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Javier Gurruchaga: “Tenemos políticos tan mediocres que confunden los debates con el gallinero, el griterío y el insulto”

María Granizo Yagüe

Tiene los ojos demasiado grandes para no ver la estupidez humana. Demasiado claros para que no le haga daño. Demasiada formación para no retar a quienes fomentan la regresión cultural. Demasiada ironía e inteligencia para no ser capaz de reírse de sí mismo y de quienes creen que hay que poner límites al humor como puertas al campo. Demasiada timidez para no vencerla dejando los escenarios. Y suficientes años, sesenta y dos, como para no renunciar a seguir alzando su voz contra los prejuicios a través del disparate exquisito de su música y de su otro yo: la Orquesta Mondragón.

Fue hijo único pero siempre le importaron los otros. Por eso, comenzó a cantar rodeado de más gente. Primero como monaguillo pero, como no entendía por qué su madre se mataba a trabajar para la burguesía donostiarra y no llegaba a ganar ni dos duros, cuestionó la justicia divina y decidió alzar su voz fuera de los altares. El régimen franquista apartó a su padre, tíos y abuelos de sus trabajos de ferroviarios, y “les depuraron” conduciéndoles, cuatro años, a un campo de trabajos forzosos y a la miseria el resto de sus días. Él sólo tuvo un tren de juguete, tan usado que apenas le duró unas horas. Por eso, siempre soñó Viajar con nosotros.Viajar con nosotros.

La necesidad también le llevó a trabajar a un banco a los que ahora no entra ni para atracar. Tampoco le hace falta. Honrado e infatigable, ha recorrido miles de kilómetros y sudado muchos conciertos pero la única ambición de la que sabe su ser es la de coleccionar libros leídos, antigüedades y objetos fetiches que hablan de lo mejor del ser humano: de sensibilidad y de cultura. Un guion impreso de Ginger y Fred, en el que Fellini le estampó su autógrafo, es una de sus mayores joyas.

Hipocondríaco, urbanita, filósofo de carrera y de vocación, goloso y rendido a las croquetas, se declara amante de la vida y pone a la suya la banda sonora de Amarcord. Sin embargo, el gran amor de su juventud no le correspondió y desde entonces no dio más oportunidad a Cupido. Pero lo que le pone malo es “el payaso con tics neonazis, hortera y disparatado, que me da miedo: Trump”. También “el mal nacional, la envidia” y, sobre todo, los políticos “sin capacidad de oratoria que confunden el gallinero, el griterío y los insultos, con los grandes debates” y que hacen que corran, como cantaban los Golpes Bajos, “malos tiempos para la lírica” y “falte libertad para expresarnos. En política no hay un Mick Jagger, un Lennon, un Elvis. Estamos en Serie B”.

Definitivamente, Javier Gurruchaga no eligió vivir en la madrileña calle de La Libertad por casualidad.

Un niño que creció con 'conciencia de clase'

Con ocho apellidos vascos, tímido, irreverente, educado y descarado comenzó a escribir su historia en plena Guerra Fría. El mundo celebraba la genialidad de Chuck Berry a ritmo del Sweet Little Sixteen que los Beach Boys quisieron plagiar. En Múnich se estrellaba el avión en el que viajaba el equipo de fútbol Manchester United y moría casi toda su plantilla. Mientras, bajo el imperio del apartheid, en EE.UU otra aerolínea contrataba a la primera mujer afroestadounidense como azafata aunque la carrera sólo le duró seis meses porque estaba prohibido que las auxiliares de vuelo se casaran. En Liverpool, Paul McCartney acababa de presentar a John Lennon, ambos integrantes de The Quarrymen, a su amigo quinceañero George Harrison. Y en la España del primer franquismo agonizaba la política económica autárquica, se publicaba la primera aventura de Mortadelo y Filemón, y el Ministerio de Fomento ordenaba que todos los vehículos motorizados debían llevar, en carretera, un espejo retrovisor. Era febrero de 1958.

En una humilde casa, cercana a La Concha y lejos de la vivienda de la estación de tren de Zumaia de la que les expulsó el régimen franquista, Antonia, cocinera, y Vicente, un ferroviario “depurado” por sus ideas y obligado a subsistir trasladando bidones de aceite industrial, tuvieron a su primer y único hijo: Ignacio Javier Gurruchaga Iriarte, un niño de ojos tan saltones y azules como las rebeldes aguas del Cantábrico. Con un cociente intelectual y dotes para la escena por encima de la media de los que dejó constancia primero en las escuelas públicas de Amara, “donde había fotos de Franco, no se podía hablar euskera y se obligaba a levantar el brazo con el Cara al sol”, y después en el donostiarra Colegio de los Ángeles, a Javi, como le llamaba su madre, siempre le fascinó la música. Debutó “con cuatro añitos, en casa, cantando un villancico en euskera. ¡Me regalaron unas chocolatinas y aquello me gustó!”. Poco después se estrenó frente a un público más amplio: “Con doce años presentando espectáculos para niños y haciendo imitaciones en la biblioteca municipal”. También como monaguillo pero, más que el alabaré, a aquel crío le fascinaban las canciones de The Beatles y fantaseaba sus propias creaciones de cabaret rockero escuchando a Lou Reed, a Elton John y a Iggy Pop.

De monaguillo y botones a la fascinación por el cabaret

Aquella magia de adolescente soñador se quedaba cada día aparcada cuando se imponía la realidad que le obligaba a pasar horas eternas vistiendo el uniforme de botones del Banco de San Sebastián para aliviar la maltrecha economía familiar: “De mi paso por allí sólo aprendí la puntualidad y el aburrimiento. Pero pagaba con mi trabajo mis estudios. Mis padres no podían”.

Su afán por leer, su “conciencia de clase”, de pertenecer “a una familia a la que les quitaron su casa, su trabajo y sus sueños”, y su desconcierto por un mundo lleno de contradicciones le condujo a la universidad para estudiar Filosofía y Letras, y buscando lo positivo de lo negativo, aprendió de un subteniente del Ejército a tocar el saxo durante la mili: “Yo quería ser artista. Mi madre que fuese txistulari. Estudié música, txistu, acordeón, pero me cautivó el saxofón. El día que murió Franco, yo estaba ensayando jazz. Lo vi por la tele y seguí tocando alto”.

Entregado a la música, al teatro y al mundo sin prejuicios del cabaret, Gurruchaga decidió poner nombre de locos a quienes, con él al frente, renunciaban a un trabajo “formal, estable y de hombres de buen provecho” por la vocación que impulsaba sus vidas. En aquellos años setenta, los guipuzcoanos asociaban Mondragón con el edificio del antiguo balneario de Santa Águeda que, tras el asesinato de Cánovas del Castillo, se había reconvertido en un famoso sanatorio psiquiátrico. Enviar a alguien a aquella localidad era equivalente a llamarle trastornado. Así, como elogio a la locura, nació hace cuarenta y cuatro años la Orquesta Mondragón.

Viaje con nosotros para corear 'cantos de libertad'Viaje con nosotros para corear 'cantos de libertad'

El padre del hombre que nos canta desde hace décadas que la ciudad donde vive “es el mapa de la soledad” siempre fue aficionado a los toros. Su empeño porque su hijo también disfrutara de la fiesta nacional no surtió efecto. El del Corazón de Neón siempre cerró los ojos en las corridas. Él prefería alimentar sus oídos y su corazón saltando del jazz de Ella Fitzgerald, al perfecto epílogo de los cuatro Beatles con nombre de Abbey Road, pasando por los primeros acordes del Polvo de Estrellas de Bowie y meciéndose, como sigue haciendo ahora, con la sinfonía que Shostakóvich dedicó a Leningrado. Sin embargo, forzado a ir al coso del Chofre, sólo disfrutaba el momento en que amenizaban la tensión de la tarde el Bombero Torero y sus enanos, “lo pasaba pipa”. Por eso, con su gran amigo Popotxo Ayestarán, los incorporó a la troupe de su banda: “Empecé con la Orquesta Mondragón justo al morir Franco. Fue en un programa de radio y ya se abría la censura”. En aquel 1976, animándonos a Ponernos la Peluca y a cantar a su Muñeca Hinchable, “lo que en los últimos tiempos ya no hago porque nos empeñamos en que todo tiene que ser muy blanco, correcto”, grabaron su primer álbum. Fue el inicio del camino en el que, durante cuarenta y cuatro años, no han dejado de invitarnos a viajar con ellos y “a disfrutar de las hermosas historias que les vamos a contar”.

El showman que igual nos advierte que Anda Suelto Satanás como pone voz al Maestro Raya en Buscando a Dory, por más que entone “soy yo tu lobo”, el amor le convirtió en cordero: “Perdí la cabeza y quince kilos” por la pasión no correspondida de una misteriosa actriz que le rompió el corazón para siempre. Trató de reconstruirlo con otro tipo de relaciones y pidiendo ya “sólo” a la vida “salud, trabajo y amistad”. El amor de pareja lo dejó para otros y bajo disfraces, sombreros, maquillaje y pelucas, aparcó también el pudor para enriquecer su música con la parodia: “Mis canciones son cantos de libertad”.

Icono de nuestra posmodernidad

Con 18 años, se transformó, sobre un escenario, en Margaret Thatcher. Poniéndola frente al espejo de la imitación y de la burla denunció la mano de hierro con la que la primera ministra británica hizo que llovieran piedras sobre la clase media de su país. Además de en el ojo ajeno, Gurruchaga también ha sabido ver la paja en el propio. Parodió, en la radio, a Elena Francis. Y en 1978, con el estreno de nuestra Constitución, llegó a Madrid para pisar la tarima de salas de conciertos, escenarios de teatros, cine y televisión. Desde entonces, quien nos ha invitado a corear que Ellos las prefieren gordas ha hecho que el humor sea siempre fundamental en su manera de presentarse ante el público. Pero también para denunciar con histrionismo la incomprensible atalaya de poder en la que situamos a “estos fantasmas como Trump y otros políticos innombrables que los tenemos a la vuelta de la esquina”.

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Culto, mitómano y cinéfilo, Gurruchaga se rinde, una y otra vez, al esperpento y al costumbrismo de las cintas de Fellini, al Ser o No Ser convertido en comedia por el maestro Lubitsch, pero también al cine negro que crea Fritz Lang en Los Sobornados. Su gran inquietud cultural ha llevado al donostiarra, enamorado de las urbes, a cruzar fronteras para asistir a estrenos musicales y cinematográficos. También para buscar objetos vinculados a sus cintas favoritas. La caprichosa casualidad le llevó entre fotografías y carteles de Anna Magnani a darse de bruces, en una librería romana, con su realizador fetiche, el mismísimo Federico Fellini. Añorando años de creatividad televisiva como los de su ochentera Bola de Cristal y de westerns policíacos como Jim West, le dejamos en su madrileño “templo del bien y del mal”. Mientras no desaparezca del todo la pandemia, allí continuará viajando entre los libros, discos y cachivaches con sabor a historia cultural que convirtieron a su casa en escenario del testamento del maestro Berlanga en París-Tombuctú.

El líder de la orquesta menos convencional del mundo despide su PlayListmientras acaricia la portada de La marcha Radetzky, la novela del periodista Joseph Roth que ha terminado de releer: “Es un libro maravilloso que describe el desmoronamiento de una familia, del imperio de los Habsburgo a través de tres generaciones de la familia Von Trotta cuyo destino parece ligado al del monarca; se desmorona todo. ¡Quién sabe si nos va a pasar lo mismo!”.

Suena su teléfono y cita a García Márquez: “Lo que más admiro de mis amigos es que me llamen sin ningún motivo”. Nos lanza un beso. Mientras, confirmamos que por más que Javier Gurruchaga saque sus Garras humanas para comenzar todos sus conciertos y entone, desde hace casi cuatro décadas, la letra que compuso con Sabina y Tony Carmona, ni con gafas oscuras ni con camisa de gánster, aloja ningún corazón de cemento ni ningún corazón de hormigón. El de neón sí le sigue entonando como nadie.neón

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