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El beso de Klimt más allá del 'merchandising': de un gesto de amor 'sacro' al cabreo de la Iglesia

Gustav Klimt se paseaba por su estudio vienés en túnica. A su alrededor, lienzos, paletas, pinceles, pinturas… y mujeres. Así lo explica la historiadora del arte Sara Rubayo: “Las pintaba, las retrataba y a algunas también las amaba”. Parece indiscutible que Klimt poseía una personalidad excéntrica. Tuvo tres hijos legítimos y, a su muerte, hasta 14 mujeres reclamaron para sus respectivos retoños la paternidad del pintor. Cuatro se probaron.

Klimt vivía con su madre y sus hermanas solteras, pintaba cuadros que traían de cabeza a la burguesía de la época –que los consideraba, en muchas ocasiones, feos– y tenía una clara inclinación a pintar escenas sexuales. Sin embargo, al simbolista no se le recuerda por su vida algo peculiar ni por su excentricidad. Se le recuerda, en cambio, por ser el autor de una de las obras más importantes de toda la Historia del Arte, además de una producción global de extraordinario valor. Con El beso (1907-1908), Klimt se reconcilió con la élite de la capital austríaca, que aprobó el lienzo, y se enemistó todavía más con la Iglesia, a la que no gustó que Gustav elevara un acto de amor, como es un beso, a la categoría de sagrado.

El beso de Klimt más allá del merchandising: de un gesto de amor sacro al cabreo de la Iglesia

El éxito que cosechó con El beso le vino a Klimt como agua de mayo. “Estaba inmerso en una considerable crisis emocional y económica”, apunta Rubayo. “Hacía poco tiempo”, continúa, “había realizado un trabajo para la Universidad de Viena que no había gustado en absoluto”. El beso, en cambio, suscitó una admiración tan rotunda que el Gobierno vienés se apresuró en comprarlo incluso antes de que estuviera terminado del todo. Solo la Iglesia puso pegas. Esto es porque Klimt utilizó para su cuadro dos técnicas que, hasta la fecha, tal y como explica la historiadora, eran prácticamente exclusivas del arte religioso. Por un lado, usa el denominado pan de oro, unas finas láminas de oro y de plata de las que se había quedado prendado tras contemplarlas en su viaje a Rávena, Italia. Por otro, el gran fondo neutro que presenta la pintura “también es una técnica que se ponía en práctica para ejemplificar la grandeza de Dios”. Con todo, la comunidad religiosa no quedó conforme con el trabajo de Klimt, aunque eso no empañó de ningún modo el triunfo y la fama del cuadro.

“Es una obra misteriosa”, comenta Rubayo: “Todos creemos saber qué es lo que estamos viendo, pero, en realidad, no tenemos ni idea”. Para empezar, no está claro quiénes son los dos protagonistas de la escena. Si bien hay un cierto acuerdo entre los expertos acerca de que el hombre es el propio Klimt, en cuanto a la mujer hay serias dudas. Algunos dicen que se trata de Emilie Flöge, una famosa diseñadora de la época y amiga del artista. Otros identifican al personaje femenino con Adele Bloch-Bauer, una más que probable amante de Klimt que ya había posado para él en otros retratos. Por último, también hay quien ve en la mujer a Red Hilda, una modelo habitual en los cuadros del pintor. “Era conocido por todos la predilección de Klimt por las pelirrojas”, bromea Rubayo. En todo caso, el misterio de El beso empieza con sus personajes, pero ni mucho menos termina con ellos. “Hay que tener en cuenta”, recuerda, “que es una obra simbolista”.

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Un beso difícil de clasificar

Como en cualquier obra simbolista, nada de lo que incluyó Klimt en la composición es baladí ni casual. Dicho de otro modo, todo tiene un sentido. Sin ir más lejos, todas las formas geométricas que el artista incluye en la túnica del hombre son rectangulares –recordando al género masculinos–, mientras que las que dibuja en la ropa de ella son circulares, en alusión al género femenino. Por otra parte, está la cara de ella. Entorno a eso hay debate. “¿Es un beso consentido o no lo es?”, se pregunta la historiadora. Rubayo se fija en el gesto del rostro de la mujer y lanza una pregunta que, hoy por hoy, no tiene respuesta. Ni que decir tiene, por otro lado, que el cuadro es enigmático también en su misión. La escena del beso debería de ser optimista, algo así como el triunfo del amor. No obstante, “muchos historiadores consideran el hecho de situar a la pareja en el extremo de una línea ascendente que se quiebra en una especie de abismo una metáfora de la inestabilidad de las relaciones de pareja”.

En suma, Klimt resurgió de sus cenizas con una obra tan bella como misteriosa. Gozó de aceptación en el mismo momento en que la presentó y su proyección no ha hecho sino crecer hasta la actualidad. Hoy por hoy, incluso ha traspasado la frontera de lo mainstream, siendo uno de los cuadros más estampados en camisetas, tazas, cojines y todo tipo de ‘merchandising’. Aquel hombre excéntrico terminó por pintar un cuadro que gusta a todo el mundo, pero que nadie puede terminar de comprender del todo porque, para ello, tendrían que estar en la cabeza del propio Klimt y eso, por el momento, es imposible.

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