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Un imaginario democrático

Meryl Streep como Katharine Graham en 'Los archivos del Pentágono', de Steven Spielberg.

La película Los archivos del Pentágono viene a enriquecer la larga lista de películas de Hollywood que versan sobre el periodismo, recopiladas en 2004 en Print the Legend, un libro a modo de inventario, editado por Les Cahiers du cinéma. En Estados Unidos, para bien o para mal, alabado o criticado, el periodismo se presenta como un héroe indiscutible del imaginario colectivo, propulsado gracias al arte popular por excelencia que es el cine. Esta visión legendaria del papel de este oficio en democracia no impide, en modo alguno, reflejar el lado oscuro, corrupción incluida; destaca el célebre Ciudadano Kane de Orson Welles (1941) –alegato contra la transformación como poder intratable de una libertad indócil– o sus límites –es el caso de The Insider (Michael Mann, 1999), relato verídico sobre las presiones de la industria del tabaco a la emisión estrella de la cadena CBS, 60 Minutes–.

Pero a través de la figura de periodistas que desafían las prohibiciones y a los gobiernos, la mayoría de estas películas de Estados Unidos presentan un ideal democrático que, lejos de limitarse a la política, sus instituciones y sus representantes, se presentan a la altura del individuo, de la valentía personal y de la toma de riesgos. Al servicio del público, del derecho a saber de los ciudadanos para que sean libres y autónomos; el periodismo entendido de este modo recuerda que la democracia es una cultura compartida, hecha de principios intangibles y de valores fundamentales. Y, sobre todo, que hay que pelear por ella en la medida en que este ideal siempre será objeto de ataques de los poderes, políticos, estatales y económicos, que no soportan la no docilidad de esta libertad fundamental, irreductible a cualquier sumisión a intereses particulares.

En 1952, cuando imperaba el maccarthismo, esa caza de brujas –comunistas, cabe suponer–, instigada principalmente por el senador Joseph McCarthy y que hoy recuerda a intolerancias hacia otras formas de disidencia, aparecieron dos películas inolvidables en las que el periodismo es el héroe. Deadline USA (El cuarto poder, en su versión española), de Richard Brooks, con Humphrey Bogart en el papel protagonista, narra la resistencia de un redactor jefe al control de su periódico por parte de contrarios a la libertad de prensa. En el tribunal se escucha un magnífico alegado a favor de dicha libertad de prensa. No obstante, mi película preferida es la desconocida Park Row, de Samuel Fuller, versión novelada de la manera en que Joseph Pulitzer (1847-1911) sacudió al establishment conformista y a la prensa con el New York World dirigiendo una campaña popular para que la estatua de la libertad, regalo de Francia, se sitúe por fin en la explanada frente a la bahía de Manhattan.

Así que, frente a la Presidencia Trump, Spielberg recupera la defensa del periodismo como contrapoder indispensable que ya enarboló George Clooney con la Administración Bush en la producción Buenas noches y buena suerte (2005), película sobre Edward R. Murrow (1908-1965), periodista de televisión que, en 1953, provocó la caída del senador McCarthy. En ella se puede escuchar el discurso que pronunció tres años después, cargando contra una televisión “utilizada esencialmente para distraernos, ilusionarnos, divertirnos, desolidarizarnos”, acompañado de un llamamiento a la resistencia de los periodistas, para que den la batalla en defensa de la dignidad del oficio y de la calidad de los contenidos. En Los archivos del Pentágono, se aborda la independencia: saber resistir a las presiones, atreverse a publicar lo que los poderes quisieran acallar, emanciparse de la tutela de los propietarios, defender el poder soberano de la redacción.

En un momento en que las concentraciones mediáticas y las quiebras proliferan con la revolución digital; en que intereses exteriores, ajenos a la información, toman el control de los medios de comunicación, Steven Spielberg ha preferido este ángulo original en lugar de abrir otras vías más evidentes porque en 1971, el verdadero héroe de esta historia es el lanzador de alertas, Daniel Ellsberg, el analista de la Rand Corporation que permite revelar los miles de páginas de documentos secretos procedentes del Pentágono sobre la gestión falsa y criminal de la guerra de Vietnam llevada a cabo por tres presidentes norteamericanos. El realizador deja a un lado al diario que en el origen de las revelaciones, The New York Times –un medio ya reconocido–, para poner el foco en el outsider, The Washington Post, que entonces era un simple diario local, aunque fuera el que se editaba en la capital de Estados Unidos, donde se encuentra el Congreso y la Casa Blanca.

Cuando una decisión judicial prohíbe al diario neoyorquino la publicación de documentos de defensa confidenciales, bajo pena de cárcel, su aliado y rival de Washington va a tomar el testigo y desafía la prohibición; afortunadamente, el recurso ante el Tribunal Supremo resulta favorable a la libertad de prensa y anula la prohibición. La tensión del guión, centrada en la relación entre el redactor jefe, Ben Bradlee (1921-2014) –también lo será en el escándalo del Watergate, años después, que terminó con la caída de Nixon– y la propietaria Katherine Graham (1917-2001), reposa sobre una única cuestión: ¿se atreverán a publicar los papeles o se plegarán ante la prohibición?, ¿las presiones del entorno social de la propietaria, ella misma tradicional y conservadora, se impondrán o, por encima de las sensibilidades políticas de unos y otros, el principio de derecho a conocer lo que es de interés público los unirá?

Como sucede en todas las películas mencionadas y en otras, Los archivos del Pentágono sumerge, a la fuerza, al periodismo francés en un sentimiento contradictorio. De entusiasmo y de malestar. De entusiasmo por su oficio, cuyo ideal se encuentra muy por encima de sus pequeñeces y de sus cobardías. De malestar por el país, porque el imaginario democrático no sólo está ausente en nuestro cine como novela nacional, sino, además, se encuentra dañado por su discurso político, incluso mediático, que lo maltrata o desacredita. La corta historia de Mediapart –socio editorial de infoLibre–, que cumple diez años en marzo, puede dar fe de ello, desde el caso Bettencourt al escándalo Sarkozy-Gadafi, pasando por la cuenta de Cahuzac; esta corta historia se encuentra marcada por batallas a contracorriente para imponer la verdad de nuestras informaciones y defender la legitimidad de su publicación. Y todo ello no sólo ante la Justicia, sino también ante la opinión, frente a la adversidad coaligada del mundo político y de los medios de comunicación dominantes.

Orígenes de la débil cultura democrática francesa

La historia de este desfase entre Francia y Estados Unidos está por hacer; la clave es, evidentemente, política antes de traducirse en un contraste cinematográfico –resulta difícil encontrar una gran película francesa en la que el periodismo se presente como un soldado heroico de la democracia–. Sin duda, hay que remontarse muy atrás en el tiempo, hasta las fuentes del iliberalismo francés, ese privilegio dado al poder, sobre todo bajo forma estatal, en lugar de al individuo y a sus audacias solitarias. Porque al tratarse de la libertad de prensa, de información y de expresión, la cultura política dominante francesa, tanto de izquierdas como de derechas, mantiene desde los primeros debates revolucionarios una relación de desconfianza frente a un derecho fundamental que le parece un desorden potencial.

La primera formulación de esta libertad fundamental, surgida a raíz de los debates del verano de 1789, el artículo 11 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, se acompaña de un “salvo” restrictivo. Esta restricción sólo vale en este caso concreto, las otras libertades sólo tienen los límites que les imponen otros derechos, como se recoge en el previo artículo 4: “La libertad consiste en poder hacer todo lo que no molesta a los demás; de modo que, el ejercicio de los derechos naturales de cada hombre sólo tiene como límite el que garantiza al resto de miembros de la sociedad el disfrute de estos mismos derechos. Estos límites sólo pueden venir determinados por la ley”. O sólo la “libre comunicación de los pensamientos y de las opiniones”, aun cuando es considerada como “uno de los derechos más preciosos del hombre”, se ve formulada con una reserva explícita: “Por tanto, todo ciudadano puede hablar, escribir, imprimir libremente, excepto cuando se abuse de esta libertad en los casos determinados por la ley”. Un “excepto” que sigue reclamando lo que le corresponde.

No se trata de abordar aquí los debates recurrentes sobre la libertad de prensa post-1789, donde se manifiesta ya la tentación de constreñirla y de controlarla frente a esta imprevisible “revolución del periódico”, cuyas “noticias a mano”, gacetillas copiadas más bien que impresas, por falta de medios, eran el equivalente a nuestros blogs contemporáneos, donde cualquier ciudadano se expresa de forma libre. Pero para resumir, basta con recordar la formulación audaz a su manera elegida por la segunda Declaración de Derechos Humanos y del Ciudadano que, cuatro años después de la primera, introduce la Constitución del 24 de junio de 1793, la del Año I de la República, constitución que no llegó a entrar en vigor. Se trata de su artículo 7: “El derecho a manifestar el pensamiento y la opinión, ya sea a través de la prensa o de cualquier modo, el derecho de reunirse pacíficamente, la libertad de culto, no pueden ser prohibidos. La necesidad de enunciar estos derechos supone o la presencia o el recuerdo reciente del despotismo”. Esta vez, no hay reserva ni restricción, al contrario, la afirmación de una evidencia, subrayada en la última frase. Una evidencia que asocia, irreductiblemente, libertad de prensa (libertad de opinión, de expresión, de información, etc.), libertad de reunión y libertad de creencia.

Sucede que esta diferencia entre las dos declaraciones de derechos ya es una historia franco-americana. El francocentrismo de nuestros debates intelectuales y políticos tiene como consecuencia que nunca se ha subrayado, en la medida en que el enunciado de 1793 es, en realidad, una adaptación del inglés al francés de la primera enmienda de la Constitución de Estados Unidos de América, adoptada con la Declaración de Derechos el 15 de diciembre de 1791. O lo que es lo mismo, año y medio antes del enunciado republicaonde 1793. Esta enmienda tiene, efectivamente, la particularidad de relacionar las tres mismas libertades: las de expresarse, la de creer y la de reunirse, en resumen, defender la propia opinión, por minoritaria o contestataria que sea. “El Congreso no adoptará ninguna ley relativa al establecimiento de una religión o a la prohibición de su libre ejercicio, o para acabar con la libertad de expresión, de prensa o el derecho de los ciudadanos a reunirse pacíficamente o dirigir al Gobierno peticiones para conseguir una reparación por los daños sufridos”.

No se descarta que ese vaivén trasatlántico de una revolución a otra, la americana y la francesa, tuviese como transmisor a un ciudadano de varios mundos, protagonista de la contestación democrática de la monarquía británica, antes de convertirse en el principal publicista de los sublevados de la colonia norteamericana, después de abrazar apasionadamente la causa republicana francesa, lo que le permitirá convertirse en ciudadano francés y diputado en la Convención de 1792 –de la que fue testigo y actor en 1793–. Este internacionalista pionero, actualmente muy olvidado, se llamaba Thomas Paine (1737-1809). Paine, que sobrevivirá al terror, no regresó a Estados Unidos hasta 1802, lo que le permitió evaluar al futuro emperador Napoleón I, rechazando ceder a los avances interesados de un primer ócuyas intenciones autoritarias había adivinado.

Extraño país el nuestro que sigue celebrando, con el pretexto del hombre de Estado, uno de los peores enemigos de las libertades y sobre todo de la libertad de prensa sin olvidar el restablecimiento por parte de Bonaparte de la esclavitud, abolida por la Revolución que incluso lo declaró “crimen de lesa humanidad”. “La prensa”, confiará el emperador derrocado en Santa Elena, “debe estar en manos del Gobierno, convertirse en potente auxiliar para hacer llegar a todos los rincones del imperio las sanas doctrinas y los buenos principios. Abandonarla a su suerte es dormirse al lado de un peligro”. Incluso en los peores tiempos del Terror Revolucionario, hubo más diarios de opiniones diversas que con el Imperio que, en verdad, sólo contaba con uno, el oficial, aunque estuviese presente en varios sectores.

“Si suelto la brida a la prensa, no permaneceré ni tres meses en el poder”, dijo Napoleón después de su golpe de Estado del 18 Brumario, año VIII (9 de noviembre de 1799). No acabaríamos nunca de citar al primero de los Bonaparte con relación a  este tema, dado que su odio a la prensa decía mucho del odio que sentía a la libertad, excepto si se ponía a su servicio. Esta carta a Joseph Fouché, su ministro del Interior, es todo un ejemplo: “Reprime un poco a los periódicos. Haz que publiquen buenos artículos. Haz que los redactores de Les Débats y de Le Publiciste comprendan que no falta mucho para que, al percibir que no son útiles, los suprima con los demás y no quede nada más que uno [...]. Se ha acabado el tiempo de la Revolución y en Francia ya sólo hay un partido. No sufriré nunca que los periódicos digan ni hagan nada contra nuestros intereses”.

Que con tres presidencias, la de Nicolas Sarkozy, la de François Hollande y después la de Emmanuel Macron, nuestro periódico se haya erigido con constancia en contra del presidencialismo francés, ese monarquía republicana que prolonga el cesarismo bonapartista, sólo es interés bien comprendido: lucidez en lugar de audacia, realismo en lugar de idealismo, coherencia en lugar de demagogia. Esta simple convicción, en el fondo, de que este arcaísmo político, tan tenaz aun cuando ha dejado de desvitalizar nuestra democracia, reduciendo la voluntad de todos al poder de uno solo, es el adversario orgulloso de una prensa libre. Como si un pasado lejano, de Estado, de verticalismo y de autoritarismo pesara todavía sobre nuestro presente.

Así se entiende mejor por qué siempre hemos tenido que pelear, incesantemente, por la prensa para defender lo que parece una evidencia en el cine norteamericano. Simplemente porque la concepción de la libertad de prensa y de la independencia del periodismo que reivindica Mediapart, con una intransigencia que los acomodaticios y los oportunistas caricaturizan como sectaria o dogmática, simplemente no cae por su propio peso en Francia. __________

Traducción: Mariola Moreno

Los medios públicos catalanes acusan al Gobierno de querer "secuestrar" la libertad de prensa a través del 155

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