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Las dos Coreas inician su acercamiento y se comprometen al cese de las hostilidades

El líder norcoreano, Kim Jong Un, anunciando la suspensión de los ensayos nucleares.

Nunca hay dos cumbres intercoreanas sin tres: este viernes 27 de abril a las 09:30, hora local, Kim Jong-un, líder norcoreano desde diciembre de 2011, se entrevistaba con el presidente surcoreano Moon Jae-In (en el cargo desde mayo de 2017). El padre de Kim Jong-un, Kim Jong-il, en el poder de 1994 hasta su muerte en 2011, recibió en dos ocasiones, en Pyongyang, a un presidente de Corea del Sur: Kim Dae-jung, en 2000, y Roh Moo-hyun, en 2007. En esta ocasión, 11 años después, Corea del Norte y Corea del Sur han anunciado su intención de avanzar hacia la desnuclearización.

El abuelo de Kim Jong, fundador de la dinastía roja de Corea del Norte, Kim Il-sung, que reinó de 1946 a 1994, nunca coincidió con ninguno de sus homólogos del Sur (conoció a seis, el primero de ellos Syngman Rhee, en el cargo de 1948 a 1960, marioneta de los americanos pero que un día, en un acceso de rabia, dijo estar dispuesto a reunificarse con el Norte para dar un buen correctivo a Tokio). Resulta conveniente no perder nunca de vista a estas muñecas rusas de la historia y de la geopolítica mundial: la pareja intercoreana forma, ante todo, un ménage à trois con Japónménage à trois, país éste que colonizó la península coreana de 1910 a 1945. Y dicho ménage à trois se transformó en ménage à six con la guerra de Corea (1950-1953), cuyo conflicto fratricida derivó en el enfrentamiento a tres padrinos invasores: Estados Unidos en las costas del Sur y la URSS de Stalin y la China de Mao respaldando al Norte.

Desde entonces, Washington –en menor medida– y Tokyo se posicionan del lado de Seúl, mientras que Moscú y Pequín (tras la caída de la URSS, por orden de importancia, Pequín y Moscú) velan por Pyongyang.

Ninguna de las cuatro capitales protectoras se ha interesado nunca por la reunificación de la Península, anhelada por el pueblo coreano, que está dividido desde hace 73 años y que vivió 35 años de colonización. Pero Pyongyang sólo desea la unidad si permanece bajo su control. Y Seúl, 11ª potencia económica mundial, que se encuentra en una posición dominante, no se atreve a imaginar el coste de absorber a la 116ª economía mundial y a cuya población se le ha lavado metódicamente el cerebro –la reunificación alemana es un juego de niños comparado con semejante labor titánica–.

De momento, la región se parece, si no a un polvorín, a un salón de armamento a cielo abierto: en la zona están presentes los tres primeros ejércitos del mundo (Estados Unidos, China, Rusia), de la 7ª potencia (Japón), de la 12ª (Corea del Sur) y de la 23ª (Corea del Norte), según la clasificación de Globalfirepower.

La situación lleva a defender el statu quo, siempre que Pyongyang renuncie a cualquier expansión por la fuerza y a la proliferación nuclear de cualquier tipo y si Washington no considera la caída del régimen del Norte como la victoria de los valores democráticos supuestamente exportables –que resulta cada vez más delicada de defender tras las experiencias de Oriente Próximo y de los bloqueos chino-rusos: cada régimen debe tener libertad completa en su casa; lo que sin duda está dispuesto a escuchar Donald Trump más que cualquier otro presidente yanqui...

De modo que, esta tercera cumbre intercoreana, celebrada este viernes 27 de abril, aspiraba a convertirse en una pequeña desescalada antes de la gran desescalada prevista, para finales de mayo o comienzos de junio, coincidiendo la entrevista, en un lugar aún no desvelado, de Kim Jong-un y Donald Trump.

En este teatro de sombras donde reina la impostura, donde se pelean la propaganda y los símbolos, hay que destacar que tras ser la potencia anfitriona en dos ocasiones (2000 y en 2007), ahora Corea del Norte ha dado un paso al Sur. Eso sí, la cumbre de este viernes no se ha celebrado en Seúl, sino a mitad de camino: en la línea de demarcación entre las dos Coreas, según se recogió en el armisticio de 1953 (no se ha firmado ningún otro acuerdo de paz desde entonces). El encuentro intercoreano se ha celebrado en Panmunjom, “pueblo de la tregua”, como se denomina en el Sur. El lugar es el epicentro del deshielo en caso de distensión o, al contrario, de crispaciones en caso de tensión –en 1976, la poda de un árbol derivó en carnicería–.

A la decoración preparada en Seúl con motivo de esta cumbre de Panmunjom no le ha faltado detalle, todo a mayor gloria de una Península que ya no es hemipléjica, sino que se extiende desde el monte Paektu –frontera septentrional con China– a la isla de Cheju, punto más meridional y fronterizo con Japón. Por su parte, Tokio había manifestado cierto nerviosismo, tal y como subraya The New York Times, por temor a sufrir el acercamiento incontrolado de ambas Coreas y, más tarde, entre Pyongyang y el imprevisible Donald Trump.

Y, como diablo está en los detalles, Tokio se refiere la decoración como el postre que el Sur sirve a sus homólogos del Norte en Panmunjom. Una mousse de mango con una degustación gastronómica-geográfica que se le atraganta a Japón: no sólo se reunifica la Península, sino que se anexiona las montañas Liancourt de (islas Takeshima en japonés y Dokdo en coreano), posesión nipona reivindicada recurrentemente por Seúl y viceversa... Y cuidado porque Corea del Sur y Japón sólo mantuvieron relaciones diplomáticas en 1965; durante mucho tiempo, Seúl rogó al emperador de Japón Seúl que se disculpase por los abusos coloniales (de la garganta imperial sólo salía la palabra “lamento”) y los ciudadanos surcoreanos, en su mayoría, desconfían más de su exdéspota japonés que de sus desgraciados hermanos del norte.

Pero Japón no sólo teme que cambien las tornas, también sufre una pesadilla recurrente: que Trump se retire de la región por un éxito diplomático que en apariencia hubiese conducido a la desnuclearización de Corea del Norte. En ese caso,  Japón se encontraría sólo frente a cuatro potencias en su contra: China, Rusia y las dos Coreas. Toda una pesadilla. Pero no todo está perdido: China no vería con buenos ojos que Pyongyang tenga carta blanca y que ya no necesite el apoyo vital de Pequín...

De ahí la cierta alianza objetiva entre Tokio y Pequín para que reine discordia suficiente en el caso coreano como para evitar una reconciliación demasiado rápida, perjudicial para las grandes potencias acostumbradas a dividir para reinar. Precisamente hay que entender en esos términos la filtración a la prensa, en vísperas de la cumbre de Panmunjom (cf. The Guardian de este 26 de abril), de un detalle crucial por parte de los servicios chinos: el lugar en el que Pyongyang efectuó los últimos seis ensayos nucleares no ha resistido a tales choques y ha quedado inservible. De modo que Kim Jong-un se vio forzado a anunciar que abandona, ya que estaba obligado de todos modos a levantar el campamento nuclear. Trump se equivocaría si cayese en una trampa así, que no puede terminar bien...

Tratado de paz

Eso sí, Pyongyang ahora tiene la carta nuclear en la mano. ¡Y qué carta! Durante el primer año de la Presidencia de Trump, Corea del Norte ha efectuado 20 pruebas de misiles balísticos –frente a los ocho realizados durante el primer año de Obama en el cargo–. Sin embargo, la presión que ejerce a día de hoy un Donald Trump que apenas ha comenzado su primer mandato no tiene nada que ver con la diplomacia de un Bill Clinton de finales de su segundo mandato, hace 18 años.

El anunciado proceso de desnuclearización del Norte sólo puede alcanzarse en la cumbre más importante, a ojos de Pyongyang: el encuentro previsto para las próximas semanas entre Kim Jong-un y Donald Trump. ¿Qué queda por negociar y hacer público? El regreso a las buenas soluciones del pasado. La medida más simbólica puede ser el abandono, por parte de Pyongyang, de su huso horario (se trata del único país del mundo situado en el uso UTC+08:30 y que impuso Kim Jong-un en 2015 para introducir una diferencia horaria incongruente de media hora con respecto al sur.

Por último, la decisión más espectacular consistiría en la firma de un tratado de paz en condiciones, 65 años después del armisticio de Panmunjom, entre las dos Coreas (un compromiso salido de la segunda cumbre intercoreana de 2007).

El objetivo último de Kim Jon-un, que su homólogo del sur Moon Jae-in no vería con malos ojos habida cuenta de la presencia yanqui –en concreto en Seúl–, sería que Washington anunciase una retirada de sus tropas, entonces redistribuidas en bases japonesas. Pero en esta ocasión, también, solo se puede decidir en la cumbre de las cumbres, con Trump.

Cuanto más parezcan acercar posturas las dos Coreas, más se alejará esta amenaza al estilo del Dr. Insólito que Donald Trump ha encarnado a veces hasta el punto de que en la Península se tomó en serio el eventual ataque preventivo americano que llevaría a represalias devastadoras del Norte en el Sur, lo que desencadenaría en el fin del régimen de Pyongyang a cambio de cientos (o miles) –o millones– de víctimas en Seul. El paisaje se parecería entonces al de 1953, pero entonces ningún Kim podría recoger las migas al Norte y el Sur debería abandonar por mucho tiempo –o para siempre– su sueño de alcanzar a la economía japonesa.

Así las cosas, Donald Trump ¿podrá vanagloriarse de haber puesto en hora los relojes a golpe de gestos inconsecuentes, de tuits groseros, de faroles peligrosos, en esencia, de rivalidad mimética? ¿Dónde lo único que habrá hecho es soplar las brasas, echar leña al fuego y preparar la primera matanza nuclear desde Hiroshima y Nagasaki? La región de esta zona del Pacífico sigue jugándose su nombre a todo o nada bajo la atenta mirada del resto del planeta, condenado a seguir el espectáculo con el corazón en un puño, para unos, o tomándoselo a bromas, para otros... ____________

Traducción: Mariola Moreno

Corea del Norte se ofrece a cerrar en mayo su principal instalación de ensayos nucleares

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