Ideas Propias

Deberes, ¿sólo para la izquierda?

Javier de Lucas Ideas Propias

Es una norma elemental de cortesía para con el lector explicar el propio punto de partida cuando se va a terciar en un debate y a falta de ideas originales propias, lo haré, me disculpo, a la manera usual de los profesores: recomendando algunas lecturas. Comenzaré por reconocer que me cuento entre los que son –somos– tan antiguos que seguimos considerando básicamente válida, casi 30 años después, la propuesta que ofreció Bobbio en un conocido ensayo publicado en 1994, sobre el significado de la distinción entre izquierda y derecha (Destra e sinistra. Ragioni e significati di una distinzione política).

En esas páginas tomaba nota de lo que calificaba como “constantes repiques de muerte” sobre la distinción, calificada como un anacronismo ya en los 90. Vamos, que los certificados de defunción de esa vieja forma de hacer política que se presentaban como novedad en las plazas de aquel 15 M de 2011, tenían poco de originales. Pero no es mi propósito contribuir a la literatura que se ha producido en torno a este aniversario, para establecer cuánto y en qué ha cambiado nuestra visión de la política y de los políticos. Sólo trato de apuntar algo sobre los deberes pendientes que la izquierda no ha sabido o podido afrontar, aceptando que, como señalara Bobbio, más allá de las necesarias matizaciones y actualizaciones, la dicotomía no obedece a cajas vacías –o significantes vacíos, que algunos prefieren decir–, porque el reto de la igualdad (o de la igual libertad) es la tarea que, según el iusfilósofo italiano, marca eso que llamamos izquierda.

Sucede que el deber de volver a pensar la política, para ajustarla a las necesidades y demandas reales de los ciudadanos y a las amenazas, retos y oportunidades que caracterizan lo que, sin exageración, puede considerarse un punto de inflexión civilizatorio, no parece una tarea exclusiva de eso que llamamos izquierda, término que prefiero al vergonzante de “progresismo”, hoy herido de muerte ante los males que aquejan a buena parte de los elementos definitorios de un progreso que tiene poco que ver con el objetivo al que se encaminaría la humanidad, en la célebre requisitoria de Kant, y demasiado con un modelo depredador cuyos resultados han quedado justamente estigmatizados en los estudios que nos hablan del antropocenoresponsabilidad de crear valores como tarea política. Y, por cierto, en su sentido más genuino, que no como instrumento de la denominada batalla por la hegemonía cultural

Lamentablemente, esa tarea, como digo, es otro de esos asuntos que parece haber pasado lamentablemente del terreno de la estrategia al de la mera táctica y eso me obliga a añadir otra precisión de cortesía: cuando hablo de esa responsabilidad como un deber exigible y pendiente, no es para echar un cuarto a espadas a la tesis de la superioridad moral de la izquierda. Pero sí estoy convencido de algo que subrayaba la economista Mariana Mazzucato en una entrevista reciente, al hilo de sus dos últimos libros y, en particular, del segundo, No desaprovechemos esta crisis, que reúne alguno de sus ensayos más políticos. Quien leyera sólo el titular de la entrevista (“La izquierda se ha vuelto perezosa”) podría pensar que Mazzucato propinaba una cura de humildad a una izquierda que, en línea con el tópico que machaca otra defunción íticos>–la de la vieja socialdemocracia europea, incapaz de despertar de su letargo o de la caducidad de su proyectoíticos>– parecería sestear en la administración del poder, allí donde pena por mantenerlo. En realidad, en un tuit que publicó la misma entrevistada, criticaba el gancho publicitario de ese titular y explicaba que su propósito era más bien pedir de la izquierda un esfuerzo en la innovación, en la producción de nuevos valores e ideas, y por eso sus tesis se centran en la íticos>predistribución, más que sólo en la redistribución.

Insisto en que ese esfuerzo de producción de nuevas ideas se puede y debe exigir de cualquiera que hoy pretenda tomar la política en serio. Eso, por cierto, no es tarea sólo de economistas, politólogos o matemáticos e informáticos dispuestos a encontrar los algoritmos que algunos se empeñan en convertir en el nuevo grial de la política. Modestamente, recordaré que, para transformar la realidad, para poder gestionarla eficazmente, es preciso primero saber interpretarla (comprender el propio tiempo gracias al pensamiento, decía Hegel de la tarea de la filosofía) y, en segundo término, proponer programas y objetivos de gestión que puedan superar un juicio de aceptabilidad. En el contexto de nuestras democracias y por perfectibles que todas sean, eso quiere decir que tales propuestas deben responder a las necesidades y demandas que exigen los ciudadanos, los sujetos del juicio de aceptabilidad que al lector avisado le habrá evocado aquello de la democracia como conversación y negociación, una modalidad menos ideal de la pura democracia deliberativa, sólo al alcance de la ensoñación –o pesadilla– de una sociedad de filósofos.

Recordaré dos condiciones obvias de ese juicio de aceptabilidad propio de la democracia de conversación y negociación. La primera es que los sujetos que deben ejercer ese juicio, los ciudadanos, estén bien formados e informados: no hay democracia sin un pueblo educado, que decía Giner. Y no la hay, como advirtieron los padres fundadores de la democracia norteamericana, sin pluralismo informativo. Respecto a lo primero, habrá otras ocasiones para hablar sobre lo que a mi juicio es una preocupante tendencia actual, la subversión del modelo de educación como paideia y su sustitución progresiva por una capacitación profesional, orientada a lo que necesite el mercado. En relación a la condición de libertad de prensa e información baste repetir lo evidente: parece cada vez más difícil de garantizar, ante la actual evolución de los mecanismos de mercado global que han concentrado los esfuerzos del capitalismo financiero pro construir oligopolios mediáticos, que extienden su poder de manipulación de la opinión pública gracias a su dominio de las TIC –y en particular, a esa genialidad de haber convertido nuestros datos en la principal mercancía, que manejan gracias otra vez a los algoritmos–. Crece el riesgo de que, por mucha que sea la información que circule, los ciudadanos sean sólo consumidores que periódicamente se ven distraídos de esa satisfacción consumista por el molesto requerimiento de emitir un voto respecto a programas que le prometen todo, para desentenderse de los compromisos al día siguiente de la elección, algo que ya criticara Rousseau en un pasaje célebre de su Contrato Social («El pueblo inglés cree ser libre, pero se equivoca; sólo lo es durante la elección de los miembros del Parlamento; una vez elegidos, se convierte en esclavo, no es nada»). Eso no lleva a descartar la democracia representativa, pero sí a exigir una segunda condición de la democracia de conversación y negociación, esto es, la existencia de mecanismos que refuercen la participación de los ciudadanos en dos momentos: primero, en el debate y decisión sobre tales objetivos (lo que siempre es más fácil en la política municipal, aunque no se haya pasado todavía del experimento de los presupuestos participativos). Además, en el momento de exigir de modo efectivo y en tiempo razonable la rendición de cuentas, sin que esa accountability se reduzca al ejercicio del voto ni a la vigilancia que ejercen los tribunales, mecanismos irrenunciables. La innovación en la búsqueda de una efectiva rendición de cuentas que no se someta ad calendas graecas propia tantas veces del ritmo de los tribunales de justicia, o hasta la próxima elección, ha sido objeto de interesantes aportaciones que nos han llegado, por cierto, de esa América Latina que ha funcionado como laboratorio de innovación política en no pocos aspectos, pese a que sea denostada con los dicterios de bolivariana o populista.

En todo caso, el cumplimiento de esas condiciones facilita, pero no asegura, la tarea de innovación política. Eso exige, vuelvo a insistir, una disposición al análisis que lleva consigo a su vez la disposición y capacidad de cambio para saber adaptarse y si no anticipar, sí dar respuesta a los desafíos –amenazas y oportunidades– a los que hacemos frente hoy. Y aquí es donde, a mi juicio, exigir un plus a la izquierda sí tiene sentido, en caso de que, como creo, tenga sentido que sigamos hablando de izquierda. El plus de estar atento a las condiciones que marcan hoy para tantos millones de personas, para tantos grupos, su situación de desventaja, que les sitúa en peores condiciones para afrontar esas amenazas y oportunidades. Para afrontar, por ejemplo, la sindemia, esto es, las consecuencias sociales, económicas y políticas derivadas de la pandemia y de su gestión que, como ha señalado con acierto Manuel Cruz, potencian el virus social más poderoso que conocemos, junto a la ignorancia: el virus del miedo. Para afrontar las transformaciones y esfuerzos que nos exige el desafío del cambio climático en nuestro modo de vida, en la forma de garantizar nuestras necesidades y expectativas.

Estado de derecho, política migratoria y razón de Estado en Ceuta

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La tarea de la izquierda tiene sentido si se tiene claro el objetivo, pues, como parece que señalara Séneca, para quien no sabe hacia dónde quiere ir, nunca hay viento favorable. Y la izquierda debe renovarse y desarrollar esa capacidad de invención para asegurar ese objetivo que es su signo de identidad: vencer la desigualdad y el miedo, el temor fundado de no poder alcanzar una vida digna, de poder caer, quedar atrás en cualquier momento, si no el de no poder salir jamás de ese no lugar en el que nacieron. Esto es, para saber actuar sobre la necesidad de predistribución, que obliga a otras respuestas en términos de redistribución y reconocimiento, como por ejemplo ha explicado pedagógicamente en este artículo Pau Marí-Klose. El objetivo debe ser que todas esas personas que se encuentran en situación de desventaja inicial por razón de género, edad, opción sexual o creencias, por haber nacido o habitar en países que sufren el flagelo de la guerra, de la persecución, de las hambrunas o del desastre climático, por pertenecer a ese mundo rural y cada vez más desatendido, por no estar alfabetizados, o no ser beneficiarios (o clientes) de las innovaciones tecnológicas, en suma, por todos los viejos y los nuevos factores de discriminación, obtengan garantías efectivas para que la vieja y persistente desigualdad no sea su fatal destino.

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Javier de Lucas es catedrático de Filosofía del Derecho y Filosofía Política en el Instituto de Derechos Humanos de la Universidad de Valencia y senador del PSOE por València.

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