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Un grupo de juristas denuncia a Trump por conflicto de intereses

Donald Trump saluda tras jurar como el presidente número 45 de la historia de los Estados Unidos.

La guerra ha comenzado. Tan sólo tres días después de la ceremonia de investidura, mientras el nuevo presidente se ensañaba con la prensa y comenzaba a enmendar todos los logros de la era Obama para contentar a su electorado más duro, sus opositores trabajaban ya en la contraofensiva. Un grupo de destacados juristas de Washington –dirigidos por el exasesor de Obama en cuestiones éticas, Norman Eisen, y Laurence Tribe, un respetado experto en Derecho Constitucional–, lo han denunciado por infringir la Constitución. ¿El motivo? Los pagos que va a seguir recibiendo, procedentes de Estados extranjeros, durante su mandato, dado que no liquidó su imperio inmobiliario antes de tomar posesión.

La denuncia que ha presentado el colectivo Citizen for Reponsabability and Ethics in Washington promete amargarle los primeros meses en la Casa Blanca y corre el riesgo de llegar hasta el Supremo.

El instante pasará a la historia. El pasado 11 de enero, el día de su primera rueda de prensa, Trump demostró con un cinismo feroz la importancia que le daba a la espinosa cuestión de los conflictos de intereses. A su derecha, en la tribuna, sus asistentes habían apilado decenas de carpetas. Esta montaña de carpetas marrones, frecuentes en los gabinetes de abogados de las series de televisión, debía dar una imagen de honradez y de seriedad, conforme a los clichés de Hollywood. Y Trump, vivaracho y vengativo, en la puesta en escena de la que era su primera rueda de prensa en una sala atestada, en su torre de la Quinta Avenida, parecía burlarse con ello de los periodistas vetados.

“La respuesta a sus preguntas está ahí”, respondió, dirigiendo su imperial brazo en dirección al montón de papeles situado en el escenario. “Sois libres de consultarlos”. En esta era de la postverdad, ese efectismo pudo contentar a su electorado más entregado. Pero, ¿qué pasa con el resto? Casi 66 millones de rivales políticos descompuestos esperaban del nuevo presidente una concesión a las buenas costumbres políticas, indicio de ciertos escrúpulos. Nada. Trump sólo estaba allí para anunciar que ponía su imperio en manos de su prole, Eric y Donald Junior.

Bien es verdad que el presidente vendió en junio la totalidad de sus activos en acciones, pero el grueso de su supuesta fortuna proviene de sus bienes inmobiliarios agrupados en su empresa Trump Organization. Ese conglomerado de inmuebles, de hoteles, de casino y de campos de golf abarca una maraña de sociedades financieras que resulta imposible vender en bloque.

La liquidación de sus haberes inmobiliarios es todavía más difícil puesto que el grueso de sus propiedades, en realidad, no le pertenece. Trump –desde 1994 y tras la quiebra de su principal casino de Atlantic City, el famoso Taj Mahal– es, ante todo, un hombre de paja de alto nivel. Su principal contribución a los acuerdos que alcanza, en cualquier parte del mundo, reside por encima de todo en... su nombre, convertido en marca.

El día después del desastre de Atlantic City, los bancos, en lugar de embargarle, prefirieron mantenerlo al frente de la Trump Organization para salvar la muy mediática marca Trump, con la esperanza de salvar su dinero. Si bien la venta de cientos de edificios era materialmente imposible, rebautizar el holding inmobiliario y disociarlo de su creador equivaldría a hundirlo y a arruinar a miles de inversores.

Y lo que es más, según Donald Trump, la ley le da la razón. Desde el comienzo de la campaña, aseguró que sería, cuando se convirtiese en presidente, “libre de seguir adelante con sus negocios y de firmar los cheques de su empresa Trump Organization”. No hay ninguna ley ni ningún artículo de la Constitución que mencione la obligación de ceder sus empresas ni sus haberes financieros. Sin embargo, desde hace 40 años, los ocupantes de la Casa Blanca, por una cuestión de honor, liquidan sus inversiones y depositan lo obtenido en esas ventas en cuentas de ahorro o de inversión “ciegas”, en las llamadas blind trusts, sobre las que se comprometen a no ejercer derecho de control alguno mientras dure el mandato.

Aunque la ley no exige que un presidente ofrezca garantías previas frente a eventuales conflictos de intereses, la legislación en principio no le ofrece ninguna impunidad, ni desde el punto de vista ético ni tampoco desde el punto de vista del Código Penal de EE. UU.

Trump, por toda prueba de buena fe, anunció que encargaba la gestión de su imperio inmobiliario a sus dos hijos. “Una vez más, no estoy obligado a hacerlo”, señaló. “Don e Eric van a dirigir la empresa de manera profesional y nunca hablaré de la cuestión con ellos”. Vamos a ver, ¿es creíble que el titán del real state norteamericano esté dispuesto a considerar los negocios un tema tabú cuando un domingo esté cenando con su chavalería?

La altivez de Donald Trump, en lo que a conflictos de intereses respecta, hace meses que suscita reacciones. El pasado mes de diciembre, Walter Shaub director de la Office of Government Ethics, una agencia de control federal fundada tras el Watergate, se mostraba tan preocupado por el comportamiento de Donald Trump que optó por avisarlo con todos los medios a su alcance: una serie de tuits preparados por sus colaboradores, animándolo a ceder sus activos antes de la investidura. Haciendo gala de un humor poco frecuente en la función pública de EE. UU., varios mensajes fingían aplaudirlo por tomar finalmente la decisión correcta.

Sin embargo, el 11 de enero, Shaub respondía a la provocación de la rueda de prensa con una salva más larga, en la tribuna del think thank Brookings Institution de Washington. “Tomar distancias con respecto a su empresa es un gesto insignificante dados los conflictos de intereses que conlleva”, advierte este jurista taciturno, a quien Barack Obama puso en 2013 al frente de la agencia. “El presidente entra ahora en el universo del servicio público. Si pide sacrificios a los miembros de su gabinete, a los hombres y mujeres de uniforme que arriesgan sus vidas por su país, la cesión de activos parece el precio justo que debe pagar el presidente de Estados Unidos”.

Al haber traspasado la empresa a sus hijos, el presidente de EE. UU. sigue expuesto a una cascada de conflictos de intereses: la Trump Organization, cuyo actividad implica tener préstamos por importe de cientos de millones de dólares, puede beneficiarse directamente de las políticas de tipos de interés del Gobierno. Además, ¿cómo iban a prohibirse Don y Eric recibir información confidencial de papá, susceptible de considerarse un delito de iniciados?

Dicho de forma más clara todavía: la Constitución de EE. UU., en su artículo sobre los emolumentos, prohíbe formalmente que el presidente reciba regalos o pagos de Gobierno extranjeros. Sin embargo, Trump Organization, una maraña de 500 empresas dedicada a la promoción inmobiliaria y con presencia en los cuatro continentes, depende completamente en el día a día del acuerdo administrativo de las autoridades locales. Y a menudo de sus favores.

Declaraciones en el Congreso que suscitan malestar

Trump, cuando aún era el presidente electo, demostró su indiferencia burlesca a la famosa cláusula de los “emolumentos”, al abordar directamente con el británico Nigel Farage, instigador del Brexit, la espinosa cuestión de los eólicas que estropean la vista de su campo de golf próximo a Aberdeen. O cuando dejó que su hija Ivanka asistiese a la entrevista que mantuvo Trump con el primer ministro japonés cuando se encontraba en plenas negociaciones comerciales en Tokio.

El año pasado, cuando simplemente encabezaba las primarias republicanas, Trump aludió a un posible caso de conflicto de intereses en Turquía, donde el presidente Erdogan, furioso con las palabras islamófobas del candidato, exigió que se retirase el nombre de Trump de las torres gemelas que erigió en el centro de Estambul. Desde entonces, bastó con que el presidenciable avalase casi abiertamente la represión en Turquía para que las lamentables disensiones se evaporasen milagrosamente.

En diciembre pasado, Richard Painter, exasesor en cuestiones éticas de la Casa Blanca con George W. Bush y Norman Eisen, su homólogo en la Administración Obama, se entrevistaron, con el apoyo de Laurence Tribe, una autoridad en el mundo del Derecho Internacional en Harvard, para enumerar los inminentes conflictos de intereses internacionales del nuevo presidente Trump.

Sus conclusiones, publicadas por la Brookings Institution, son preocupantes. La Trump Organization debe varios cientos de millones al Deutsche Bank. Claro que, esta entidad financiera hace años que negocia con el Gobierno norteamericano una multa de 14.000 millones de dólares por su participación en el escándalo de las subprimes. El acuerdo final debe recibir el visto bueno del nuevo Departamento de Justicia... nombrado por Donald Trump.

En Filipinas, el presidente Duterte, gran admirador de Donald, nombró a uno de los socios locales de Trump enviado diplomático en Washington. Y para empeorar las cosas, el enorme banco ICBC, propiedad del Gobierno chino, no es sino el inquilino de las oficinas más lucrativas de la Trump Tower de Nueva York y debe (o no) renovar su contrato de arrendamiento este año...

La lista sigue hasta Washington, donde Donald Trump abrió en plena campaña un hotel de lujo en la antigua sede de Correos, edificio que alquila al Estado. Después de instar firmemente a las delegaciones extranjeras a que alquilarán habitaciones allí, según dijo su abogada Sheri Dillon el 11 de enero, los beneficios obtenidos con la clientela oficial revertirán al Tesoro Público.

Mientras tanto, el negocio prospera. Trump alojó en su hotel a la mayoría de sus invitados personales a la ceremonia de investidura del 20 de enero, todos encantados de pagar a la Trump Organization un mínimo de 730 dólares por noche y hasta medio millón por una suite durante toda la semana. El almuerzo tradicional con los parlamentarios, celebrado tras la ceremonia, también se le suele facturar al Estado norteamericano, al igual que el desayuno de oración previo a dicha investidura. En la tribuna, ante los convidados, el nuevo presidente no pudo evitar vanagloriarse de su proeza inmobiliaria. “Esta sala de baile es magnífica”, ironizaba ante el micro. “Sólo pudo haberla concebido un genio”.

“¿Por qué revertiría sólo los beneficios?”, se pregunta Walter Shaub, director de la oficina de ética gubernamental, alarmado por que el presidente considere normal absorber sus gastos de explotación gracias a un conflicto de intereses. Este ultraje al nuevo Gobierno ha hecho que los republicanos electos, miembros de una comisión de la Cámara, le convoquen para dar cuentas por su “marcada afición” por las relaciones públicas. Una amenaza en toda regla.

Sin embargo, el Congreso tiene alguna que otra nimiedad que reprocharse, sobre todo el hecho de acelerar al máximo las declaraciones de los miembros más adinerados y más controvertidos del Gobierno, la mayoría de las veces antes de que sus declaraciones patrimoniales obligatorias fuesen debidamente verificadas.

No obstante, semejante maniobra se ha revelado inútil para Rex Tillerson, futuro ministro de Asuntos Extranjeros y hasta noviembre máximo responsable del grupo petrolero ExxonMobil. Éste, de forma ejemplar, se apresuró a liquidar todas las stock options que poseía, por valor de 50 millones de dólares, perdiendo 7 millones en la operación, para colocarlas en una blind trust, conforme a las reglas.

Después de la declaración del multimillonario Betsy DeVos, pronto máximo responsable de Educación del Gobierno de Trump, los parlamentarios tuvieron que pedir cierto tiempo para poder revisar el patrimonio y las operaciones de traspaso de sus 102 empresas privadas vinculadas al sector de la enseñanza: desde un grupo de guarderías y de servicios a la infancia a una agencia especializada en el cobro de deudas de préstamos suscritos por los estudiantes. Las décadas que ha dedicado al negocio de la escuela privada, su inmensa red de exsocios ¿no corren el riesgo de influir en sus funciones cotidianas al frente de Educación? Lo mismo da, parece.

Tom Price, futuro ministro de Sanidad, es un caso aparte. El representante de Alabama, expresidente de la comisión de Presupuesto, ha especulado –claramente– en Bolsa en valores de laboratorios farmacéuticos gracias a informaciones a las que había tenido acceso en virtud de su cargo. Price invirtió varias decenas de miles de dólares en acciones de un fabricante de material médico, Zimmer Biomet, dos semanas antes de que se sometiese a votación una ley que retrasaba una normativa que habría perjudicado a dicha empresa. El mismo diputado compró al menos 90.000 dólares en acciones de grandes laboratorios en 2016 poco antes de la votación de un texto reclamado por sus lobbies.

Estas sospechas, salpicadas de los posibles delitos de información privilegiada, han derivado en la apertura de una investigación en el Congreso que puede llegar a complicar su nombramiento. Pero estas acusaciones son difíciles de probar, tanto desde el punto de vista del momento de la compra de títulos, como en lo que respecta a su interés personal y financiero en las leyes que ha promovido. Price, republicano agresivo, siempre ha defendido la mayor laxitud de las leyes relativas a la industria farmacéutica. Parece que ese credo afecta positivamente a su cartera de acciones, que se estima ronda los 300.00 dólares sólo en dicho sector.

La declaración de Tom Price ha suscitado un visible malestar en el Congreso y en una mayoría republicana ganadora, pero perturbada por las contradicciones de la era Trump. El nuevo presidente, durante 18 meses, hizo campaña con la promesa de “drenar la ciénaga” de Washington y de acabar con una clase política elitista y corrupta. Pero su propio descaro en cuestiones éticas parece desmentir sus compromisos populistas. Prometía con mayor claridad la simplificación de las restricciones del Capitolio y el fin de lo políticamente correcto.

"Echadlos a todos"

Así se explica mejor las razones por las que la Cámara de los Representantes dedicaba su primera votación, el 3 de enero, no a la ejecución del programa de Trump, sino a la destrucción de la única salvaguarda ética del poder legislativo.

Reunido en la noche del 2 de enero, en una sala del subsuelo del Congreso, un grupo de representantes republicanos apoyó la “evisceración” instantánea de la Office of Congressional Ethics, oficina de investigación independiente interna al Capitolio, fundada en 2008, seis meses antes de la investidura de Barack Obama, para cerrar una década de escándalos de corrupción, marcada por las presiones de los lobbies y la condena de tres representantes a penas de prisión firmes.

Este gendarme interno debe presentar sus informes de investigación a la comisión de Ética del Congreso, pero hasta la fecha era totalmente independiente de ese cenáculo de parlamentarios integrado por los dos partidos, sospechoso de permisividad con sus iguales: la OCE puede, sobre todo, abrir una investigación tras recibir una denuncia o a raíz de revelaciones periodísticas. Puede publicar en su página web los nombres y los actos sospechosos cometidos por sus representantes. Desde su creación, se han llevado a cabo un centenar de investigaciones, un tercio de las cuales han derivado en acusaciones, desalojos discretos o, según la fórmula empleada, en una vuelta “al sector privado y a la vida familiar”.

El 2 de enero, los republicanos planeaban simple y llanamente acabar con ella: cambiarle el nombre, privarle del derecho de publicación, someterla a la tutela de la comisión de Ética –de buenas a primeras con capacidad para suspender cualquier investigación tras recibir una simple orden escrita–. Pero los teléfonos empezaron a sonar...

Kellyanne Conway, la imparable estratega de la comunicación del presidente electo, ya había ido de plató en plató a justificar el movimiento republicano cuando llegaron noticias frescas: más que de demócratas ultrajados, los que estaban colapsando las centralistas y los buzones de correo de los republicanos eran votantes de Trump; llamaban para recordarles los preceptos de la nueva era populista, exigir el fin de los tejemanejes y la purga de la ciénaga política que defendía su presidente.

Éste, alertado de la insurrección por su asesor Steve Bannon, mientras se encontraba en su residencia de Florida de Mar a Lago, rápidamente dio órdenes de dar marcha atrás. Publicó un doble tuit imperial a última hora la mañana: “Con todo lo que hay que hacer, ¿dar prioridad a debilitar a un gendarme de la ética independiente, por injusta que sea?”, se preguntaba. “Concentraos en la reforma fiscal, la sanidad y tantas cosas más importantes”. A continuación, escribía su acrónimo preferido, DTS, “drain the swamp”, drenemos la ciénaga.

El cambio de rumbo, la verdadera desbandada de los sublevados revelaba los límites de la nueva era Trump, la deferencia táctica de los congresistas por un presidente al que muchos de ellos deben su reelección el 8 de noviembre, pero también la vulnerabilidad de un poder parlamentario vilipendiado por ser la encarnación de la corrupción política. No sin razones. El Congreso sufre las consecuencias de su inmovilismo partidista desde 2008 tanto como de su imagen de asamblea de plutócratas.

Según los últimos datos disponibles (de 2015) del Center for Responsive Politics, una asociación de control al Congreso, la riqueza media de un parlamentario –algo superior al millón de dólares–, equivale a 18 veces la de los hogares americanos. En un momento en que el patrimonio del ciudadano medio ha caído o se ha estancado desde 2007, el de los representantes del Capitolio creció un 28% en el mismo periodo.

En la Cámara, Darrell Issa, representante republicana por California, se sitúa a la cabeza con un patrimonio neto estimado en un mínimo de 254 millones de dólares. Issa, un gamberro en su juventud, se enriqueció, ironías del destino, con el negocio de las alarmas de coche, sobre todo gracias a la marca Viper, que sigue empleando su potente voz para pedir a los ladrones potenciales que se alejen del vehículo.

Le sigue, muy por detrás, el texano Michael McCaul y sus 107 millones netos. Los siguientes, miembros del club de los 25 más ricos del Capitolio, son demócratas, como Nancy Pelosi, expresidente de la Cámara (27 millones de dólares) o Dianne Feinstein, senadora de California, cuya fortuna supera los 50 millones de dólares.

En lo que respecta a los ingresos, las dos mitades del hemiciclo no tienen estrictamente nada que envidiarse. Los demócratas, con una media de más de varias decenas de miles de dólares que los republicanos en la Cámara de los Representantes, sólo son deficitarios en el Senado, donde la promoción al departamento de Estado de John Kerry –casado con la heredera de Ketchup Heinz– ha lastrado las estadísticas de los partidarios de Obama y de Hillary Clinton. Los demócratas tienen un patrimonio medio de 1,7 millones frente a los 2,9 millones que declaran los republicanos.

El club de los congresistas más ricos, en los 80 compuesto esencialmente por herederos de grandes familias, ahora está plagado en esencia de hombres hechos a sí mismos o más precisamente de inversores decididos/informados. “La curva de crecimiento de sus ingresos, desde hace más de diez años, es calcada a las de la élite del 1% americano, que se ha enriquecido esencialmente gracias a sus inversiones en las finanzas y en el sector inmobiliario”, señalaba en 2014 Sheila Krumholz, directora del Center for Responsive Politics. “De ahí la cuestión ¿están en consonancia con el norteamericano medio?”.

A esa constatación se añade una evolución sociológica. Los nuevos representantes, en su mayoría, ya tienen posibles a su llegada al Congreso. Su pertenencia a este medio social garantiza la confianza de los donantes de fondos de campaña y el acceso a la red política financiera indispensable para su carrera. De ahí la predominancia, en el Capitolio, de una nueva raza de parlamentarios, híbrido de políticos y de hombres de negocios cercanos al perfil de un Donald Trump, que pasa su tiempo entre las sedes de las comisiones y las de los consejos de administraciones y a menudo poco sensibles al concepto de conflicto de intereses.

A Tom Price, especulador sin escrúpulos, no le faltan precursores, y más en la medida en que las reglamentaciones internas son laxas y dada la dificultad de los controles que han podido favorecer los abusos.

A finales de los años 90, un tal Alan Ziobrowski, profesor de Contabilidad de la Georgia State University, se enteró, al escuchar un debate en la radio, que los parlamentarios pueden, en la práctica, invertir en Bolsa en sectores sobre los que ejercen autoridad supervisora. ¿Está ahí el origen del delito de iniciados? Sus ingenuas investigaciones de las declaraciones de patrimonio de los representantes, concluidas en 2004 tras años de batalla con los archiveros del Congreso, ponen de manifiesto que entre 1994 y 1998 las carteras de acciones de los miembros del Congreso registraron ganancias del 6% al 12%, superiores a la media de Wall Street. “En un periodo tan largo, estos resultados no pueden ser casuales”, decía entonces. “Estos representantes se aprovechaban ostensiblemente de informaciones privilegiadas”.

¿Por qué habrían de evitarlo? La dalta de leyes que obliguen, sobre todo a los representantes, a respetar las normativas bursátiles se interpreta en su beneficio como un permiso permanente para defraudar. Habrá que esperar a marzo de 2008 para que la mayoría demócrata, en el poder desde hacía dos años, se ilustre con demostraciones de honradez al crear la Oficina de Ética Parlamentaria, la famosa OCE.

Las investigaciones internas de la oficina no pueden basarse en las declaraciones de patrimonio de los representantes porque el montante de los ingresos, de las inversiones y de las ganancias en Bolsa sólo se declaran como horquillas amplias. A falta de documentos digitalizados, esos informes garabateados a mano, compilados en carpetas de papel de formato dispar, en el fondo de archivos públicos en las mazmorras del Congreso, son de difícil acceso y la mayoría de las veces no se pueden estudiar por palabras clave.

No obstante, basándose fundamentalmente en comportamientos evidentes, denuncias y revelaciones de prensa, la OCE ha abierto un centenar de procedimientos en los 12 meses siguientes a su creación.

Un lobbista depredador, el célebre Jack Abramoff, está acusado de corrupción activa. Célebres parlamentarios, como el texano Tom Delay, expresidente republicano de la Cámara, dejan sus funciones por infringir la legislación relativa a la recaudación de fondos electorales. Bill Jefferson, demócrata de Louisiana, fue condenado a 13 meses de prisión por recibir sobornos. El representante de California Duke Cunningham, durante mucho tiempo residente en Washington en un yate amarrado en el Potomac que le regaló un importante proveedor del Pentágono, acabó su carrera en un centro penitenciario federal.

Pero estos escándalos no derivan en una legislación nueva relativa al control de los parlamentarios. Habrá que esperar a 2011, cuando Peter Schweitzer, investigador en el muy conservador Hoover Institute, publicó un libro titulado Throw Them All Out (“Échalos a todos fuera”), después a la emisión del reportaje 60 minutes en el que presentaban las acusaciones de delitos de iniciados (información privilegiada) en los dos partidos del Congreso, para que los parlamentarios recuperen su instinto de conservación política. En 2012, votaron por una casi conmovedora unanimidad la ley llamada STOCK, “Stop Trading on Congressional Knowledge” (Dejemos de especular gracias a informaciones parlamentarias).

Lo mismo da. Un año más tarde, los miembros de la Cámara, esta vez después de que muchos demócratas se encontrasen en el punto de mira por las revelaciones de Peter Schweitzer, trataban de limar los dientes a la Oficina de Ética prohibiéndole la publicación en la web de los casos en marcha. La indignación mediática les obligó a dar marcha atrás. Una ola populista antiWashington, alimentada por los talk shows de radio conservadores y por el Tea Party, pronto anunciaba la era de Donald Trump.

Así las cosas, habrá que asegurarse de que el nuevo presidente, él mismo enredado en sus propios conflictos de intereses, es de verdad la mejor elección para drenar la ciénaga política que pretende denunciar desde los primeros días de su campaña. _________

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Traducción: Mariola Moreno

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