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La alianza inédita entre EEUU, Israel y Arabia Saudí para imponer un plan de paz a los palestinos

Miles de palestinos se han echado este miércoles a las calles para protestar contra Donald Trump.

El anuncio por parte de Donald Trump del reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel es un cohete de dos tiempos. Y no se descarta que estalle en pleno vuelo. Primer tiempo: “Es hora de reconocer oficialmente a Jerusalén como capital de Israel. Reconocemos la evidencia, la simple realidad. Jerusalén no es sólo la ciudad de las tres religiones, es la capital de una de las mayores democracias del mundo”, declaraba el miércoles Trump. De manera inmediata, el presidente norteamericano confirmaba el futuro traslado de la embajada de Estados Unidos, de Tel Aviv a Jerusalén.

Este reconocimiento declarado por parte del presidente no hace sino romper con 70 años de políticas norteamericanas. No hace sino desatar las protestas, primero en Palestina y a continuación en el mundo árabe y entre los europeos; indigna al papa y altera la situación a partir de la cual trataba de reconstruirse –no sin esfuerzo– un proceso de paz paralizado desde hace años. En la misma declaración, Donald Trump hacía referencia al otro tiempo del cohete: un acuerdo de paz árabe-israelí que dice estar “determinado a alcanzar”, reafirmando con ello que Estados Unidos se postula a favor de una solución de “dos Estados”.

Este anuncio de Trump relativo a Jerusalén debería articularse con “este segundo paso”, el de la construcción –bajo la égida de EE.UU.– de un acuerdo de paz entre Israel y Palestina. Se trata del conocido como “big deal”, tantas veces mencionado por Trump, quien anhela con triunfar allí donde todos sus predecesores han fracasado. Rex Tillerson, secretario de Estado norteamericano, también intentó recordarlo el miércoles en la reunión de la OTAN en Bruselas. Para responder a las numerosas críticas de sus socios europeos, Tillerson quiso insistir en que la paz seguía siendo posible y en que el presidente se encuentra “muy determinado” a alcanzar un acuerdo.

Pero, ¿cómo pensar en lograr un acuerdo después de este reconocimiento de Jerusalén, recibido como una provocación por parte de la mayoría de los actores –más o menos– implicados en el conflicto árabe-israelí? Trump, una vez más, ¿sólo se preocupa por sí mismo, destruyendo de paso el trabajo de su Administración y de sus emisarios? O, por el contrario, ¿quiere hacer de Jerusalén el catalizador que le permita imponer a los palestinos su big deal?

Desde hace unos meses, se está fraguando una configuración inédita en Oriente Medio. Antaño enemigos acérrimos, a día de hoy Arabia Saudí e Israel unen su influencia a la de Estados Unidos para convencer –o más bien para obligar– a los dirigentes palestinos a aceptar un nuevo plan de paz. ¿Cuál es dicho plan?

En la noche del 6 de noviembre, cuando se encontraba en El Cairo, donde se llevaban a cabo las difíciles negociaciones de reconciliación entre Fatah y Hamas, el presidente palestino Mamud Abbas, fue invitado a viajar a Riad. Abbas se entrevistaba entonces con el joven príncipe heredero Mohammed ben Salmán (MBS), cuya ambición aventurera y liderazgo reformado –pero muy poco democrático– están trasformando las relaciones de fuerza en la región.

Mahmud Abbas no compareció públicamente para informar del contenido de su entrevista con MBS. Sin embargo, según declaraciones de los cinco miembros de su delegación y las informaciones de fuentes diplomáticas, estas serían las grandes líneas del “plan de paz” adelantado por el príncipe heredero y rechazado, después de una conversación mucho más extensa de lo previsto, por Mahmud Abbas.

El plan de Arabia Saudí

¿Qué propone? Un Estado palestino formado por varias partes de Cisjordania, sin continuidad territorial, y una soberanía limitada de los palestinos en su propio territorio. La mayoría de las colonias actuales de Cisjordania se mantienen, bajo control israelí. Jerusalén se convierte en la capital de Israel, pero no la del Estado palestino disperso, que podría instalarse en Abu Dis, un núcleo urbano de Jerusalén Oriental, pero aislado de la ciudad por el muro de separación levantado. El plan incluye otra disposición: no se prevé derecho de retorno, ni siquiera simbólico, de los refugiados palestinos ni de sus descendientes.

Este plan ya no tiene nada que ver con “la iniciativa de paz árabe” de marzo de 2002, presentada por Arabia Saudí, que ofrecía una normalización de las relaciones entre Israel y sus vecinos árabes, a cambio de la retirada total de Israel de los territorios ocupados en 1967. ¡Incluso es más discriminatorio para los palestinos que todas las propuestas por Israel desde hace dos décadas! “Nunca habían ido tan lejos los norteamericanos, en ese desequilibrio a favor de Israel. Y lo extraordinario es que adelantan un plan así con el aval y la colaboración activa de Arabia Saudí”, apuntan fuentes cercanas al presidente palestino.

En este proyecto de acuerdo han trabajado, en secreto, durante meses, dos de los asesores más próximos a Donald Trump, su yerno Jared Kushner y su emisario para Oriente Próximo, Jason Greenblatt. Los dos hombres se encuentran personalmente implicados en las políticas israelíes de colonización y están vinculados a la derecha nacionalista israelí. Un plan así va en contra de las principales resoluciones de Naciones Unidas relativas a la cuestión árabe-israelí. Y, para Mahmud Abbas, es claramente inaceptable.

Para tratar de flexibilizar la posición de su interlocutor, Mohammed ben Salman lo intentó casi todo, combinando el palo y la zanahoria. En un primer momento, propuso financiar un importante apoyo a la economía de esta Palestina “independiente”. Después, pasó a las amenazas: poner punto y final a toda ayuda financiera a la Autoridad Palestina, que hace mucho tiempo que está siendo asistida por la comunidad internacional. Por último, dejó que se filtrara el rumor de que Mohammed Dahlan, el enemigo número uno de Abbas a quien sueña suceder, había dejado su exilio dorado en Emiratos Árabes Unidos –donde vive desde 2011– para ir a Riad, coincidiendo con Mahmud Abbas. Como si el joven príncipe saudí quisiera hacer entender al viejo presidente palestino que el relevo está listo, por si se mostraba obstinado.

Habida cuenta de la conmoción causada en parte del mundo árabe ante estas propuestas, que parecen dictadas por Israel, Riad daba marcha atrás. Así las cosas, las nuevas presiones a Abbas procedían de Washington. En un primer momento, la Administración norteamericana anunciaba, el 18 de noviembre, su decisión de no renovar la autorización, revisable cada seis meses, que concedió a la OLP en los 80, de contar con representación en Washington.

Oficialmente se trata de disuadir a los palestinos de solicitar a la Corte Penal Internacional –que Estados Unidos e Israel no reconocen– la apertura de una investigación relativa a la implicación de los responsables israelíes en la colonización, contraria al derecho internacional. Una semana más tarde, después de que los palestinos anunciaron su intención de suspender todas sus comunicaciones con la Administración norteamericana, ésta daba un giro de 180 grados y anunciaba que la oficina de la OLP permanecerá abierta.

La segunda intentona de presión diplomática publica se produjo la semana pasada, cuando Trump anunció que contemplaba, como prometió en campaña, trasladar la embajada americana en Israel, de Tel Aviv a Jerusalén. Este traslado, confirmado este miércoles, se presenta ahora como la consecuencia lógica del reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel.

El destino de Jerusalén, que en el plan de reparto de 1947 era un corpus separatum bajo régimen internacional especial, junto a los Estados judíos y árabe futuros, debía debatirse en las negociaciones sobre el estatuto de permanencia previstas por los Acuerdos de Oslo y que nunca se dieron. El reconocimiento estadounidense de la ciudad como capital israelí supone una aprobación de la anexión unilateral de la ciudad oficialmente proclamada en 1980, por iniciativa de Menahem Begin, “capital reunificada del Estado de Israel”. Violando el derecho internacional, sin que a día de hoy haya sido castigado.

El miedo a Irán, clave

¿A qué se debe esta repentina alianza de facto entre Arabia Saudí s Israel a favor de un plan de paz americano? ¿Por qué estas concesiones sin precedentes de Estados Unidos a Israel? La clave está en la inédita convergencia saudí-israelo-norteamericana en contra de Irán. Para el Gobierno israelí, Irán, es sabido, es un enemigo mortal, una “amenaza existencial”. Así lo repetía el primer ministro israelí, invocando el riesgo de que Teherán se dote de la bomba atómica

La firma, en julio de 2015, entre Teherán y los “5+1”, del acuerdo histórico relativo a la desmilitarización nuclear iraní, no ha tranquilizado a Netanyahu. No ha dejado de denunciar la doblez de Irán y la inocencia de los otros firmantes. Y esto pese al respeto escrupuloso, hasta entonces, por parte de Teherán, de las disposiciones de control previstas en el acuerdo. A este pánico nuclear, real o fingido, hay que añadirle la ayuda monetaria y en armas proporcionada por Teherán a Hamás, el apoyo iraní directo a Hezbolá –cuyos nuevos misiles pueden alcanzar a Tel Aviv, desde el sur de Líbano– y sobre todo el papel decisivo desempeñado en Siria, al lado de los rusos, por parte de Irán y de sus milicias.

La decisión iraní de contar con al menos dos bases militares permanentes en Siria, al sur de Damasco –próximas a la frontera norte de Israel– ha sido vista por el Tsahal (el Ejército israelí) como una línea roja. Al menos una de las dos bases ya ha sido alcanzada por aviones israelíes.

Netanyahu y sus asesores han buscado, y hallado, un aliado regional contra Teherán: Arabia Saudí. Poco importa si se trata de una monarquía absolutista gobernada por la sharía, que financia desde hace décadas la expansión del islam integrista. O si es el país que vio nacer a Osama bin Laden y a 15 de los 19 piratas aéreos kamikazes del 11-S.

Sucede que esta aversión histórica de Israel a Irán ha encontrado, del lado saudí, la firme pretensión de Mohammed ben Salman de conservar, en el reino wahabita, la autoridad regional que Teherán parecía amenazar. Antes incluso de su nombramiento como príncipe heredero, en junio, MBS, mostró su voluntad de contrariar las ambiciones regionales prestadas a Irán poniéndose a la cabeza, en marzo de 2015, como ministro de Defensa del Reino, de una coalición árabe sunita en contra de la rebelión houthi de Yemen, inspirada en un movimiento religioso próximo al chiísmo, y acusada de contar con el apoyo de Teherán.

Siempre con el objetivo de frenar la influencia iraní, Riad, seguido por una coalición de aliados y de obligados sunitas, decidió en junio pasado poner en cuarentena a Catar, irreprochablemente wahabita, pero bien situado respecto a los Hermanos Musulmanes y sobre todo acusado de mantener relaciones demasiado cercanas con su vecino iraní, socio de Doha en la explotación de un enorme yacimiento de gas en aguas del golfo árabe-persa.

No obstante, la voluntad, por parte de un príncipe wahabita, de contener la influencia del chiísmo de la República Islamista no explica por sí misma la ofensiva diplomática masiva de Riad contra Teherán.

La gran influencia de Irán en Irak –donde está en el poder la mayoría chiíta desde la caída del régimen de Sadam Hussein– y el papel decisivo de los combatientes iraníes y de sus milicias en el restablecimiento militar de Bashar al Assad, indica, en opinión de los saudíes, que se está fraguando una nueva situación estratégica regional: ya existe un pasillo chiíta, desde Teherán a Líbano, pasando por Bagdad y Damasco, en pleno mundo sunita. Y la firma, por parte de Teherán, del acuerdo nuclear internacional, que parecía sellar el retorno de Irán al concierto de las naciones respetables, no es recibido como más tranquilizador ni por los saudíes ni por los israelíes. Aunque por motivos diferentes.

En Riad, se ha calculado que el fin de las sanciones contra Irán iba a permitir que la República Islámica recuperase cerca de 135.000 millones de euros de haberes bloqueados en el extranjero. Una suma que podría, según los dirigentes saudíes, destinarse a apoyar a las milicias chiíes y al desarrollo de las capacidades militares de Bagdad. Ahí encontraríamos la explicación a la apertura diplomática ahora pública de Arabia Saudí a Israel. Una iniciativa simbolizada con la entrevista, hace tres semanas, del general Gadi Eizenkot, jefe del Estado mayor del ejército israelí, en la web de información saudí Elaph. En la entrevista recordó que ambos países nunca habían combatido y se declaró dispuesto a compartir “información” con Arabia Saudí para frenar la influencia iraní en la región.

Semejantes disposiciones de una parte y otra sólo podían encantar a la Casa Blanca. Primero porque las “Administraciones norteamericanas, cualquiera de ellas, nunca han podido superar el traumatismo que supuso la interminable crisis de los rehenes, retenidos en la embajada americana de Teherán, de 1979 a 1981”, como explica Philip Golub, profesor de Relaciones Internacionales en la Universidad Americana de París. Ver como los dos mejores aliados de Estados Unidos en Oriente Próximo se acercan para combatir, a su lado, al “gran satán” iraní es un cambio providencial.

Jared Kushner reanudó relaciones de amistad con el joven príncipe heredero saudí, cuatro años menor que él. Pretende hacer avanzar el acuerdo árabe-palestino anunciado por su suegro y concebido por él, sin perjudicar a los intereses de sus interlocutores israelís; para ello, contar con el apoyo saudí para vencer las resistencias palestinas es una jugada maestra, pero el “riesgo Trump” permanece, ya que la iniciativa del reconocimiento de Jerusalén como capital israelí puede destruir esta repentina coalición árabe saudí-israelí y volver a unir al mundo árabe. Salvo que el estatus de Jerusalén alterado de este modo se convierta en elemento clave en las negociaciones para hacer que se dobleguen a los palestinos. La respuesta, en próximas semanas. ________________

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Traducción: Mariola Moreno

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