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Donald Trump calienta motores

Donald Trump habla durante su gira de agradecimiento en Hershey, Pennsylvania.

Philippe Coste (corresponsal en Nueva York de Mediapart)

"¿Donald Trump? ¡Ah..., mi amigo!", exclamó el Chapo Guzmán en su última entrevista antes de ser detenido en febrero de 2015. El jefe del sanguinario cártel de Sinaloa se molestó al escuchar cómo el candidato republicano en las primarias calificaba a sus compatriotas mexicanos de violadores y ladronesvioladores y ladrones, hasta el punto de enviarle amenazas de muerte a través de un portavoz en Twitter, llegando incluso a pensar en recurrir a sus sicarios.

Dos años más tarde, el legendario mafioso se pudre en una prisión de su país mientras que su enemigo, el presidente electo de Estados Unidos, trabaja en una nueva ola de nombramientos para el futuro Gobierno, bajo la angustiosa mirada de los medios de comunicación y de la mitad de electorado norteamericano. Bastante mejor que la prensa estadounidense, que trata de encontrar en los perfiles, a veces surrealistas, de los miembros del nuevo gobierno, un indicio o detalle tranquilizador sobre el próximo ejecutivo, los humoristas norteamericanos, igual de prestos que Trump para la provocación, pretenden ser los primeros en devolver la lógica.

Andy Borowitz, el columnista satírico de The New Yorker, ya ha hecho mención a El Chapo, para decir que el barón de la droga sería un buen director de la Agencia norteamericana de Control de Drogas, la DEA. Primero porque presenta un perfil de outsider adinerado en un gabinete presidencial que cuenta ya con cuatro multimillonario hombres de negocios. Y, después, porque él sería el encargado, al igual que otros nuevos fichajes gobierno, de dejar sin razón de ser a la administración que le encarguen dirigir.

Bien es verdad que Donald Trump ha emitido numerosas señales que despistan, al nombrar, por ejemplo, como jefe de la Agencia Estadounidense de Protección Ambiental (EPA) a un conocido escéptico o negacionista del cambio climático, Scott Pruitt, cuya carrera política ha sido financiada durante décadas por el lobby de la industria petrolera. A Andrew Puzder, el nuevo Labor Secretary, ministro de Empleo, ni siquiera fue a buscarlo al mundo de la industria, eje central de la retórica Trump, sino que lo eligió por su condición de gigante de la industria de la comida rápida, un sector tachado como el más antisocial de América por la Administración Obama. Además, se ha mostrado públicamente hostil a cualquier subida del salario mínimo nacional.

En materia de salud, el elegido no es otro que Tom Price, representante de Alabama en el Congreso y antiguo cirujano ortopédico, contrario a la planificación familiar y que quiere prohibir que la financie el Gobierno federal. También es un detractor desde el primer momento del seguro de salud diseñado por Obama al que calificó de “típico de un Estado represivo”.

¿Y el Ministerio de Educación? Trump ha elegido a Betsy DeVos, hija de la primera empresa auxiliar del automóvil de Michigan y esposa de uno de los herederos del gigante de la distribución Amway. Esta filántropa está comprometida desde hace 25 años con el fomento de la “libertad escolar”, las ayudas a las familias desfavorecidas que quieren optar a escuelas privadas o charter schools, independientes del “monopolio gubernamental educativo”. Los, aproximadamente, tres millones de dólares que aportó a la campaña de Trump en 2016 han podido facilitar su entrada en el gobierno...

Pero otros aspirantes sacaron mucho más provecho de su lealtad a Trump. Lynda McMahon, exrecepcionista y hoy dueña de World Wrestling Entertainment inc, empresa de 600 empleados que fundó junto a su marido Vincent para publicitar las peleas de pressing catch, invirtió seis millones de dólares en la campaña de Trump, amigo y socio en los negocios desde hace más de veinte años. Su nombramiento al frente de la agencia gubernamental Small Business Administration ─SBA, por sus siglas en inglés─, recompensa también su fervor político, tras ser derrotada dos veces en las elecciones al Senado del muy refinado Estado de Connecticut, con un programa populista de bajada de impuestos y de ofensiva contra los políticos profesionales. La boss encuentra perfectamente su sitio en el reparto de poder de la era Trump.

¿Y qué decir de Ben Carson? El extraño exneurocirujano negro, antaño rival ultraconservador de Trump en las primarias republicanas, rechazó el Ministerio de Sanidad alegando su inexperiencia de gobierno, antes de aceptar el de Vivienda y de Asuntos Sociales, un sector en el que sus conocimientos se limitan a una infancia pobre en Detroit y a sus primeros pacientes de los guetos de Baltimore.

Ben Carson es afín desde el punto de vista ideológico, pero una excepción en un gobierno en el que todos sus miembros han sido, en su inmensa mayoría, reclutados fuera de la órbita de Washington y que parecen dominar su campo. El becario de la prestigiosa facultad de medicina de Yale y jefe, a sus 33 años, del servicio pediátrico del hospital Johns Hopkins, cuestiona el asistencialismo en los decrépitos centros urbanos, hasta el punto de cuestionar las leyes previstas por la Great Society de Johnson, que combaten la discriminación racial en materia de vivienda.

Del mismo modo, el exgobernador de Texas Rick Perry también ha visto recompensada su lealtad con su posible nombramiento para el Departamento de Energía, un Ministerio cuyo nombre no pudo recordar en un debate en las primarias republicanas...

De ahí la incógnita. ¿Con el nombramiento de estos ideólogos se puede prever que se vaya a cuestionar por completo el legado social de los 60? El establishment republicano intenta calmar el pánico de los electores de Hillary Clintonestablishment, reducidos a un mero papel como espectadores a pesar de haberse impuesto en el voto popular. "Son gente de convicciones", asegura Sean Spicer, portavoz del Comité Nacional Republicano, pero apuesta por que "trabajarán en el marco de la estrategia establecida por el Presidente".

Estrategia que todos preferirían conocer mejor. Sobre todo en materia de política exterior. Trump fue capaz de atraer la atención de la prensa, con sus promesas de campaña, al buscarle las cosquillas al Gobierno chino. Y es que parecía cuestionar 40 años de realpolitik norteamericana en una larga y premeditada conversación telefónica con la presidenta de Taiwán.

¿Su segunda demostración de fuerza? Ir a buscar fuera de los cenáculos de Washington al nuevo jefe del Departamento de Estado. Rex Tillerson, director ejecutivo de Exxon Mobil, importante empresa petrolera en la que comenzó hace 41 años cuando era un joven ingeniero, es, sin duda alguna, "un personaje de clase mundial", según palabras del propio Trump. El tejano de 64 años dirige desde la sede de Irving, cerca de Fuerte Worth, a un gigante, la octava empresa mundial, cuyo volumen de negocios equivale al PIB de un país como Sudáfrica y que recorre desde hace años el planeta –entre reunión y reunión con jefes de Estado–, para asegurarse la producción y la venta de unos cuatro millones de barriles al día

¿Puede el diplomático de Exxon Mobil representar a EEUU?

Especialmente recomendado por James Baker III, ex secretario de Estado de George Bush padre, y él mismo magnate de la petrodiplomacia de Texas, que sólo ha representado a una compañía, aunque sea la principal de las supermajors del oro negro, Tillerson le ofrece a Trump una valiosa ventaja. Presenta un perfil nuevo y una discreción mediática que contrasta con los otros candidatos que sonaron para el puesto.

Rudy Giuliani, exalcalde dictatorial de Nueva York, amigo de toda la vida y aliado desde un primer momento de Trump, divisaba su resurrección política con un cargo en el Departamento de Estado, hasta el punto de rechazar los Ministerios de Justicia y de Seguridad Nacional, que abarca al de Inmigración. Su gusto por ser el centro de atención, su indisciplina crónica, sus torpezas políticas planetarias –fruto de una década como consultor de altos vuelos para regímenes dudosos, en particular Serbia– acabaron por empañar su aura en el entorno del presidente electo.

En cuanto a Mitt Romney, ¿pensaba Trump realmente contar con él, todo apunta que por su aspecto de perfecto diplomático, con el deseo de neutralizarlo para después desterrar a su detractor más feroz durante la campaña de primarias? Después de las protestas, perfectamente orquestadas, de los antiRomney del equipo presidencial, ha bastado con invitarlo a cenar, a la vista de todos, en un gran restaurante de Nueva York para hacer del enemigo de ayer un candidato humilde, convirtiéndose con ello en el hazmerreír de los seguidores de Trump.

Tillerson también tiene algunos problemas. Sus peregrinaciones mundiales lo han llevado con frecuencia a Rusia, primer campo de acción de Exxon Mobil y donde ha fraguado una relación personal con Vladimir Putin desde los 90, cuando el desertor de la KGB negociaba en nombre de Boris Yeltsin el acceso de las compañías extranjeras a los yacimientos de las islas de Sajalín. Condecorado con la Orden de la Amistad Internacional por el Kremlin en 2013, un año antes de la invasión de la península de Crimea y de Ucrania, Tillerson jamás ha podido ocultar su oposición a las sanciones impuestas por Obama, que perjudicaron notablemente a sus negocios.

El diplomático de Exxon Mobil ¿puede representar ahora a Estados Unidos? La cuestión es más que pertinente ahora que la debilidad de Trump por el líder ruso, evidenciada durante la campaña, empieza a dañarle peligrosamente. La CIA ha confirmado públicamente la responsabilidad de los rusos en el ataque a los correos electrónicos del Partido Demócrata y el bombardeo de desinformación en Internet antes de las elecciones, dirigida visiblemente contra Hillary Clinton. Enfadado por la tímida respuesta del FBI en el caso de contraespionaje de la CIA, Obama instó a las 12 agencias de inteligencia de Estados Unidos a aclarar los hechos antes de su marcha de la Casa Blanca, en enero, con el fin de impedir que el próximo Gobierno entierre el asunto.

Las negaciones de Donald Trump durante una entrevista televisiva emitida el 11 de diciembre, en que calificaba de “ridículas” las sospechas contra el Kremlin, antes de profesar su ignorancia sobre el tema, desencadenaron un viraje entre los republicanos del Senado. Si bien John McCain prometía “aclarar” las relaciones de Tillerson con Putin durante la audiencia en el Comité de Asuntos Exteriores de 2017, ahora le ha llegado el turno a Mitch McConnell, presidente del Senado, quien el 12 de diciembre anunció que la mayoría de la Cámara aprobaba la investigación. “Rusia no es nuestra amiga”, aseguró en directo cuando un grupo bipartidista de diez grandes compromisarios pidió reunirse con la CIA antes de confirmar en el cargo de Trump. Este cambio en los grandes compromisarios del Colegio Electoral, el eje central de las elecciones presidenciales en Estados Unidos, es pura ciencia ficción. No obstante, eventuales revelaciones podrían minar el futuro Ejecutivo.

Sin embargo, Trump no escatimó demostraciones patrióticas al prometer, a pesar de su aislamiento declarado, un espectacular incremento de los presupuestos y del gasto militar. Su Gobierno cuenta ya con tres exgenerales, un récord para demostrar que tiene madera de comandante en jefe y de defensor de la nación.

Michael Flynn, ex jefe de la inteligencia militar, depuesto en 2013 por sus críticas constantes de las políticas de Barack Obama contra el Dáesh, ha sido nombrado asesor de seguridad nacional. El también mentor de Trump en asuntos militares y de guerra en las reuniones públicas del candidato, donde en numerosas ocasiones repitió “Lock her up!” (¡enchironadla!), en alusión a Hillary Clinton, este bocazas, con fama de ser tan irritable y errático como su nuevo jefe, le ha inculcado a éste la desconfianza por el enemigo burocrático y su desprecio por la CIA, que considera próxima al Gobierno Obama.

El militar también comparte con el futuro presidente la misma indulgencia hacia Rusia. Flynn, invitado el 10 de diciembre de 2015 a una gala del canal de televisión RT News, la voz internacional de Moscú y bastante bien financiada por el régimen, estuvo sentado –gran honor– al lado del jefe del Kremlin durante la cena oficial y participó, repetiría en numerosas ocasiones, como asesor, a debates en RT News donde lamentó la falta de cooperación de Estados Unidos con Rusia en Siria.

Las dificultades de Trump para justificar ciertas decisiones

John Kelly, nombrado por Trump jefe del Departamento de Seguridad Nacional, que incluye el control de fronteras e inmigración, no puede ser sospechoso de connivencia con Rusia. Sin embargo, el general de los Marines, exjefe del Comando Sur encargado de América Latina, comparte con Flynn una fama de rebelde que le costado numerosos problemas con el gobierno Obama. Hostil a la incorporación de las mujeres a las filas del Ejército y muy crítico con el proyecto de cierre de Guantánamo, Kelly, cuyas competencias militares no están en cuestión, tuvo problemas con el paquidérmico Pentágono, pero este fustigador de "burócratas de Washington" pronto estará al frente de 240.000 funcionarios de la Seguridad Nacional y de los principales proyectos del nuevo Gobierno, como el famoso muro previsto en la frontera mexicana. Por lo menos, contará con apoyo popular. Un año después de la muerte de su hijo en 2010, en plena guerra contra los talibanes, Kelly pronunció delante de los Marines un discurso que permanece todavía en la antología patriótica americana, atacando la indiferencia o la incomprensión de los estadounidenses en lo que al sacrificio de las tropas se refiere. Un discurso sin cambios desde Vietnam, una guerra que todavía divide a Estados Unidos.

Trump lo convirtió en uno de los motores de su campaña. Es probable que el sobrenombre de su nuevo secretario de Defensa, James, alias Mad Dog (perro loco), Mattis haya contribuido a la elección del nuevo presidente. Su apodo, ganado cuando estuvo al frente de los Marines en Irak durante la sangrienta ofensiva de Faluya en 2004, no hace justicia al talento estratega de un cerebro militar, también apreciado por ambos partidos en el Congreso por su liderazgo al frente del Comando Central del Pentágono a cargo de las operaciones militares en Oriente Medio y el sudeste de Asia. General, retirado del Ejército desde hace unos siete años, debería conseguir sin mayores problemas la derogación de los legisladores para poder dirigir el Pentágono, por lo que su confirmación en el cargo está casi asegurada. Para deleite demócrata, Mattis, uno de los arquitectos de la política contrainsurgente de Estados Unidos, reiteró tras su primer encuentro con Trump, y para sorpresa de este último, su oposición a la tortura, mucho menos eficaz según él que “un paquete de cigarrillos y una cerveza”. Sin embargo, contenta a los republicanos criticando el “retroceso de la influencia de EEUU en Europa y Oriente Medio, algo inédito en los últimos 40 años”, así como el peligro iraní, en los estudios en los que participa, en la Universidad de Stanford y en el centro conservador del Hoover Institute. Cerebral, superado por un líder adorado por las tropas, tiene que adaptarse al agitador Michael Flynn quien, presente de forma permanente en la Casa Blanca, aspira ya a convertirse en fundamental en el Despacho Oval.

Si cumple las promesas electorales, Trump tendrá dificultades para justificar sus nombramientos en otros sectores del Gobierno. Sobre todo en el ámbito económico. Como con Steven Mnuchin, futuro secretario del Tesoro, que jamás ha ocupado ningún puesto en el Ejecutivo ni en el Gobierno de Washington. Este financiero de Hollywood que trabajó durante 17 años en Goldman Sachs, donde ya había estado su padre, encarna la élite de Wall Street que Trump ha satirizado en el último año en todas sus reuniones públicas. Una paradoja más. En la sombra, este escudero de la Bolsa se ha encargado de la gestión financiera de la campaña republicana, orientada a imponerse a la enorme máquina de recaudación de fondos de Hillary Clinton.

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Ahora le queda explicar al pueblo de Trump, en las espinosas sesiones del Congreso, cómo ha hecho fortuna, en buena medida, con la oportuna recompra de Indymac, uno de los prestamistas menos escrupulosos de la era de las subprimes, que quebró tras las sanciones del gobierno en 2009.  "Si Trump pretendía continuar su populismo económico, no podría haber elegido peor", ironiza William Cohan, periodista y exbanquero, autor de un libro magistral sobre Goldman Sachs. "Como Wilbur Ross, nuevo secretario de Comercio, encargado de terminar con los acuerdos de librecomercio antiamericanos, es el tipo de esa élite del 1% que enfurece a los seguidores de Trump". Además, Mnuchin deberá llevar a cabo las importantísimas bajadas de impuestos prometidas el presidente electo, estudiar la posible renovación de sanciones contra Irán y administrar –él, que a sus 53 años dirige desde hace una década un equipo de unos 20 colaboradores– a más de 100.000 empleados estatales. Lo más probable es que se encargue de garantizar, tras lograr decenas de millones de dólares para la campaña, unas buenas relaciones entre Trump y Wall Street, después de que la élite económica haya criticado durante mucho tiempo al magnate inmobiliario, no tanto por su tendencia a hacer trampas al golf, aspecto que confirman quienes le conocen, como por su pasado de patético mal pagador a los bancos.

Trump, ocupado como está en terminar de componer un gobierno para una nueva era, tendrá que hacer frente también a una tarea aún más difícil: superar su pasado tan pronto como sea posible.

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