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La democracia explicada a Emmanuel Macron

El presidente de Francia, Emmanuel Macron, a su llegada al desfile militar por el Día de la Bastilla en los Campos Elíseos en París.

Que los dos primeros meses de Presidencia de Emmanuel Macron confirmen unas políticas económicas y sociales ultraliberales no supone sorpresa ninguna, aunque resulte ser mucho más radical de lo que se anunciaba en el programa del candidato de En Marcha. La redacción de Mediapart, socio editorial de infoLibre, no deja de documentar, de forma rigurosa y precisa, todos los ataquesperpetrados contra el pacto social del país, contra sus grandes equilibrios económicos o contra los logros conseguidos por el mundo laboral. En ellos se dibuja una ofensiva tan coherente ideológicamente como peligrosa desde el punto de vista ecónomico, al servicio de intereses sociales extremadamente minoritarios.

Por el contrario, la práctica política del nuevo Gobierno resulta más inesperada por ser decididamente regresiva en algunos de los compromisos adquiridos –“Velaré por que nuestro país conozca una revitalización democrática. Los ciudadanos tendrán voz en este capítulo; serán escuchados” (discurso de investidura, pronunciado el 14 de mayo en el Elíseo)–, pero especialmente en algunos principios filosóficos en los que quiere inspirarse el presidente electo. Políticamente, la Presidencia Macron no es liberal, es decir que reivindica una vitalidad democrática que va mucho más allá de la mera práctica institucional. Para proteger intereses dominantes pero minoritarios, el liberalismo económico se adapta con frecuencia a un iliberalismo político, que valora la personalización, el autoritarismo y el verticalismo del poder en detrimento de una auténtica cultura democrática, que conlleva contrapoderes fuertes, escuchados y respetados.

En otros términos, la democracia no se limita al derecho al voto. Puede ser incluso su expresión más pobre si no se cumplen el resto de condiciones, que abarcan desde el derecho a hacer preguntas de la prensa al derecho de réplica de la oposición, sin contar con los demás derechos fundamentales, que garantizan la vitalidad (manifestación, reunión, negociación, huelga etc.). Por citar sólo un ejemplo, el pueblo turco padece en estos momentos aquello en lo que puede convertirse una democracia limitada a su expresión más somera como es el derecho al voto: la reelección de un presidente que no ha dejado de amordazarla, encarcelando a periodistas y opositores.

Evidentemente, no estamos en ese punto, pero ¿cómo no sentir preocupación por una democracia, la nuestra, que de buenas a primeras se ha quedado muda? Salvo un batallón de Insumisos/as –que resiste, haciendo ruido desde su impotencia parlamentaria– la oposición ha desaparecido. Mientras que, evidentemente, la derecha aprueba unas políticas con las que no se habría atrevido a soñar, la aplastante mayoría presidencial se comporta como una multitud sumisa, anónima y silenciosa, que acepta con celo su servidumbre. La “refundación política” prometida (en la redacción de Mediapart, el 5 de mayo) se ha traducido en una renovación física –una mayor diversidad, de género sobre todo–, que en absoluto es una renovación política: el pluralismo, los debates, disonancias y divergencias, que constituyen la riqueza de un movimiento partidista, parecen ajenos al movimiento En Marcha.

Ajena a la novedad reivindicada, la cultura política, que los primeros pasos de esta nueva Presidencia ponen de manifiesto, deja al descubierto una importante antigualla, por no hablar de un arcaísmo temible. Del inútil discurso en el Congreso de Versalles a la ridícula inmersión en el debate nuclear de un día después, Emmanuel Macron utiliza el enorme poder, efectivo y simbólico, que le ofrecen las instituciones de la V República, para acentuar la dominación absoluta e incontestable del hecho presidencial. Tanto el compromiso –con la mirada puesta en las legislativas de 2022– de acometer la reforma electoral para reflejar mejor la diversidad partidista del país, como la ley –promovida ante la insistencia del aliado François Bayrou– para incrementar los esfuerzos por moralizar la vida pública,no bastan para modificar la impresión de conjunto.

A menos que a esta democracia amordazada en el Parlamento –con el poder legislativo más incapaz que nunca a la hora de oponerse a las voluntades del ejecutivo–, se sume una democracia bloqueada en la relación de los nuevos gobernantes con la sociedad. “Circulen, aquí no hay nada que ver”, parece repetir, cuando surge alguna cuestión espinosa, el portavoz del Gobierno Christophe Castaner –símbolo, como Richard Ferrand en la Asamblea o Catherine Barbaroux en La República en marcha, de estos tránsfugas socialistas supervivientes de las viejas costumbres políticas, que utilizan para contrarrestar, en beneficio presidencial, el novedoso “desaloja” [consigna que los manifestantes comenzaron a aplicar durante la Primavera árabe], que de momento ha salvado sus carreras políticas profesionales–.

De este modo se descalifican sobre todo los escándalos –que no faltan en este nuevo Gobierno–, considerados desórdenes inútiles, aun cuando ilustran la pervivencia de prácticas que querríamos superar de una vez por todas, como es el uso con fines privados o partidistas de la posición de poder. Con mayor frecuencia, las preguntas molestas –tan necesarias para la salud democrática– no son bien recibidas hasta el punto de, simplemente, evitarlas. Así, la tradicional entrevista del 14 de julio –que los presidentes vienen concediendo desde la los tiempos de Giscard d’Estaing (1974-1981)– se ha suprimido este año con el pretexto (según los portavoces del Elíseo) de que las opiniones vertidas serían “demasiado complejas” para prestarse al juego de las preguntas de periodistas, mientras que, en la web del Elíseo, en el apartado “ruedas de prensa” se asume su inexistencia con un lapidario: “No se han encontrado resultados”.

Dicho de otro modo, Emmanuel Macron opta por no rendir cuentas. El hombre que, institucionalmente, ya tiene muy pocas cuentas que rendir, de momento opta por apartarse de esta práctica democrática elemental: afrontar la diversidad de cuestiones, cuestiones y críticas de opinión como las planteadas por los periodistas. Nuestra profesión, por definición no es pertinente, al contrario. Puede ser cortesana, conformista y gregaria, pero su existencia pone de manifiesto una exigencia que va más allá: el derecho a saber de los ciudadanos y la obligación de los gobiernos a explicarse.

En claro contraste con el trato cercano y familiar que marcó la campaña electoral, esta relación manifiestamente distante ante las preguntas de los medios –rápidamente instaurada y que va pareja a la privatización de la imagen presidencial de la que se encargan profesionales antaño dedicados a la prensa del corazón– muestra la verdadera cara de la “presidencia jupiteriana”, pronto reivindicada por Emmanuel Macron. Una Presidencia que está por encima de lo común y, por ende, de lo que tenemos en común y compartido. Una Presidencia sin suelo, en definitiva, inalcanzable en su Olimpo. Y, por tanto, una Presidencia aún más fuera de control que las precedentes, forzando ese narcisismo consustancial al presidencialismo: una Presidencia que sólo se somete al control del presidente sobre sí mismo y que no tiene otra medida que su diálogo personal con otros dioses, aunque sean diablos, como Donald Trump, Vladimir Putin o Benjamin Netanyahu.

Evitar las preguntas incómodas o que pueden resultar molestas, repercute evidentemente en la salud de una democracia francesa que no pasa por su mejor momento. ¿Quién no ve, incluso entre los que lo auparon al poder con sus votos, las numerosas objeciones que se pueden hacer a estos dos meses de Macron en la Presidencia? En el Estado policial que va a instaurar al incorporar al derecho común disposiciones recogidas en la legislación relativa al estado de emergencia; en la ausencia de políticas sino coherentes, cuando menos simplemente humanas, de acogida de refugiados y migrantes; en el regalo fiscal a los más ricos en detrimento de la mayoría; en la inexistencia de medidas concretas que vuelvan a dar sentido y validez a la palabra solidaridad. Sin contar, por supuesto, con el golpe antidemocrático de las medidas para saquear un siglo de conquistas sociales, que protegen a los que sólo tienen el trabajo como única riqueza.

Emmanuel Macron se precia de ser un intelectual, y no sólo el producto de esta enarquía que tanto ha arrebatado al bien común, que finge saber mejor que la gente lo que es bueno para ella. Para ilustrarlo, reivindica el apadrinamiento de Paul Ricœur, a quien ayudó en uno de sus últimos libros, La Mémoire, l’histoire, l’oubli [La memoria, la historia, el olvido]. Sin embargo, ahora como presidente de la República, parece no recordar uno de los aspectos democráticas en los que insistía el filósofo. Fue en 1968, en el prefacio de un libro publicado cuando el país, inmerso en el movimiento de mayo-junio, se levantaba contra un poder personal alejado e inalcanzable. La publicación, titulada La Presse, le pouvoir et l’argent [La prensa, el poder y el dinero], estaba firmada por un periodista de Le Monde, ardiente defensor de la independencia de la redacción, Jean Schwœbel. Hete aquí pues esta advertencia de que una prensa libre tiene que hacer recordar enérgicamente a un presidente olvidadizo.

En su defensa del necesario papel de “servicio de interés público” de una prensa digna de ese nombre, Paul Ricœur subrayaba el desafío democrático frente al riesgo de que la “dirección de los asuntos públicos la acaparen las oligarquías de capacitados”, que eventualmente pueden estar “vínculados a los poderes económicos”. E insistía: “En todas partes, la confiscación es la misma. Y todos nos lleva a ello: la complejidad creciente de los problemas en las sociedades industriales avanzadas, la pereza de los ciudadanos, sus deseos de bienestar sin trastornos de pensamiento, la comodidad de los propios capacitados, el interés de los feudos . La despolitización, en el fondo, no es otra cosa que dicha renuncia de la mayoría, recíproca a la confiscación de la decisión por parte de algunos. En este punto, la información es condición de democratización porque ¿qué es la democracia sino el régimen que garantiza a la mayoría –a todos, en el mejor de los casos–, en todos los niveles, la participación en la toma de decisiones?”.

En un año, se cumplirá medio siglo desde que se escribieron dichas líneas. Sin embargo, parecen escritas hoy, como un grito de alerta frente a esas “oligarquías de capacitados”, “vinculados a los poderes económicos”, cuya inconsciencia autocomplaciente propia de los vencedores efímeros arruina el ideal democrático.

Cuando se silencia la libertad

  Traducción: Mariola Moreno

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