Francia

Del campamento de Calais al de Grande-Synthe, dos formas de acoger a los migrantes

Del campamento de Calais al de Grande-Synthe, dos formas de acoger a los migrantes

Un campamento frente a otro campamento. En Grande-Synthe, cerca de Dunkerque, al norte de Francia, el Estado se opone al nuevo campamento de refugiados construido por Médicos Sin Fronteras, con el respaldo del alcalde ecologista de la ciudad, Damien Carême. El pasado 7 de marzo, cuando 900 migrantes salían del lodazal, prestos a instalarse en las 375 cabañas de madera puestas a su disposición, el prefecto Jean-François Cordet, enviaba un requerimiento al alcalde en el que le instaba a proteger este enclave, situado entre la autovía y la vía del ferrocarril. El regidor corre el riesgo de ser considerado penalmente responsable de cuanto suceda en el campamento.

Detrás de este pulso entre Administraciones se oculta el temor de los poderes públicos a perder el control sobre los migrantes. Entre el campamento de contenedores, como el existente en Calais, y las instalaciones de Grande-Synthe, hay dos formas diametralmente opuestas de entender la acogida y la hospitalidad.

A primera vista, los espacios no son tan distintos. Cabañas de madera frente a contenedores: los materiales no bastan para distinguir lógicas, pero pueden ayudar. Tanto en un caso como en el otro, no hay nada de idílico; estos alojamientos sencillos están destinados a dar cobijo a personas en situación de extrema precariedad. En Calais, igual que en Grande-Synthe, los migrantes en tránsito a Gran Bretaña se encuentran agotados, han recorrido miles de kilómetros y arriesgado la vida para huir de la miseria o de la guerra en su país de origen; se ven atrapados ante el cierre de fronteras, cada vez más difícil de franquear sin recurrir a las mafias; sobreviven a la intemperie mientras esperan disponer de los medios necesarios para atravesar el Canal de la Mancha.

En Calais, los contenedores llegaron a principios de enero, después de meses de retraso. En total hay 125, cada uno con literas y una capacidad para 12 personas (es decir, 1.500 plazas, de las que hay 200 sin ocupar, según el último censo de la prefectura). Tienen agua corriente, calefacción y electricidad, pero está prohibido acondicionarlos. Tampoco se puede preparar té, cocinar o lavarse en el interior. Los aseos y las duchas están fuera. Como suele suceder en las habitaciones compartidas, estos espacios carecen de intimidad. No está permitido fumar y se encuentra perfectamente establecido cuándo y dónde se puede escuchar música. Las zonas comunes casi no existen.

Estos contenedores, denominados Centro de Acogida Provisional (CAP), se encuentran en el interior de un recinto vallado y sometido a estricta vigilancia policial. A ellos se accede tras cruzar un arco de seguridad. Teóricamente, es posible entrar y salir, pero es necesario identificarse sistemáticamente para acceder, mediante un dispositivo de reconocimiento de la palma de la mano, lo que desalienta a los migrantes, que temen –injustificadamente, según las autoridades– ser fichados y devueltos a Francia, según la reglamentación de Dublín, en caso de que consigan pisar Gran Bretaña. Según fuentes policiales, no se puede salir de noche, para frenar las tentativas de cruzar clandestinamente la frontera.

En este lugar aséptico de precio desorbitado (en 2015 se gastaron más de 18 millones de euros de fondos públicos, según el ministro del Interior), la vigilancia va acompañada de la identificación de los migrantes. Para el Gobierno, el CAP supone una primera etapa en el proceso de desmantelamiento de la “jungla”. Poco afectados por el peor éxodo que conoce Europa desde la Segunda Guerra Mundial, las autoridades tratan de convencer a los exiliados para que pidan asilo. Para conseguirlo, les instan a dejar esta zona del país y a que se dirijan a los Centros de Asilo y Orientación (CAO), situados en cualquier punto de la geografía, donde se les invita a abrir el procedimiento, sin garantía de conseguir el estatus de refugiado.

Desde el primer momento, los contenedores fueron muy criticados. En una carta abierta a Bernard Cazeneuve del pasado 18 de febrero, ocho asociaciones, entre ellas la asociación católica Secours Catholique, Médicos del Mundo, la FNARS y Secours Islamique señalaban la necesidad de introducir mejoras que redundaran en el “respeto de la intimidad de las personas y de sus condiciones de vida”. Días antes del desmantelamiento de la zona sur de la jungla, que se inició el 29 de febrero, la prefectura, para contrarrestar las críticas, convocó a los periodistas con el fin de presentarles las bondades del CAP. La jugada no salió bien y la asociación el Auberge des migrantes denunció que los alojamientos propuestos no presentan las “condiciones internacionales mínimas de habitabilidad” (en cuanto a la superficie y número de aseos y duchas por persona).

El Gobierno, que ya había sido cuestionado por el Consejo de Estado por la falta de planificación de la "jungla", encajó mal estas acusaciones, mientras los medios de comunicación recibían de buen grado el campamento de MSF, por su concepción “humanitaria”. De ahí que los peros que el prefecto ha puesto al alcalde de Grande-Synthe no sean sino una reacción más a la pérdida de control de la gestión sobre los migrantes, un ámbito de actuación considerado uno de los pilares de la soberanía del Estado.

“El Estado no soporta encontrarse desbordado”, constata el antropólogo Michel Agier, que se ha visitado Calais en varias ocasiones. Lo que se conoce como la “jungla”, recuerda, primero fue un emplazamiento autorizado antes de que los bulldozers arrasaran la parte sur. Desde el momento que el lugar empezó a convertirse en habitable, con comercios, lugares de culto, escuelas, los poderes públicos no han parado de destruirlo. “Al ver que las chabolas se les iban de las manos, el Gobierno mandó construir esos contenedores, un campamento dentro del campamento”, indica. “El CAP es un espacio ultraseguro”, insiste.

“Cajas con camas”

El nuevo campamento de Grande-Synthe, construido en contra de la voluntad del Gobierno, aspira a presentar una naturaleza diferente. El alcalde, reelegido por tercera vez en 2014, comenzó su planificación el pasado verano cuando la “jungla” de Basroch, que surgió en 2006, comenzó a llenarse peligrosamente: pasó de tener 80 ocupantes a casi 3.000. Ante el deterioro de las condiciones de vida, en noviembre pasado recurrió a los conocimientos de MSF en la instalación de campamentos para refugiados. En total, se han instalado 375 cabañas, con capacidad para un máximo de 1.500 personas, con el fin de mitigar la ineficacia de los poderes públicos. A diferencia de lo que sucede en Calais, no fue necesario recurrir a las fuerzas del orden para llevar a cabo el traslado.

La inversión financiera también ha sido menor, la ONG invirtió 2,6 millones de euros y el Ayuntamiento aportó 500.000 euros. Damien Carême, que calcula que los gastos anuales de funcionamiento ascienden a 2,5 millones, quiere que sea el Estado el que los costee. Los plazos se han acortado, dos meses en Grande-Synthe, frente a cinco en Calais. Por encima de aspectos técnicos, los principios que rigen el funcionamiento también varían. “Nuestro objetivo es hacer que las personas se sientan como en su casa”, señala Mathilde Berthelot, responsable de programas de MSF. “Han pasado muchas calamidades antes de llegar aquí y necesitan un lugar donde dejar sus cosas. Poco después de llegar, las familias [la mayoría kurdas] empezaron a fabricarse toldos y pérgolas, a poner lonas para hacerse terrazas; los niños se echaron a corretear entre las casas; cada uno personalizó su espacio: alguien colgó un póster de Justin Bieber, apareció una bandera kurda; se veía ropa tendida en cuerdas como en cualquier pueblo”. “En Calais, todo esto es imposible, no está permitido. Las normas son tan estrictas que no es posible ni colgar cortinas en las ventanas. Los contenedores son una serie de cajas alineadas con camas para dormir, mientras que nuestros chalés son lugares donde vivir, dirigidos a migrantes”.

Cyrille Hanappe, arquitecto e ingeniero, profesor asociado a la École National Supérieure Paris-Belleville, conoce los dos campamentos porque ha trabajado en ellos con sus estudiantes. Preguntado por el campamento de MSF, confirma el análisis. “El empoderamiento es la palabra clave en Grande-Synthe. Todavía no sabemos qué va a salir de ahí, pero la idea es hacer que las personas tomen las riendas de su propia vida. Las cabañas son transformables, se pueden agrupar y hacerlas más grandes o más pequeñas, en función de las necesidades. En Calais, la gente no puede hacer nada. Todo está prohibido, no hay margen de maniobra. Los migrantes están numerados, como los contenedores. Se les rechaza como individuos y son tratados como objetos”, dice.

Este cofundador de la agencia AIR Architectures lamenta que la licitación del centro de acogida provisional haya sido “totalmente opaca” y denuncia un “despilfarro de dinero público”. Logistic Solutions, la empresa bretona que ganó el contrato, tiene al Ejército entre sus principales clientes. Su fundador Morbert Janvier es militar en la reserva, experto en logística, reconvertido en el negocio de la transformación de contenedores marítimos. No hay duda de que la convivencia no es su prioridad.

En Grande-Synthe, por el contrario, se da prioridad a los espacios compartidos. “Cerca de la entrada del campamento hemos habilitado un hangar espacioso que sirve de punto de encuentro, para hablar, tomar el té, cargar el móvil”, explica Samuel Hanryon de MSF, que también se refiere a lavandería equipada con “10 lavadoras y 10 secadoras de ropa”, a la clínica y a las tiendas reservadas a las asociaciones que se ocupan del funcionamiento del campamento. Este aspecto también difiere con Calais, donde sólo trabaja una única asociación La vie active, que trabaja en nombre del Estado, y entidad con la que no es sencillo contactar. Las numerosas ONG y los voluntarios presentes desde hace años se ven obligados a trabajar en el lodazal.

Todavía es demasiado pronto para saber qué uso harán los migrantes del campamento de Grande-Synthe. Lo que está claro es que las relaciones entre las asociaciones van a ser determinantes en el éxito del proyecto. Aunque ya ha aparecido una yurta en medio de estos alojamientos, aunque está prevista la construcción de una escuela, algunos activistas dicen haber sido marginados. “Hay fallos, no es un resort de vacaciones de 5 estrellas, pero se esfuerzan por hacer del campamento un lugar abierto”, dice Samuel Hanryon.

La otra incógnita radica en la manera en que las redes de traficantes, omnipresentes en la jungla de Basroch (que también cobraban por las chabolas y por las duchas) van a invadir o no la zona. “En ese sentido, no podemos hacer gran cosa, salvo notificar a la Policía cualquier tipo de comportamiento delictivo, como llevar armas”, dice Mathilde Berthelot, que subraya que hay patrullas policiales en las inmediaciones del campamento. Berthelot confía en la autorregulación del campamento para evitar los excesos. “Los ocupantes saben que ante el menor incidente, se ponen en peligro”, puntualiza. “En Basroch, era fácil ocultarse en el bosque, en el nuevo campamento, con controles a la entrada, todo está a la vista de todos”, añade Samuel Hanryon. Este desafío es una de las principales preocupaciones para la asociación Utopia 56, que se encarga habitualmente de la logística del festival Vieilles Charrues y que ahora se ocupa de las labores de gestión del campamento.

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Traducción: Mariola Moreno

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