Ideas Propias

Marx y la nostalgia

Jorge Lago Ideas Propias.

Hace unos días un grupo de estudiantes universitarios organizados en torno a la revista de pensamiento político y cultural La Trivial (¡qué importante es que en la universidad siga vivo el tejido asociativo!) me pidieron que participara en una mesa redonda bajo el título Marx, hoy. Tras darle más de una vuelta a la cuestión de la posible actualidad de la obra y la figura de Marx, a qué sentido tiene hoy hacerse esta pregunta y cuál podría ser la respuesta, decidí plantear en la charla que no solo hay una lectura contemporánea de Marx aún fértil, sino que es especialmente apropiada para combatir el clima que, a izquierda tanto como a derecha, lleva a los discursos y los afectos políticos actuales a un repliegue conservador o nostálgico, ese que anhela alguna forma de tiempo pasado –real o imaginario– capaz de proporcionar seguridad y certezas frente a un presente carente de horizontes de futuro.

Lo hice sosteniendo una posible lectura de Marx como pensador de la libertad moderna. Propuse, sí, que antes y por encima de centrar su obra en una búsqueda de la igualdad, la justicia social o material, incluso antes de reducirlo al aguerrido deseo de fundar una sociedad nueva, puede ser pertinente leer hoy a Marx como un pensador sobre la posibilidad misma de la libertad moderna. El interés de esta lectura no es el de rescatar y reivindicar nostálgicamente lo que Marx propuso como forma posible o necesaria de la libertad, ni menos aún defender una lectura cierta de Marx frente a otras, sino atender a las contradicciones y las tensiones que es inevitable enfrentar para pensar la libertad sin acabar arruinándola o negándola, sin hipotecarla a otras metas u objetivos políticos. Es esta lectura de Marx la que me parece aún posible, acaso inevitable. Intentaré en lo que sigue explicar por qué.

Creo que podemos considerar a Marx como un autor que sienta las bases para pensar el origen y las condiciones de posibilidad de lo que Constant definió como la libertad de los modernos, esa que fundamentará todo el pensamiento y el discurso liberal. La libertad negativa de Isahia Berlin, la libertad privada pensada como la no interferencia del Estado y el poder de la ley en la vida y las elecciones de los individuos. Pero a la vez que sitúa las condiciones sociales, lógicas e históricas que permiten entender el surgimiento de esa libertad, Marx analiza cómo queda necesariamente suspendida, cortocircuitada o negada. Una libertad, la moderna, que se anula o socava a sí misma.

¿Qué explicaría el surgimiento de esta libertad? Un desgarro o una separación, la que rompe toda forma de unidad o vinculación necesaria entre el sujeto, el conjunto de sujetos, y el orden social. Los modernos habríamos dejado de ocupar un lugar necesario, predeterminado, en el orden de la sociedad, a diferencia de premodernos o precapitalistas, para los que su lugar y destino en el mundo quedaban predeterminados, definidos de una vez por todas antes incluso de su nacimiento. Los modernos seríamos libres porque separados de toda forma de comunidad, libres en tanto que arrojados al mundo.

¿Cómo nombra Marx este desgarro histórico? Como la separación entre el trabajo y la fuerza de trabajo: somos y nos hacemos en la medida en que podemos encontrar y ocupar un espacio social –un trabajo– que ni nos pertenece, ni nos define por completo y para siempre. El yo deja de estar confundido con la comunidad, el espacio social que ocupa no le está fijado de antemano, ese sujeto no es necesariamente nada antes de nacer, su futuro, es decir, su identidad, está abierta, puede virtualmente ser esto o aquello. Pero, a la vez, esta separación explica su misma negación: la necesaria vinculación de aquello que ha quedado separado. El trabajo, el salario, la venta de lo que Marx nombra como una propiedad del sujeto, su fuerza o capacidad de trabajo, van a componer la forma de una nueva relación social general y, con ella, de una nueva forma de dominación, que Marx llamará explotación.

La separación moderna de sujeto y orden social no solo permite entender la forma posible y a la vez negada de la libertad, sino el hecho no menos fundamental de que los dos polos de esa relación, actividades productivas y poblaciones, evolucionen y se transformen de forma autónoma, inaugurando una nueva dinámica temporal caracterizada por una aceleración inédita del tiempo histórico. Es esa revolución permanente de la sociedad por la que todo lo sólido acaba desvaneciéndose necesariamente en el aire: aumento sin precedentes de la productividad, de la riqueza, del saber y la innovación, también de la formación y los saberes de las poblaciones, de la apertura de sus itinerarios y horizontes de vida… Sí, toda una visión entusiasta de la modernidad capitalista que recorre y atraviesa la obra de Marx, pero acompañada siempre de su oscuro correlato, el de sus condiciones históricas de posibilidad y las modalidades de su reproducción en el tiempo: el desgarro que supone para las poblaciones verse separadas de sus estructuras comunitarias y tradicionales de vida, la violencia con la que se ejerció y ejerce permanentemente este proceso, el miedo, la incertidumbre, la desigualdad...

Reducir a Marx, como suele ser habitual, a una de estas dos caras del capitalismo, a la sola crítica sin piedad de la modernidad (la violencia, el desgarro, la desigualdad y la destrucción de toda forma sólida de vida en común), o a la alabanza desmedida de la potencia revolucionaria del capitalismo (el progreso, la abundancia, el abandono del idiotismo comunitario y la apertura de los horizontes de vida), es despojarle de la ambivalencia constitutiva que atraviesa toda su obra.

En cualquier caso, el diagnóstico de esta ambivalente separación moderna nos lleva inmediatamente a la pregunta por las modalidades de su vinculación, es decir, las formas por las que el conjunto de los espacios sociales (llamémoslo espacios productivos) y el conjunto de los sujetos (llamémoslos trabajadores) acaban encontrándose, reuniéndose de nuevo. Nombrar e identificar esta forma de relación social general es, creo, lo que Marx intenta atrapar con su teoría del valor, que no es una teoría contable de los precios de las mercancías ni de las formas de su producción y distribución, sino un ambicioso proyecto intelectual y político para capturar el movimiento de conjunto que produce la sociedad moderna al comparar, producir y distribuir sujetos, actividades y mercancías. ¿Qué criterios de justicia para esta comparación, reparto y asignación de actividades y sujetos, cómo determinar las jerarquías que produce, quién produce qué y cómo se reparte el resultado de esa producción, quién ocupa unos lugares sociales y quién otros, y en base a qué criterios o valores, qué fundamenta, en suma, esa nueva forma de vinculación de las poblaciones al orden de la sociedad que es el trabajo asalariado, el dinero y la mercancía? ¿Y, por supuesto, qué formas de dominación genera, qué estructuras de poder engendra y cómo anulan la promesa de libertad que contenía en origen? Esa es, creo, la gran apuesta teórica de Marx, que se puede o no compartir, aceptar sus conclusiones o rechazarlas, corregirlas o negarlas, pero no creo que pueda –y deba– ser ignorada.

Así que podemos, no sin cierta simplificación, identificar la preocupación central de Marx, y seguramente también de cualquier pensamiento político emancipador, en cómo responde al problema de esta libertad moderna que se niega a sí misma, es decir, a qué hacer con la separación entre el trabajo y la fuerza de trabajo que está transformando el mundo, abriendo el futuro a una inmensa promesa de posibilidades aún no realizadas pero, al mismo tiempo, negando violentamente esa potencia y esa promesa para la mayoría de la población, y haciendo así de la libertad un mero horizonte sin realización presente, cuando no un espejismo.

¿Volvemos a unir lo separado, buscando la forma social que permita que la actividad productiva le “vuelva” a pertenecer a los sujetos, si es que alguna vez les perteneció? ¿Regulamos o gobernamos esa separación, haciendo que los sujetos sean propietarios no ya de su actividad productiva, sino del estatuto de empleo que tienen, haciendo del trabajo asalariado aquello que nos dota de identidad social y política al tiempo que nos define? ¿O ampliamos esa separación todavía más, hasta romperla incluso, para superar el trabajo asalariado tanto como fuente de realización personal como de identidad colectiva?

Tres posibilidades en forma de respuesta que van a recorrer las interpretaciones de Marx y el destino mismo de la izquierda: unir lo separado, gobernar y estabilizar la separación, o radicalizarla como sinónimo y promesa de una ampliación misma de los márgenes de la libertad moderna.

La primera respuesta podríamos calificarla como el modo nostálgico de la unidad perdida. Atraviesa a buena parte de las interpretaciones de Marx y la tradición del movimiento obrero: se trataría de volver a unir lo separado, reivindicar y recuperar la fusión que habría operado entre los sujetos y su lugar en el mundo, localizada en la misma actividad laboral, productiva, transformadora de la naturaleza: realizarse mediante el trabajo entendido como una actividad o una práctica humana universal. Luchar, claro, contra las formas de división del trabajo que la alienan, y pensar el futuro como una suerte de precapitalismo renovado en el que volveríamos a ser libres en tanto que liberados de esa alienación a la que nos subyuga el trabajo moderno. El modelo que sostiene esta imaginación nostálgica es el de una suerte de asociación de productores libres, el objetivo de su crítica no otro que la división del trabajo y las formas de alienación que genera, y el fundamento del orden social aquel que piensa la libertad como la realización del sujeto en tanto que homo faber.

La segunda respuesta apuesta por gobernar y estabilizar la separación tal y como se presenta históricamente. Se trata del modo contraactualista: fijar al individuo, al conjunto de individuos, a sus empleos: la universalización y aseguración del trabajo asalariado, la unión estable y duradera entre el trabajador y su empleo como condición de posibilidad de la libertad política. Ya no se trata de pensar la realización del sujeto mediante la actividad productiva que realiza, sino a través del acceso a la vida social que le proporciona su estatuto laboral. Fijar los tiempos de vida a los tiempos de la producción social, y concebir al sujeto como propietario de una mercancía que intercambia por un lugar en el mundo que le dota de identidad y sentido. Socialdemocracia y estalinismo compartieron, a pesar de sus inmensas diferencias, este referente último.

Pero ambos modelos, nostálgico y contraactualista, adolecen, al menos, de tres problemas irresolubles. En primer lugar, ambos acaban negando las formas de libertad que la modernidad permitía pensar mientras cerraba la posibilidad de su realización. Bien se hipoteca la libertad mediante la búsqueda de la seguridad material y de un orden temporal estable, repetitivo y previsible, el que proporcionaría el empleo regulado y la consiguiente fijación de los tiempos de vida a los tiempos del trabajo asalariado y el consumo; bien queda anulada por una suerte de metafísica productivista que reduciría la libertad y la realización de los sujetos al perímetro de la actividad entendida como producción material. En segundo lugar, ambos modelos se topan con un problema suplementario y no menor: el de su imposible universalización, el hecho tozudo de que no son formas generalizables al conjunto de la población, pues necesariamente excluyen y subordinan a capas sociales cada vez más amplias: ni toda actividad productiva puede pensarse desde el modelo autorrealizante de la unidad entre el sujeto y su actividad laboral, ni parece posible, más allá de que sea o no deseable, proporcionar un empleo remunerado al conjunto de la población. Por último y tercer lugar, ambos modelos generan, o son en cualquier caso deudores, de profundas jerarquías sociales y de formas de desigualdad que no están en condiciones de combatir, y que son en todo caso incompatibles con cualquier idea de libertad, individual o colectiva.

Creo que una razón poderosa para entender la parálisis o crisis de las izquierdas durante las últimas tres o cuatro décadas estriba en que, en distintos grados y de forma más o menos consciente o explícita, su imaginación sigue presa de ambos modelos, confundidos ya en una suerte de nostalgia de un pasado que nunca fue: aquel en el que nos realizábamos mediante una actividad productiva cuya regulación estatal ordenaba al conjunto de la población mediante su asignación a un trabajo asalariado. La nostalgia del modelo fordista propio de los Estados de bienestar.

Por eso creo pertinente señalar una tercera lectura de Marx, aquella que no busca volver a unir lo separado, confiando en que tras esa fusión se encuentra la realización libre de los sujetos, pero tampoco confía la libertad y la igualdad en la fijación de una vez por todas de los tiempos y los horizontes de vida a los estatutos de empleo, universalizando así el trabajo asalariado como fuente de la identidad y como forma de relación social general. Esta tercera lectura aboga, en cambio, por el Marx que acepta y busca más bien radicalizar esa separación entre el sujeto y el trabajo, y lo hace tomándose muy en serio la promesa moderna de libertad que esta separación contiene. Es un Marx que no cede a la pulsión de suspender la libertad mediante cualquier forma de nostalgia de modos de vida pasados o idealizados.

Esta tercera línea de lectura hace del tiempo liberado de la producción un pilar posible y deseable tanto del orden social como de la libertad individual o, dicho al revés: no busca la realización de los sujetos, tampoco la seguridad imprescindible para llevar a cabo la idea de vida buena que decidan, ni en el mero espacio productivo (el trabajo concreto, como lo llamaba Marx) ni en una suerte de contrato que intercambia tiempo de vida por salario (eso que Marx nombraba como trabajo abstracto). Una vida liberada de la necesidad, que hace de la separación moderna entre sujetos y espacios sociales la condición de posibilidad de una efectiva libertad. Marx imaginó este tercer modo de responder a la pregunta por la libertad desde un claro optimismo tecnológico y productivo: cada vez tendríamos que dedicar menos tiempo a producir y reproducir el mundo material, la ciencia y la tecnología permitirían liberarnos de la férrea necesidad, haciendo así posible una construcción de sí libre, de individuos capaces de elegir sus propias formas de realización, así como de desterrar el miedo de nuestros horizontes de vida. Una vida más allá de la producción y el trabajo asalariado. Una sociedad orientada, por tanto, al tiempo liberado, al tiempo libre.

Hoy sabemos que ese optimismo tecnológico y esta imagen de un futuro de abundancia no solo choca con los límites ecológicos del planeta, sino que se ha traducido en formas de desigualdad inéditas, en la expulsión, para capas cada vez más numerosas de la población, de la producción y el trabajo. Cada vez menos trabajo disponible y, sin embargo, cada vez más gobernados y dominados por la necesidad azarosa de encontrarlo. Cada vez, pues, más liberados del trabajo y más sometidos a su necesidad. Es esta paradoja la que, creo, debemos resolver hoy, mediante fórmulas que no eran en absoluto ajenas a la tradición marxista y socialista: reparto y reducción drástica del tiempo de trabajo, conquista y apropiación del tiempo de no trabajo, aseguración universal de los tiempos de vida mediante rentas e ingresos garantizados, posibilitados por el inmenso crecimiento de la productividad y de la riqueza, pero no, claro, por su control y distribución democráticas.

El Marx que piensa de forma profundamente ambivalente el presente, el que mira con optimismo al futuro porque se toma en serio las posibilidades de libertad que contiene, pero que está lejos de ignorar a su vez cómo las cortocircuita y anula, es el Marx que me parece hoy más útil y necesario. Y no solo porque nos vacuna de la tentación nostálgica, sino porque nos proporciona herramientas para enfrentar algo mejor las razones de la sempiterna crisis de la izquierda. Esa que, al menos desde finales de los años 60, nos sitúa siempre en posiciones defensivas, incapaces de imaginar, y anticipar así, el futuro.

En defensa del populismo… o el caso 'Arnaldo'

Para estar en condiciones de afrontar esta crisis –aunque esta es otra historia y esta columna se está haciendo ya larga– habría que entender el triunfo del neoliberalismo como resultado de su capacidad para responder, de forma más eficaz que la izquierda, a la pregunta por la separación entre trabajos y poblaciones, es decir, la pregunta por la libertad moderna. Que la respuesta neoliberal, y el mundo que inaugura con ella, haya sido atroz no debería hacernos olvidar que frente a la imaginación nostálgica de la izquierda, atrapada en el productivismo y en un orden temporal tan asegurado como repetitivo e incluso asfixiante, al tiempo que incapaz de generalizarse al conjunto de la población, el neoliberalismo (con su retórica del hacerse a sí mismo, la invención constante de formas de estar en el mundo, la apertura de los horizontes de vida, la fuga de la repetición, la capacidad de elegir y elegirse) supo responder a un deseo de libertad que, a partir sobre todo de finales de los años 60 del pasado siglo, requería de esta tercera lectura de Marx para ser respondido con eficacia desde las izquierdas.

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Jorge Lago estudió Sociología en Madrid, París y Bruselas. Ha sido investigador en la Complutense y el CNRS francés, y es hoy profesor de Teoría Política Contemporánea en la UC3M, además de editor de Lengua de Trapo.Jorge Lago

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