Inmigración

Austria se convierte en una inmensa sala de espera para refugiados

Austria se convierte en una inmensa sala de espera para exiliados

Seguir la ruta de los refugiados, pero en sentido inverso, provoca un sentimiento bastante extraño. Supone adentrarse, casi físicamente, en la desesperanza y en lo absurdo de una Europa que se está blindando a toda velocidad. La víspera, aquellas personas con las que me había cruzado en la estación fronteriza de Freilassing, del lado alemán, eran vistos como los malditos de Europa. Dirigirse hacia el este de Europa supone tomar conciencia de que son casi unos afortunados, si es que esta palabra adquiere algún sentido en similares circunstancias. Al menos ellos han podido cruzar y pedir asilo, en aquellos casos en que tienen derecho a hacerlo.

A pocos kilómetros de allí, en la estación austriaca de Salzburgo, ciudad célebre por ser la cuna de un genio llamado Mozart, se ven más personas necesitadas. Son cientos de sirios, de afganos o de iraquíes, agotados después de semanas de periplo, que cruzan la frontera a cuentagotas, varios cientos de personas al día, hacia su santo Grial, en busca de una vida mejor.

A tres horas en tren hacia el este, en Viena, la capital austriaca, 5.000 refugiados esperan en estaciones atestadas de gente que aspiran a llegar al oeste de Europa. Ellos no son los más desgraciados. Los hay bloqueados en la Hungría de Viktor Orbán, ahora cerrada. Otros, aún más al este, alrededor de 2.000, según el diario austriaco Der Standard, han comenzado una huelga de hambre en Serbia. Quieren alcanzar a toda costa la Unión Europea, mientras el Gobierno nacionalista húngaro –que prevé levantar otra valla en la frontera con Rumanía– ha dado orden de cerrar el puesto fronterizo de Röszke. Y el resto, que intenta pasar por donde puede y personas cuyo nombre nadie conoce.

Después de que en la noche del domingo se estableciera un estricto control de las fronteras en Alemania, se ha producido un implacable efecto dominó. El paso hacia Alemania continúa, por momentos. Hungría, que ha decretado el estado de excepción en dos regiones, no quiere ni verlos. Austria, que también cuenta desde el martes con un control fronterizo y que ha sustituido a los agentes de Policía por miembror del Ejército, se ha convertido en una vasta sala de espera. Según el Gobierno, hay 18.000 refugiados en estos momentos en el país, aterrados ante la idea de no poder llegar a Alemania, Suecia o Finlandia. Si tenemos en cuenta la población austriaca, la proporción de refugiados en ese país es superior al número de personas que ha llegado ya a Alemania; una carambola del destino en un país en el que gobernó la extrema derecha y que, en junio, anunciaba que no quería participar en el sistema de cuotas para repartir a los refugiados que estudia la UE y que ni siquiera tenía intención de estudiar las demandas de asilo recibidas.

El lunes, Alemania y Austria alcanzaron un acuerdo para permitir el paso de refugiados en grupos de pequeños, inferiores a 2.500 o 3.000 personas al día. El resultado de esta decisión ha generado gigantescos atascos humanos. En Viena, los refugiados sueñan con alcanzar Salzburgo. Una vez en Salzburgo, solo piensan en llegar a Múnich, desconocedores de que serán retenidos a pocos kilómetros de allí para hacerles bajar de los trenes.

La estación de Salzburgo, donde los turistas indiferentes o intrigados empujan sus maletas entre los refugiados, se ha convertido simultáneamente en una habitación compartida, una sala de juegos infantil y un comedor gigante donde se afanan los militantes y los habitantes a repartir galletas, caramelos, fruta, agua. También es una inmensa zona de selección. Los refugiados, que temen perder el tren, se amontonan en la parte baja de las escaleras que conducen a los andenes, vigilados por la Policía. Traductores voluntarios, con frecuencia antiguos refugiados también ellos, intentar de ejercer de intermediarios y de evitar los disturbios. El lunes, hubo un pequeño motín, cuando los inmigrantes confinados en este dormitorio común quisieron llegar al vestíbulo, pensando que salía un tren hacia Alemania. A la vista de las circunstancias, la situación es tranquila. “Estamos esperando desde las 8 de la mañana”, explicaba Ali Amer Hassan, joven estudiante iraquí de filosofía que no se aleja nunca de sus hermanos Omar y Fahed. Aburrido de esperar, Ali ni siquiera sabe qué hora es, las dos de la tarde, en el reloj electrónico.

Dos horas después, las autoridades alemanas daban la luz verde: iba a salir un nuevo tren. De repente, los refugiados acceden a los andenes y corren en dirección al tren, que tardará mucho en efectuar su salida.

En el andén, un empleado de la compañía de ferrocarril se muestra aterrado ante la posibilidad de que los refugiados crucen las vías y muestra el brazo, tiene la piel de gallina. “Nunca hubiese creído que fuera posible ver este tipo de escenas en Europa”. Le preocupa también que “toda esta gente no encuentre trabajo en Alemania”.

Al frente del dispositivo, un policía con múltiples condecoraciones, exasperado ante las preguntas de los periodistas, les dice a los refugiados que se dirigen a Múnich. Es mentira, lo sabe. Primero tendrán que registrarse al otro lado de la frontera. Y esperar, de nuevo, largas horas, sin saber dónde van a pasar la noche siguiente.

Familias separadas

En el andén, el tren está listo para efectuar su salida y Antonia, una voluntaria jubilada, tiene lágrimas en los ojos. “Estoy tremendamente conmovida. Cuando la gente empezó a subir, una familia se vio separada, afortunadamente, pude meter al padre por una puerta trasera. Ahora, toda la familia se ha reunido en el tren”.

“Es una auténtica catástrofe”, continúa. “Cada día llegan más personas y ya no hay sitio para ellos. El subsuelo de la estación está lleno, algunos duermen en tiendas. Hay edificios vacíos, pero los políticos dudan a la hora de abrir nuevos centros de acogida, por miedo a que sean demasiados. Fue un error cerrar la frontera”.

“La situación es dura”, confirma Werner Nini, responsable local de la Cruz Roja Austriaca, quien apenas tiene cinco minutos para responder a las preguntas. “Hoy hay unos 800 refugiados en la estación, pero siguen llegando continuamente. Tratamos de mantener el control”. El tren todavía no ha dejado la estación cuando llega otro procedente de Viena. Otras familias, otros rostros cansados, con nada o casi nada, mochilas o bolsas, bolsas de plástico repletas, una manta.

En el tren procedente de Viena, que se dirige al este, no hay refugiados porque todos quieren dirigirse al oeste. Solo austriacos y turistas, japoneses o chinos. Pero tan pronto como pisamos la estación Westbahnof de Viena, la cruda realidad se impone. El andén está atestado. Los refugiados, provistos de los billetes que han comprado, hacen cola. Entre ellos, se encuentra Husam, de 26 años, un policía iraquí que muestra orgulloso en su smartphone vídeos suyos como combatiente de Daech con un arma de guerra. Enfrente, los policías forman un cordón. A esas horas, normalmente, hay un tren que comunica a diario con Salzburgo, pero no funciona. Esta tarde se acabaron las conexiones.

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Son las ocho de la tarde, la estación está llena. Hay familias que duermen en el suelo, adolescentes que acampan en los pasillos. Una asociación musulmana distribuye algo para cenar. Los voluntarios de la asociación católica Cáritas ayudan como pueden. La estación no tiene capacidad para acoger a más personas. A los refugiados se les propone alojarse en otras ciudades, en Graz (a dos horas en coche) o en Klagenfurt (a tres horas). Muchos quieren quedarse aquí para no perder los trenes que salen al día siguiente. Esta noche también dormirán fuera.

Agotado, casi afónico, un traductor iraquí voluntario que vive en Viena me pasa el teléfono para que hable con su compañera, Naïma, marroquí residente en Viena desde hace 16 años. Esta mujer, en situación de desempleo, se pasa el día ayudando a los refugiados. “Hoy he llevado a unos refugiados al dentista y me las he apañado para encontrar alojamiento para una familia, pese a que ya no queda sitio en Viena. He visto a hombres llorar. He escuchado historias increíbles de esta gente que lo ha perdido todo, de familias separadas entre este país, Turquía y Alemania. Ahora mismo trabajo como aprendiz, pero le he dicho a mi jefa que estos días no iría porque quiero ayudar a los migrantes. Lo ha entendido. Sin los voluntarios, esta gente no tendría qué comer ni qué beber”. En las paredes de la estación, el Ayuntamiento ha pegado carteles en los que se puede leer Welcome [Bienvenidos]. Pero aquí nadie o casi nadie pide asilo. Enfrente, a la entrada del andén, los refugiados han hecho una pancarta con dos folios: “We love you Germany. Germany, open the border” [Te queremos, Alemania. Alemania, abre la frontera].

_____________Traducción: Mariola Moreno

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