ojo, “estaban deseosos de vengarse y pegaban sin ton ni son”, comenta Agustín. Sus ojos, detrás de unas gafas de pasta, se humedecen cuando recuerda los castigos y cómo las palizas siempre las daban delante de todos: “Una vez, cuando estábamos en las vías, un compañero robó una pescadilla de un tren que iba muy despacio. El escolta le pisó la cabeza y acabó en el hospital”.

Dormían hacinados en el suelo sobre unas esterillas de esparto, y en las noches más crudas de invierno, les levantaban y les ponían a formar horas y horas de pie sin moverse. Sin embargo, lo peor, para Agustín, era el hambre: “Nos daban un café que estaba hecho de algarrobas y era de todo menos café. Después, para comer, nos volvían a poner cuatro algarrobas con un poco de repollo y las cenas, ni las recuerdo”. Su padre le mandaba cinco duros todos los meses con los que podía mitigar un poco el hambre y comprarse una naranja o una barra de pan, pero no todos los prisioneros tenían esa suerte: “Había muchos a los que no les mandaban nada y acaban muriendo de hambre, veías los esqueletos”.

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El amor siempre gana al odio

Después de los meses de confinamiento que, aunque no se note a simple vista, dice han hecho mella en él, Agustín ha pasado el verano en el pueblo, junto a su mujer, Victorina, de noventa y nueve años. Todos los días, tras regar los árboles del patio, acude a media mañana a una cita ineludible con sus amigos, muchos de los cuales eran niños cuando él ya había vivido demasiado. “Jamás creí que nos fuesen a hacer las injusticias que nos hicieron, pero nunca quise saber quién me había denunciado. Aunque me hayan hecho mal los abuelos de los que hay ahora, no les guardo rencor”. Y vuelve a repetir muy despacio estas últimas cuatro palabras por si no hubiese quedado claro: “No les guardo rencor”.

A él, que sus primeros años de vida los había pasado en una choza en medio del monte, en El Escorial, porque su padre era carbonero, le arrebataron un día la libertad de la forma más despiadada. Cuando, por fin, salió de Sigüenza, intentó construir su vida de cero, pasar página y dejar el dolor en el pasado. Encontró trabajo en una fábrica de papel en el barrio de Acacias de Madrid y consiguió formar una familia con Victorina, su eterno pilar y de la que lleva ocho décadas enamorándose. Solo hace unos años, animado por su nieta y su hijo José María, decidió escribir sus memorias en un pequeño libro para que su testimonio, como el de tantos otros que nacieron en un tiempo equivocado, no desparezca nunca de la historia: “Se aprende a vivir con ello, pero olvidarse, nunca se olvida”.

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