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¿Por qué aún no ha terminado la crisis económica diez años después?

Un trabajador en la Bolsa de Nueva York (Estados Unidos).

Philippe Riés (Mediapart)

Diez años después del estallido en agosto de 2007 de lo que se convertiría en la gran crisis financiera son, simplificando, dos las interpretaciones que se enfrentan para explicar la duración inusual de una “convalecencia” interminable. Por un lado, está el “estancamiento secular”, concepto llegado de los círculos neo-keynesianos de Estados Unidos, que entiende la crisis como un déficit “estructural” de la demanda global que ya existía antes y que le sobrevivirá durante mucho tiempo. Por otro lado, se encuentra la tesis del “lastre del ciclo económico”, que explica que esta última crisis es el precio que hay que pagar por la incapacidad de domesticar un sistema financiero que alterna los auges más excesivos con las quiebras más severas. De estas dos visiones divergentes emanan recetas políticas radicalmente diferentes.

Los términos de este debate fueron expuestos por Claudio Borio, jefe del departamento económico y monetario del Banco de Pagos Internacionales (BPI, o BIS por sus siglas en inglés), durante una conferencia el pasado marzo en Washington. Con el espíritu de los trabajos de investigación del banco de los bancos centrales (llamado habitualmente así hasta el año 2008), que ya habían llevado al inicio de la década del 2000 a la institución con sede en Basilea a dar la voz de alarma (en vano), está claro que Borio está más cerca de la segunda teoría, con los defensores de la “escuela austríaca”.

La tesis del estancamiento secular, según explica Borio, podría ser reducida a tres propuestas. En primer lugar, “el mundo está obsesionado, y ya desde antes de la crisis, con una deficiencia estructural de la demanda global que debería persistir en el futuro y mantener un crecimiento lento”. Entre los factores comúnmente citados se señalan el envejecimiento de la población, las desigualdades entre ingresos y renta, y la caída de las inversiones relacionadas con el cambio tecnológico. Este último factor se une a la tesis del economista estadounidense Robert Gordon por el bajo impacto de los nuevos desarrollos tecnológicos sobre la productividad global (a diferencia de lo que ocurrió durante la primera y la segunda revolución industrial). Después, “el boom que precede a la crisis (la “burbuja”) es la única razón que ha permitido alcanzar el potencial de producción, es decir, el pleno empleo”. Por último, “y técnicamente”, añade Borio, “el tipo de interés real natural (o de equilibrio) se redujo de forma continua y se sitúo en un territorio negativo desde hace tiempo”.

A pesar de la “complejidad técnica”, hay que detenerse en este punto ya que ahora justifica el enfoque monetario “no convencional” adoptado por los principales bancos centrales (el de Japón, la FED, el BCE, el de Inglaterra, etc). El tipo de interés “natural” (o wicksellien, según el economista sueco Knut Wicksell que dio la primera definición) es lo que prevalece cuando la producción está en su nivel potencial, con una inflación estable. “Por así decirlo, teniendo en cuenta que la deficiencia estructural es superior a la demanda, los tipos de interés reales (ajustados por la inflación) deben ser negativos con el objetivo de garantizar una economía que funcione y que asegure el pleno empleo, evitando una espiral deflacionista ruinosa”, explica Borio. De hecho, “con las tasas de interés nominales caídas a cero, la bajada de los precios significa una subida de los tipos de interés reales, con todavía más peso en el gasto, un impacto negativo sobre la producción y el empleo, y, por tanto, en los precios, y así sucesivamente”. Recordemos que era el fantasma de la “espiral deflacionista” lo que les sirvió como argumento final a los bancos centrales para lanzarse a una desvergüenza sin precedentes en la política monetaria: flexibilización cuantitativa, tasas negativas o cero, balances hinchados convirtiéndose estas instituciones en fondos especulativos, etc.

 

Los ciclos financieros y los ciclos de negocios después de 1970

La hipótesis del “lastre del ciclo financiero” también se puede resumir, según Borio, en tres propuestas. Primero, el predominio de los ciclos financieros sobrealimentados e incontrolados, que tienen una duración mucho más larga que el “ciclo económico tradicional”, de 15 a 20 años contra los 8 a 10 (como se puede ver en el gráfico anterior). Después, “el boom que precede a la crisis impulsa la producción por encima de su potencial, en detrimento de su productividad”. Por último, “el tipo de interés natural o de equilibrio es muy superior y positivo de los que sugiere la hipótesis del estancamiento secular”. Por dos razones: no se puede estimar la tasa natural “sin tener en cuenta el crecimiento de los desequilibrios financieros”. Además, “el déficit global de la demanda ha sido sobreestimado, mientras que a la inversa la contribución fundamentalmente positiva, saludable, y los factores seculares de la oferta global, en coordinación con la inflación, ha sido subestimada”. Esta última observación se refiere a que la “gran moderación” nació principalmente de un suministro extra masivo de todo el mundo (con la entrada en el mercado de las economías emergentes o las excomunistas), mucho más probable que la teoría del “control” de los banqueros centrales encarnados por el maestro Alan Greenpan.

El estancamiento secular, la transformación de la opinión keynesiana

En cuanto al examen crítico del estancamiento secular, el economista del BPI señala que “toma la fuerza de ciertos elementos centrales de una teoría keynesiana ampliamente aceptada”: la correlación entre la bajada de los tipos de interés real y el buen comportamiento de la demanda consolidada; la curva de Phillips que muestra que la inflación evoluciona en sentido opuesto a la brecha de producción (real frente a potencial); y los efectos negativos de la aún débil demanda sobre la calificación de la mano de obra y la acumulación de capital. El problema es que no concuerda con la realidad, sobre todo en su país de origen, en Estados Unidos, donde el crecimiento (y el déficit de sus cuentas corrientes) no era en absoluto mediocre antes de la crisis cuando era una economía fuerte a nivel mundial. De ahí la celebración de la susodicha “gran moderación”. Para nada eran los signos de un déficit de demanda, interna o global.

En la edición del invierno de 2017 de la revista trimestral The International Economy, el eurodiputado alemán Joachim Starbatty y su compatriota Jürgen Stark, antiguo miembro de la junta directiva del BCE, recordaron que los propagandistas actuales del “estancamiento secular”, incluyendo a los neokeynesianos Larry Summer y Paul Krugman, sólo han rejuvenecido un concepto expuesto en los años 30 del siglo pasado después de la Gran Depresión por Alvin Hansen, conocido como el decano americano del keynesianismo.

Que esta tesis haya resurgido después de otra gran conflagración financiera no es, por supuesto, cuestión de azar. Pasando por los autores, que señalan que la hipótesis del estancamiento secular tiene la ventaja de exonerar de sus responsabilidades a los que ayudaron a crear las condiciones de la gran crisis económica por una política monetaria obstinadamente asimétrica y a favor de la permisividad (entre otras, la FED de Greenspan) o por una desregulación financiera ciega (entre otros, el propio Summers). Y, lo que es más importante, remite a la disputa entre John Maynard Keynes y Joseph Schumpeter.

Una objeción importante de el austriaco Schumpeter a las recetas de Keynes y de sus seguidores para salir de la crisis (básicamente, por el apoyo de la demanda a través del gasto público y la creación monetaria) es, justamente, que endeudan el proceso de saneamiento y de renovación de la esfera productiva, las únicas que pueden recrear las condiciones de un crecimiento sostenible. Un proceso que Schumpeter expuso en 1912 en su Teoría del desarrollo económico y bautizado más tarde como “creación destructora”.

“Una política que tiene como objetivo impedir este proceso con la ‘moneda más barata’ y con la estimulación de la demanda por parte del gobierno con la esperanza de que esta debilidad sea eliminada por una recuperación económica supone que la estructura de producción existente pueda también hacer frente a necesidades futuras”, escriben Starbatty y Stark, que continúan explicando que “no obstante, y esta es la gran contradicción, una política que pretende salvar lo que es viable como para preservar lo que no es viable dificulta a la economía nacional avanzar en la senda del crecimiento sostenible”. Y, como es lógico, ellos citan como “ejemplo insignia” la zombificación de una parte de la economía japonesa condenada, tras el estallido de la burbuja especulativa de los años 80, a más de un cuarto de siglo de estancamiento por la combinación de la ilusión presupuestaria keynesiana (deuda pública al 250% del PIB) y del desenfreno monetario (el balance del Banco de Japón se mueve hacia el 100% del PIB). Estudios recientes del BPI y la OCDE han expuesto esta zombificación progresiva de las economías avanzadaszombificación y su contribución a la caída de la productividad y del crecimiento potencial. ¿La campeona de la zombificación? Greciazombificación (como se puede ver en el siguiente gráfico).

 

Porcentaje de capital y de trabajo invertido en empresas zombies

El juicio de Claudio Borio es más matizado y distingue, por un lado, una “fase de gestión de la crisis”, en la que “la política monetaria desempeñó un papel crucial, en línea con su función histórica de prestamista en última instancia”. A continuación, la “fase de resolución de la crisis”, durante la cual “se hizo muy poco para limpiar los balances y se basan excesivamente en una gestión tradicional de la demanda consolidada, especialmente en materia de política monetaria”. Pero recuerda que “tal respuesta no funciona cuando el sector privado está sobreendeudado [...] y cuando el sistema bancario en quiebra no consigue transmitir impulsos políticos”. Diez años después, el fracaso es evidente. Anatole Kaletsky, de Gavekal Research, observó que la “década perdida” (una frase acuñada en Japón a finales del último siglo) dejó al PIB consolidado en los países desarrollados en un nivel inferior al 25% con respecto a la tendencia del último medio siglo anterior a la gran crisis financiera.

El BPI no ha dejado de alertar sobre los efectos negativos y los peligros de una prolongación indefinida de respuestas de emergencia que los seguidores de Keynes han transformado en prescripción permanente por oportunismo político o, en el caso de los principales bancos centrales actuales, por miedo a los efectos del síndrome de abstinencia. La mala distribución de los recursos para alimentar a las burbujas especulativas, pasando por el fomento de la laxitud fiscal (ya que la deuda “no cuesta nada”), Borio los enumera destacando los progresos más recientes como “la expansión después de la crisis de crédito en dólares fuera de Estados Unidos confirmada en la última revista trimestral del BPI”. Es el efecto de apalancamiento financiero en dólares que provocó la crisis económica asiática de 1997-1998.

En este contexto, la disminución gradual de las tasas de interés “natural” no dependen de un supuesto “estancamiento secular” y, sin embargo, ya parece pasada de moda desde la elección presidencial de Estados Unidos, y, en buena medida, se debe al resultado de una política monetaria que responde de una forma asimétrica al ciclo financiero. “Y en una sucesión de ciclos de negocios y finanzas, tal política puede provocar una decadencia a largo plazo de los tipos de interés real. Mientras la inflación no aumente mucho durante el boom, ayudada en parte por los vientos a favor de la globalización y la credibilidad de los bancos centrales, una política monetaria orientada y centrada en la estabilidad de precios a corto plazo tiene pocos incentivos para apretar los tornillos y frenar el crecimiento de los desequilibrios financierosapretar los tornillos”. En sentido contrario, al menor signo de debilidad de la economía, o por razones francamente extravagantes (como el miedo al “efecto 2000”), abre las puertas a la creación de dinero.

Esta falta de comprensión del fenómeno de la inflación en una economía sin fronteras ha tenido un gran impacto antes y después de la crisis. El impacto de la globalización sobre la formación de precios y salarios “habría ayudado a los bancos centrales durante la larga fase de deflación anterior a la crisis, pero les habría complicado la tarea después, cuando buscaban aumentar los precios para alcanzar sus objetivos. Los vientos de cola se convirtieron en rachas en contra”.

El espectro de la deflación

En todo este asunto, los bancos centrales (y no solo ellos) parecen cegados por un miedo ancestral vinculado a un episodio único de la historia económica, la Gran Depresión en Estados Unidos, mitificada en el “cuento” del pensamiento único keynesiano: el espectro de la deflación. Según explica Borio, “de hecho, la experiencia histórica justifica ampliamente una interpretación benévola de la deflación”. En trabajos recientes sobre la relación entre la deflación con los precios de los activos y la deuda en 60 países durante un período de 160 años, “comprobamos que la vinculación es débil entre la deflación y la rentabilidad inferior de la producción, y que esa relación se debe principalmente a la experiencia durante la Gran Depresión”. Es más, esta interrelación estadística llega a desaparecer en este período si también se toma en consideración la caída de los precios de los activos (es decir, el coste de una purga beneficiosa). Y “no encontramos ninguna evidencia de una interacción entre la deflación y la deuda (la deflación fischeriana o teoría de la deflación de la deuda expuesta por Irving Fisher en 1933), aunque aparezcan entre los precios la propiedad y la deuda, tal y como lo confirmó recientemente la gran crisis financiera. Todo esto apunta el papel crucial de los ciclos financieros para infligir daños económicos”.

En conclusión, para este economista del BPI: “Las dificultades actuales de la economía global resultan en gran medida una serie de auges financieros que fueron errores y una respuesta política inadecuada, sesgada”. Esta respuesta política no sólo impidió restaurar el potencial de crecimiento de la economía mundial sino que introdujo, según Borio, tres factores de riesgo.

Un “riesgo coyuntural”, ligado a la aparición de desequilibrios financieros en grandes países emergentes o menos afectados por la gran crisis financiera. Riesgo agravado por la falta de credibilidad de la política monetaria y las tentaciones proteccionistas.

En segundo lugar, un “riesgo estructural” nacido de la “inestabilidad incrustada en la economía global” por la perspectiva de nuevas tensiones financieras que todavía se ven ensombrecidas por la falta de munición política (gastada en la crisis anterior) y la presencia de una trampa de deuda. “La acumulación de deuda y las distorsiones en los modelos de producción y de inversión inducidos por bajos tipos de interés obstaculizan el regreso de estos tipos a niveles más normales. Hay algunas señales que hacen temer que esto ocurra: la política monetaria ha alcanzado su límite, la situación fiscal de muchas economías parece insostenible, especialmente por el envejecimiento de la población y, a nivel global, los ratios de endeudamiento en relación con el PIB siguieron creciendo después de la crisis”.

Por último, un “riesgo institucional” que se beneficiaría de nuevas tensiones financieras en preparar el camino para un “orden económico global” que ha resistido bastante bien el impacto de la gran crisis financiera. “La tentación de liquidar la deuda por una combinación entre una mezcla de inflación, de represión financiera y de autarquía podría volverse irresistible”. Prevenir estos riesgos implicaría reequilibrar el policy mixpolicy mix [combinación de la política monetaria y fiscal de un país] en detrimento de una excesiva dependencia de la política monetaria y a favor de medidas estructurales que pueden aumentar el potencial de crecimiento y colocar, por fin, una regulación monetaria y presupuestaria que “evite sistemáticamente los auges y las quiebras, en lugar de confiar exclusivamente en una política prudencial” (en los sucesivos acuerdos de Basilea y sus sustitutos).

Lo que podría hundirnos en un abismo de perplejidad es el hecho de que el trabajo llevado a cabo desde hace más de 15 años en el BPI, antes y después de la crisis, sigue cayendo en oídos sordos, empezando por los bancos centrales, a pesar de ser los principales “accionistas” de la institución con sede en Basilea. La respuesta es, sin duda, que los banqueros compartan con los políticos y los “mercados” un horizonte a corto plazo. “La fórmula keynesiana no forma parte de la solución a los problemas: se refiere sólo a efectos a corto plazo”, explican Starbatty y Stark, que aseguran que “a medio plazo, conduce a nuevos excesos y exacerba las crisis en las finanzas públicas y las consecuencias negativas de las políticas monetarias excesivamente laxas que se aplican en la actualidad”. Para ambos, “ya es hora de que los economistas se libren de Keynes y sus discípulos, y se interesen más por la escuela austríaca y estudien las reflexiones de sus representantes más importantes: Carl Menger, Eugen von Böhm-Bawerk, Joseph Schumpeter, Ludwing von Mises y Friedrich August von Hayek”. Y adjuntan una recomendación de von Mises: “La tarea de la economía es anticipar los efectos más lejanos, y así permitirnos evitar buscar curas a nuestros problemas actuales sembrando los gérmenes de enfermedades mucho más graves en el futuro”. ________

Diez años del estallido de la crisis: qué se ha rectificado y qué no de las causas de la gran recesión

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Traducción: Alba Precedo

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