Conflicto palestino-israelí

Likud-Hamás: la guerra de los monstruos

Un edificio destruido durante un ataque aéreo israelí en la ciudad de Gaza, este 18 de julio.

El uno no tiene futuro sin el otro y viceversa. El partido israelí de derechas, el Likud, y los palestinos de Hamás vuelven a librar un conflicto armado. En realidad, están juntos, ávidos por sacar un rédito político del ardor guerrero que han desencadenado en la Franja de Gaza. Esta nueva guerra, la cuarta en ocho años, ha vuelto a poner en evidencia una vez más los nuevos ritmos del conflicto árabe-israelí. Aproximadamente cada dos años, hace falta un conflictohace falta, en el que cada una de las partes –derecha israelí y radicales palestinos– se regeneren y recuperen la legitimidad obtenida o perdida durante el periodo precedente.

En este conflicto, no está en juego la seguridad de Israel, le guste o no a Benjamín Netanyahu. Sus objetivos son otros: reparar la coalición gubernamental inestable que tuvo que formar el año pasado con la extrema derecha radical; impedir la reanudación de las negociaciones de paz, que fracasaron hace dos meses pese al activismo de John Kerry; mostrar la aplastante superioridad militar israelí en un momento en el que EEUU continúa explorando nuevas vías de normalización con Irán.

Hamás se niega a poner en marcha la gran batalla final contra Israel. Los objetivos son más pragmáticos: imponerse como el único actor político en Gaza, frente a su adversario, la Yihad Islámica; cohesionar a la opinión palestina en un momento en que su popularidad está en caída libre en Gaza y cuando ha debido formar, presionado, un Gobierno palestino de unidad nacional con su archienemigo Al Fatah; obtener de Egipto la reapertura de la frontera en Rafah, incluso de determinados túneles de aprovisionamiento.

En mayor o menos grado, los objetivos de la derecha israelí y del movimiento radical islamista eran los mismos... en 2006, en 2008-2009 y en 2012, cuando se produjeron los conflictos precedentes. Y cada uno de estos objetivos se alcanzaron, confirmando a los radicales y extremistas de uno y otro bando, como actores cuasi exclusivos del panorama regional. De hecho, es un logro de Netanyahu que la izquierda israelí no cuente ya con representación política desde hace muchos años. De modo que él mismo se ha presentado como el “moderado”, frente a una extrema derecha que quiere que los ataques sean ¡aún más virulentos! Es un logro de Hamás que la Autoridad Palestina sea un muerto viviente, lo mismo que su presidente Mahmud Abás. Del mismo modo, la solución de “los dos Estados”, que viven en paz en fronteras reconocidas, no es sino un mantra que se repite en las cancillerías occidentales sin que nadie se lo crea.

Por tanto, los llamamientos a la “calma” o a un alto el fuego de la comunidad internacional son solo palabras huecas, ya que estos dos socios tienen –de momento– intereses vitales que defender. El próximo alto el fuego quedará determinado por el alcance de los logros políticos obtenidos por cada uno de los bandos. En una tribuna reciente publicada en Mediapart, Leïla Seurat, investigadora asociada en el CERI (Centro de Estudios Internacionales e Investigación), hablaba de la “convergencia de intereses” de ambas fuerzas. Una lástima por los palestinos de Gaza, víctimas de los bombardeos de Israel, que el pasado día 16 de julio provocaron al menos 207 muertos y 1.250 heridos.

Pero estos intereses compartidos, donde impera el cinismo homicida y donde los civiles son rehenes, no bastan para situar al mismo nivel a los dos protagonistas. Porque la derecha israelí, en el poder desde hace 15 años –primero con Ariel Sharon, después con Ehud Ólmert y actualmente con Benjamin Netanyahu– ha sabido construir con una coherencia digna de mención una estrategia que presenta a Israel como omnipotente y, por ende, con una responsabilidad total.

El conflicto árabe-israelí ya no es el conflicto “asimétrico” del que se ha hablado tanto, en el que los palestinos respondían con intifadas o con una concatenación de atentados muy desestabilizadores a la potencia de las fuerzas de defensa de Israel. Desde la construcción del muro en Cisjordania (“el cierre de seguridad”), la instalación de un muro antimisiles para proteger de los cohetes lanzados desde Gaza y el recurso intensivo a los drones para atentar contra objetivos concretos, el aparato de seguridad israelí, que aglutina a reservistas y al Ejército, tiene una potencia sin parangón, lo que proporciona un gran margen de maniobra al Gobierno. Eso es exactamente lo que está tratando de hacer Israel en Gaza, demostrar que su Ejército ataca donde quiere y cuando quiere, con la intensidad que desea y sin temer auténticas represalias letales.

De forma paralela, mientras se edificaba semejante supremacía militar aplastante, Netanyahu ha perseguido de forma reiterada la política puesta en marcha en 2001 por Ariel Sharon. Sharon comprendió enseguida los benefecios que podía obtener de Hamás a la hora de marginar a Yasser Arafar –al que declaró “fuera de juego” en diciembre de 2001–, Al Fatah y a la Autoridad Palestina. Favoreció sistemáticamente y de forma indirecta que el movimiento radical lograse mayor importancia como vía para fracturar el Movimiento Nacional Palestino y desacreditar las negociaciones de paz anheladas en todo momento por EEUU.

La retirada de Israel de la Franja de Gaza en 2005, fue ideada en términos muy políticos por Sharon. Sabía perfectamente el peso de Hamás en este territorio y era consciente con ello de que dos poderes palestinos rivales iban a surgir rápidamente, uno en Ramala, el otro en Gaza. La empresa israelí de destrucción sistemática de los servicios de seguridad palestinos, la transformación de Cisjordania en guetos cuadriculados con cientos de check points iban a convertirse en argumentos enarbolados por Hamás para descalificar a la Autoridad Palestina, controlada por Al Fatah.

Calendario diplomático

Las elecciones legislativas palestinas de 2006, que le dieron la victoria a Hamás, así como el golpe del movimiento militar radical que alcanzó el poder en Gaza, en junio de 2007, han supuesto la consagración de estas políticas. Aparecía así un nuevo escenario que todavía permite al poder israelí decir: “Para negociar, es necesario un interlocutor...” Como organización terrorista, Hamás no puede serlo, y en cuanto a la Autoridad Palestina, su agonía hace imposible un acuerdo serio. Se trata de un círculo vicioso y un statu quo organizado en el que solo Israel sale vencedor.

“Desde el momento en que las dos partes no son iguales, la negociación no puede llegar a buen puerto. Soy muy pesimista ante el hecho de que se puedan encontrar soluciones, más allá del statu quo y de pequeños apaños”, explicaba a Mediapart, hace unos días, el investigador Jean-François Legrain en una entrevista.

El norteamericano Denis Ross, antiguo negociador y durante un tiempo consejero de Obama, comparte la mismo opinión: “Actualmente, la perspectiva de alcanzar un acuerdo de paz que resuelva la cuestión fronteriza, la cuestión relativa a la seguridad, a las colonias, los refugiados y Jerusalén es nula” (su análisis está disponible en el Washington Post). Exactamente lo que quieren la derecha israelí y el movimiento islamista.

Sin embargo, la suerte de casi dos millones de habitantes de Gaza está en juego. Esta urgencia, reconocida por la comunidad internacional, dura... casi veinte años, así como los primeros embargos y prohibiciones de circular por otros territorios que ha impuesto Israel. Su retirada del territorio palestino en 2005 no cambia nada. El poder israelí sigue siendo considerado con arreglo al derecho internacional y Naciones Unidas como el ocupante de Gaza y por tanto responsable primero de la suerte de su población. Porque aunque haya retirado soldados y a colonos, el Gobierno israelí sigue controlando todos aquello que hace posible que este territorio siga existiendo: las redes de comunicación, la energía, el aprovisionamiento, las aguas territoriales y el espacio aéreo.

“Prisión a cielo abierto”, como dicen los militantes de la paz, zona de acantonamiento. Más allá de las fórmulas utilizadas, el bloqueo impuesto desde hace años, la prohibición impuesta a los habitantes de Gaza de dirigirse a Cisjordania, la capacidad para interrumpir los intercambios y la actividad económica (70% de la población depende allí de la ayuda humanitaria) son responsabilidad del poder israelí.

En una entrevista reciente publicada en Mediapart, el antropólogo Jeff Halper, convertida en una de las grandes figuras de los partidarios israelíes de alcanzar un acuerdo de paz, detallaba de este modo la estrategia a largo plazo de Israel: hacer de Gaza un laboratorio para la gestión de la población palestina, asumiendo un conflicto de larga duración y de baja intensidad. Jeff Halper describe una estrategia que denomina “warehousing”, inspirada en el sistema penitenciario americano, es decir, de “almacenamiento” de los palestinos hasta que en un determinado momento los más activos elijan expatriarse. Se trata de una política llamada de “transferencia selectiva”.

Gaza como laboratorio y como terreno de demostración de poderío militar. Es lo que se persigue con estas guerras recurrentes dirigidas desde Tel Aviv, más eficaces que volver a dar legitimidad política a Hamás; ya se están ideando las siguientes... Estos conflictos tienen otra importante virtud añadida: mano dura en el frente diplomático. Porque el calendario guerrero está ajustado con gran precisión en función del estado de las relaciones con EEUU, mucho menos con Europa.

Tras el sonoro fracaso de la nueva ronda de negociaciones promovidas por Washington, John Kerry y la administración Obama salieron humillados. Ahora, esta guerra viene a presionar muy oportunamente a los norteamericanos para que reafirmen su apoyo a Israel en un momento en el que el Gobierno Obama, superado por las continuas vejaciones sufridas desde el primer mandato, era partidario de mantenerse al margen y, sobre todo, partidario de concentrar sus esfuerzos en la puesta en marcha de un nuevo gobierno palestino de unidad para reanimar a la moribunda Autoridad Palestina.

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La trampa ha funcionado y el departamento de Estado no tiene más elección que respaldar a Netanyahu, incluso aun cuando lo hace con reservas y tras subrayar desde el primer momento la necesidad de que la “respuesta sea proporcionada”, mientras que los muertos civiles se multiplican. Lo que no ha hecho François Hollande... Es verdad que la diplomacia francesa, que se ha mantenido completamente al margen en este asunto, está determinada por asuntos de política interior. Las declaraciones incendiarias del CRIF (Consejo representativo de las instituciones judías de Francia), recibido el martes en el Elíseo, cuyas posiciones hace tiempo que coinciden con el ala derecha del Likud, impiden que las autoridades francesas hagan un análisis lúcido de la situación actual, así como la toma de distancia necesaria con relación a la política de Netanyahu.

Esta ceguera francesa puede costarle caro dentro y fuera del país. El anuncio de la Prefectura de Policía de París, realizado este miércoles, sobre la posible prohibición de manifestarse por el pueblo palestino se va a interpretar como una provocación y contribuirá a empeorar este conflicto que François Hollande dice con razón “no querer importar a Francia”. Su respaldo, percibido como apoyo no a Israel, sino al actual Gobierno israelí, desautorizará a Francia frente a numerosos socios y mediadores del país. Se trata de otro éxito de Netanyahu. Uno más.

Traducción: Mariola Moreno

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