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Los autócratas y el resurgir de las presidencias vitalicias

El presidente de China, Xi Jinping.

Aunque nunca nadie haya tomado a China por una democracia progresista, las instituciones concebidas por los sucesores de Mao Tse-Tung a partir de 1976 garantizaban un mínimo de competencia en el Partido Comunista Chino (PCCh), que se materializaba con la renovación regular de los dirigentes. Pero el presidente de la República Popular Xi Jinping (además de secretario general del partido y presidente de la comisión militar del PCCh), ha acabado con esta práctica al proponer, a finales de febrero, borrar de un plumazo los límites constitucionales que restringen su mandato a cinco años, con la posibilidad de optar a la reelección en una única ocasión. La Asamblea Nacional Popular, al dar su visto bueno a la propuesta el pasado domingo 11 de marzo, autorizaba expresamente a Xi Jinping a convertirse en “presidente vitalicio”.

No cabe duda de que no va a ser ni el primer dirigente comunista, ni si quiera el primer presidente electo conforme a las reglas, que se forja un trono (potencialmente) eterno; al contrario, es el último de una larga serie de jefes de Estado que, en los últimos 15 años, de África a América Latina, pasando por Asia e incluso Europa, revisan los logros democráticos que supone la limitación de mandatos. Pero el hecho de que esto suceda en China, el país más poblado y segunda economía del mundo y que se produzca ante la indiferencia general, con el consentimiento de las democracias establecidas, ilustra una vez más la influencia arbitraria de las ideas democráticas y la vuelta con fuerza de los autoritarismos de todo tipo.

Incluso el expresidente de una “vieja democracia” como Francia se permite ahora elogiar a los hombres fuertes. Nicolas Sarkozy, en una rueda de prensa ofrecida en Abu Dabi el pasado 3 de marzo, afirmaba: “El presidente Xi considera que dos mandatos de cinco años, diez años, no es suficiente. ¡Tiene razón! El mandato del presidente norteamericano, en realidad no es por un periodo de cuatro años, sino de dos años: un año para aprender el trabajo y un año para preparar la reelección. Así que comparen al presidente chino que tiene una visión para su país y que dice ‘Diez años no son suficiente’, con el presidente americano que en la práctica tiene dos años”.

Al margen de estas declaraciones (¿confidencias?) de un jefe de Estado, apartado por sus conciudadanos del cargo al término del primer mandato, el silencio con que se acogió la reforma constitucional china fue ensordecedor, por emplear un lugar común periodístico. En Francia, no ha habido reacciones. Tampoco en el Parlamento ni en la Comisión Europea. Sólo la Casa Blanca reaccionó de un modo que dice mucho de Estados Unidos, al estilo Donald Trump. Su portavoz anunció de forma vergonzante: “Pienso que es una decisión que atañe a China”. Antes de que el propio presidente metiese la pata al bromear en estos términos: “[Xi Jinping] es presidente vitalicio. ¡Presidente vitalicio! Es genial. Quizás tendríamos que intentarlo también nosotros”.

Los únicos que han intentado criticar esta reforma constitucional son los activistas chinos, o meros ciudadanos que temen un regreso del culto a la personalidad de la era Mao y una dictadura aún más aplastante. Aunque los delegados del PCCh aprobaron esta reforma, avergüenza a los altos dirigentes chinos que se han apresurado a censurar algunas palabras clave en internet como “emperador”, “vitalicio”, “reelección presidencial” e incluso la letra del alfabeto latino “N”, ya que entre los internautas comenzaba a proliferar la mención a la fórmula matemática N>2, en alusión a la revocación del límite de los dos mandatos.

En palabras de un especialista en China que trabaja en el país, por lo que prefiere mantenerse en el anonimato: “El paso que ha dado Xi Jinping es perfectamente coherente con todo lo que ha venido haciendo desde que llegó al poder: construye un régimen cada vez más represivo, autoritario y personal. Y lo hace siguiendo su ‘pensamiento político’ que ha hecho inscribir, como Mao y Deng Xiaoping antes que él, en los estatutos del PCCh: dirigir según la ley. Pretende codificar esta dictadura personal cuando Deng Xiaoping se contentaba con gobernar el país sin tener estatus oficial. De ese modo, complica la tarea a los constitucionalistas, es decir, a los que se servían del derecho chino para contrarrestar los abusos del Partido. En lo sucesivo, les va a resultar cada vez más difícil. El objetivo de los dirigentes comunistas siempre ha sido mantener al partido en el poder, pero lo que hace Xi Jinping es fusionar su propia persona al partido. Ahora, mantener a uno implica mantener al otro”.

Xi Jinping se ha cuidado a la hora de marcar el terreno en los últimos años: culto creciente a la personalidad y sobre todo, ambición a largo plazo, con un programa de desarrollo de 2020 a 2035 para conseguir “una sociedad completamente moderna”. Al asociar los dos términos de la ecuación, el ego y el interés nacional, el presidente chino sigue la huella de los jefes de Estado que han bailado al mismo son en estos últimos años: el ruandés Paul Kagamé, los venezolanos Hugo Chávez y después Nicolás Maduro, el boliviano Evo Morales, el turco Recep Tayyip Erdogan, entre los más destacados.

Se podría decir que no hay nada nuevo bajo el sol autocrático ya que los hermanos Castro en Cuba, la familia Kim en Corea del Norte y numerosos países africanos funcionan de manera similar desde hace décadas. Sin embargo, hay una novedad: desde el fin de la guerra fría –que fue acompañado del fin de dictaduras de derechas sudamericanas y del discurso de La Baule de François Mitterrand–, la democracia y los compromisos constitucionales habían ido ganado terreno en todas partes. Sin necesariamente suscribir el optimismo desenfrenado de Francis Fukuyama y de su teoría hegeliana de “fin de la Historia”, es imposible cuestionar que, en los 90 y a comienzos del 2000, soplaron vientos de progreso democrático en todo el planeta y que hoy comienzan a amainar. Y al contrario que los golpes de Estado del pasado, esto se produce actualmente cada vez más a menudo de forma legal y constitucional.

África: de libertadores (vitalicios) a presidentes vitalicios

En una obra satírica, el Manuel du dictateur [Manual del dictador], Randall Wood y Carmine DeLuca dedican un capítulo al modo de cruzar los límites temporales del poder: “Su reino eterno puede verse obstaculizado por una constitución que impone un número limitado de mandatos (probablemente dos, rara vez tres). Este tipo de barreras ha sido redactado por juristas miopes que no habían contemplado a un dirigente como usted. La limitación de mandatos corre el riesgo de interrumpir el flujo de bondad que emana de sabiduría dirigente, privando al pueblo del talento al que usted aspira. Si se ve coartado por una barrera constitucional, puede quedarse tranquilo porque no será el único; sus predecesores le han legado un rico menú de estrategias para eludir semejantes leyes molestas. [...] No acepte que su ley fundamental sea una vaca sagrada: sin duda es imperfecta, por ende debería poder cambiarla a su gusto, sobre todo si dicha ley se opone a la perpetuación de su reino. Como buen autócrata, debe saber que el espíritu de la gente puede encontrarse guiado o influido por las (falsas) informaciones que le proporciona”.

En numerosos países de África, la era de los libertadores postcoloniales (vitalicios) ha dado paso a la de los presidentes vitalicios. Desde el comienzo de los 90, al menos 24 jefes de Estado han tratado de modificar la constitución para mantenerse en el cargo más del doble mandato. Según Anneke Van Woudenberg, de la ONG Human Rights Watch, esta vía “legalista” es “la consecuencia del hecho de que la Unión Africana decidiese dejar de reconocer a los Gobiernos que llegan al poder tras un golpe de Estado militar. Asistimos ahora a golpes de Estado constitucionales, que van acompañados muy a menudo de una represión contra los que se oponen a ello”.

Porque para un Paul Kagamé que llevó a cabo su reforma constitucional de forma pacífica y quien, pese a los abusos en materia de derechos humanos, puede ser considerado como un autócrata relativamente iluminado al servicio del país que dirige desde hace 24 años, ¿cuántos sátrapas corruptos e incompetentes hay? Del congoleño Denis Sassou-Nguesso al guineano Teodoro Obiang, pasando por el burundés Pierre Nkurunziza o el ugandés Yoweri Museveni; al menos dos decenas de dirigentes han repetido en el cargo de manera “legal”, en países empobrecidos, recurriendo a la represión y encarcelando de paso a los que discutían dichas reformas.

Se cuentan con los dedos de una mano los fracasos sobrevenidos en los intentos por imponerse. En Burkina Faso, Blaise Compaoré tuvo que huir en 2014 dado que la calle no aceptaba un quinto mandato. En la República Democrática del Congo, Joseph Kabila parece haber dado marcha atrás y puede terminar retirándose en 2018, aunque no es seguro. En Zimbabue, hizo falta un golpe militar (sin víctimas) en noviembre de 2017 para deshacerse de Robert Mugabe, después de 37 años de presidencia “democrática”.

En América del Sur, la problemática es ligeramente diferente a la de los dictadores que se sirven de todas las herramientas, legales o no, para mantenerse en la cima y perpetuar una presidencia predadora. Los diferentes órganos de golpes constitucionales latinoamericanos de estos últimos años proceden en su mayoría de dirigentes de izquierdas, llegados al poder aupados por el pueblo y promotores de una verdadera agenda de reformas sociales.

Para Olivier Dabène, profesor en la Universidad de Ciencias Políticas y presidente del Observatorio Político de América Latina y Caribe, “asistimos a un retroceso en las reformas constitucionales de las transiciones democráticas, que pretendían poner fin al continuismo”. Esta situación tiene un perfume caudillista que nunca ha desaparecido del todo en América Latina. Estos gobernantes se justifican en el hecho de ser portadores de una agenda de reformas larga y difícil de poner en marcha. Y se puede admitir legítimamente, por ejemplo, que en el contexto bolivariano y, habida cuenta del pasado de este país, que Evo Morales es un buen presidente”.

Mientras que en los años 90 la norma era el mandato único, hoy todos los países de América Latina (salvo México, Guatemala, Paraguay y Honduras) aceptan la reelección en el cargo y varios de esos Estados han acabado con la prohibición de aspirar a una tercera reelección, como en Venezuela, Bolivia, Ecuador o Nicaragua. Pero entre estos cuatro últimos casos, sólo Evo Morales es una figura destacada. En Caracas, Nicolás Maduro, sucesor de Chávez, reina en un país dividido y agonizante. La Nicaragua sandinista de Daniel Ortega se parece ahora a la dictadura somozista que combatió. En cuanto al ecuatoriano Rafael Correa, que intentó un movimiento tipo Putin-Medvedev, su maniobra parece que se vuelve en su contra.

Debilidad democrática

Vladimir Putin, en concreto, ¿es el padrino de estos diferentes cambios constitucionales? Jurídicamente, no, ya que el presidente ruso, elegido por vez primera en 2000, se benefició muy hábilmente de la ley fundamental que prohíbe gobernar durante tres mandatos consecutivos. Intercalando en la presidencia al abnegado Dmitri Medvedev de 2008 a 2012, y con la ampliación de la duración del mandato presidencial de cuatro a seis años, Putin puede permanecer en el cargo hasta 2024 (si resulta reelegido el 18 de marzo, algo que parece evidente).

El jefe indiscutible del Kremlin ha respetado escrupulosamente la Constitución, pero ha hecho el vacío a sus rivales, manipulado las elecciones y afinado de maravilla la imagen del hombre providencial del que Rusia no puede prescindir. En similares términos actuó Hugo Chávez antes de morir; juego que practican hoy Kagamé, Erdogan y la mayoría de autócratas africanos y que pretende seguir Xi Jinping y, quizás, pronto, el egipcio Abdel Fattah al-Sissi.

De momento, la UE parece escapar a este tipo de prácticas, aun cuando el autoritarismo gana terreno en Hungría o Polonia, dos países que discuten ciertas normas democráticas de la UE. El caso de la destacada figura del Partido Derecha y Justicia polaco, Jarosław Kaczyński, dirigente de facto del país sin ser elegido, puede eventualmente parecerse en algo... No es menos cierto que no hay ninguna norma en los tratados de la UE que prohíba un “golpe constitucional”.

Nicolas Sarkozy, que nunca ha sido un gran teórico, dejaba a un lado en la rueda de prensa de Abu Dabi la pregunta del autoritarismo para no ver más que la del tiempo corto y cíclico de la democracia: “¿Cuáles son los grandes líderes del mundo hoy? El presidente Xi, el presidente Putin, el gran príncipe Bin Salmán. ¿Cuál es el problema de las democracias? Que las democracias han podido convertirse en democracias con grandes líderes: De Gaulle, Churchill,... pero las democracias destruyen todos los liderazgos. [...] ¿Cómo se puede tener una visión a 10, 15 o 20 años, y al mismo tiempo tener un ritmo electoral en Estados Unidos cada cuatro años? Las democracias se han convertido en un campo de batalla, donde cada hora se utiliza en todo el mundo, en redes sociales y en otros foros, para destruir al que está en el cargo. ¿Cómo se pretende una visión a largo plazo para un país? Esto hace que, a día de hoy, los grandes líderes del mundo procedan de países que no son grandes democracias”.

Se podría soñar, como Sarkozy, como en el cine o en la literatura, con monarcas o presidentes vitalicios iluminados que Gobiernan a sus países con total equidad, transparencia y en pro del interés de sus ciudadanos, pero, en la práctica, eso no existe. El autoritarismo y la presidencia perpetua suelen ir de la mano. Y lo hacen por una buena razón: ser elegido, reelegido o subir los peldaños de un sistema como el del PCCh raramente se produce en armonía y bondad. Los enemigos y las deudas acumuladas crecen a medida que pasa el tiempo. De ahí que se recurra casi de forma sistemática al fraude, la represión y la corrupción, para permanecer en la cúspide. Inevitablemente, la permanencia en el poder es un objetivo en sí mismo porque la alternativa que se dibuja pasa por el linchamiento o el ingreso en prisión.

El silencio o las observaciones tímidas de las viejas naciones democráticas frente a las iniciativas de Xi Jinping, Putin, Erdogan y compañía ponen en evidencia las debilidades de las democracias contemporáneas. Su poder de atracción, comparado con el que ellas podían tener durante la guerra fría, ha disminuido. Los países miembro de la UE, anclados en la burocracia de Bruselas, las políticas neoliberales impuestas en la cúspide y los sobresaltos nacionalistas/populistas/racistas ya no hacen soñar. Estados Unidos sufre tantos fallos democráticos, o más, que los países que descubren las elecciones por vez primera: de la elección de Trump por tres millones de votos menos que su rival pasando por la débil participación electoral, la parálisis del Congreso en asuntos cruciales y las “guerras secretas” (drones, escuchas ilegales, Guantánamo, etc.).

Décadas de dobles discursos en materia de derechos humanos o de prácticas democráticas por parte de los Estados occidentales (“haced lo que yo digo, pero no lo que yo hago”), lo mismo que compromisos geopolíticos con algunos tiranos, han mermado las lecciones que se podían permitir antaño con los autócratas. Como destaca Olivier Dabène, “las bases morales o éticas que tenían las democracias liberales para dar lecciones se han desmoronado. La calidad de la democracia de EEUU se ha debilitado, así como las capacidades multilaterales para defenderla. Estos factores importantes parecen exonerar y liberar a todos los que se burlan de las reglas democráticas antes aceptadas”.

Varios estudios recientes, entre ellos el del Pew Research Center, muestran la desafección creciente que sienten, sobre todo los más jóvenes, hacia la democracia. Detrás de importantes apoyos a los sistemas representativos se ocultan tendencias preocupantes. La insatisfacción en cuanto a la manera en que funcionan las democracias es flagrante (el 51% de los norteamericanos, el 65% de los franceses, el 74% de los españoles aseguran estar insatisfechos). Y el apoyo a los regímenes autocráticos o militares está lejos de ser desdeñable. A la pregunta “¿Qué piensa de un régimen en el que un dirigente poderoso puede tomar decisiones sin interferencia del Parlamento o del curso de la Justicia?”, el 29% de los italianos, el 24% de los británicos, el 22% de los norteamericanos, el 12% de los franceses y el 48% de los rusos consideran que es positivo. Un Gobierno militar también es visto con buenos ojos por el 17% de los americanos, franceses o italianos, el 31% de los sudamericanos, el 41% de los asiáticos y el 46% de los africanos consultados.

Frente a modelos democráticos frágiles y a veces arraigados, Xi Jinping, Putin y compañía harían mal en privarse de sus ambiciones. La única presión que puede hacerles dar un paso atrás, o dejar el poder, será la de sus propios ciudadanos. __________

El arte, un campo de batalla bajo el régimen de Putin

El arte, un campo de batalla bajo el régimen de Putin

Traducción: Mariola Moreno

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