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La humillación y el peligro del tándem Netanyahu-Trump

Palestinos protestan contra Israel en la frontera de Gaza.

Abyecto. Ése es el adjetivo que eligió el lunes Amnistía Internacional para calificar la violación salvaje de los derechos humanos y del derecho internacional por parte del Ejército israelí, en la frontera de la Franja de Gaza. En menos de cuatro horas, los tiradores de élite israelíes asesinaron a 52 palestinos que se manifestaban –con piedras, botellas incendiarias o neumáticos incendiados, pero sin armas de fuego–, en contra del traslado de la embajada de Estados Unidos a Tel-Aviv a Jerusalén y en contra de los 11 años de bloqueo impuesto en su territorio por parte de Israel. Este martes, el balance ascendía a 58 personas asesinadas.

Desde que los palestinos de Gaza decidieron (el 30 de marzo) manifestarse cada viernes, en las inmediaciones de la frontera con el territorio israelí, para reclamar su “derecho al retorno”, más de un centenar de adultos, niños, personal sanitario, periodistas han sido asesinados a tiros y miles han resultado heridos.

Como abyecta fue también la indecencia de Benjamin Netanyahou al celebrar ante sus invitados, mientras se producía la masacre en la frontera de Gaza, el “día glorioso” en que el presidente norteamericano “había hecho historia”, en su opinión, con el traslado de la embajada de Estados Unidos de Tel-Aviv a Jerusalén. Pero ¿sorprende? Reconfortado en su desprecio del derecho, en su aventurismo armado y en la certidumbre de que saldrá impune de las iniciativas diplomáticas –tan insensatas como espectaculares de su aliado y protector americano– ¿por qué Netanyahou no iba a creer que tiene las manos más libres que nunca para actuar a su antojo? Tras haber contribuido ampliamente a sumir en un coma sin retorno el “proceso de paz” con los palestinos; tras haber aplicado en Cisjordania un plan de colonización a ultranza que ha destruido, con el silencio cómplice de la comunidad internacional, cualquier esperanza de una solución a dos Estados, ahora está en condiciones de materializar –gracias a Trump– dos de sus proyectos más queridos.

En Jerusalén, ¿qué le habría de impedir ahora poner en marcha su proyecto de anexión a la “capital”, reconocida por Trump, tierras de Cisjordania, que ya ha anexionado de facto mediante el muro de separación? Y ello aunque la formación de ese Gran Jerusalén vaya acompañado de una verdadera selección étnica para preservar la ratio de población judía en un 60%. Y ello puede ser una etapa más hacia la futura anexión de una parte mucho mayor de Cisjordania.

En la región, donde las monarquías árabes sólo tienen un verdadero proyecto común –temer a Irán– ¿quién se opondrá ahora a su vieja obsesión, compartida con Trump de desestabilizar y debilitar la República Islámica? También es el sueño de dos de los más asesores más cercanos a Trump: provocar la caída del régimen y su sustitución por un sistema por inventar en el que los emigrantes iraníes de California tengan algo que decir.

Qué más da si las experiencias anteriores de Estados Unidos de cambio de régimen, mediante las armas, no han llevado a la felicidad a los pueblos implicados. Y han contribuido poco a la estabilidad del planeta.

Un nuevo equilibrio, o más bien un nuevo desequilibrio, se instalando en Oriente Medio. Y da miedo. Se basa en la proximidad de Netanyahu y Trump y la porosidad ideológica de su entorno. En la coincidencia de los evangelistas sionistas –en ocasiones antisemitas-, que han llevado a uno al poder en Estados Unidos, y sionistas nacionalistas o mesiánicos, que apoyan al otro en Israel. En su común desprecio al derecho internacional, al multilateralismo de los derechos humanos. En el gusto compartido por los hechos consumados y las provocaciones. En su convicción también de que se puede recurrir a la fuerza en todo momento como herramienta de “negociación”. Y por tanto de coacción o de castigo.

También se basa en la convergencia inédita de la mayoría del mundo sunita de Oriente Medio, detrás del nuevo maestro de Arabia Saudí Mohammed ben Salmane, con Israel y Estados Unidos. Convergencia cuyas primeras víctimas son, una vez más los palestinos, ahora sometidos por sus hermanos árabes para aceptar un plan urdido a sus espaldas por parte de los asesores de Trump y de Netanyahu. Plan cuyas primeras líneas conocidas ya han sido calificadas de inaceptables en Ramala.

Vivimos en un mundo ilógico e inquietante donde el primer ministro de Israel puede entregarse a un espectáculo ridículo, acompañado de un popurrí documental que no prueba nada, para ofrecernos un secreto que no lo es. Y en que el presidente de la nación más poderosa del planeta invoca este falso secreto para conculcar la firma de su país y las resoluciones de Naciones Unidas, todo amenazando con sancionar a sus cofirmantes, viejos aliados o no. Y esto, en nombre de la extraterritorialidad extravagante de algunas de sus leyes, que el resto del planeta ha aceptado hipócritamente.

En este mundo, el presidente de Estados Unidos puede designar al frente de sus servicios de inteligencia a una mujer, Gina Haspel, que ha dirigido en Tailandia una prisión secreta en que los detenidos sospechosos de pertenecer a Al Qaeda eran torturados. También puede enviar a Jerusalén para celebrar el traslado de la Embajada norteamericana su asesor para asuntos evangélicos, Robert Jeffress, un pastor bautista que considera que “los judíos deben ir al infierno” como una buena parte de los cristianos no “born again” y que los musulmanes son “el mal”.

Frente a los dos seísmos diplomáticos que suponen la salida unilateral de Estados Unidos del acuerdo de Viena con Irán y el reconocimiento por Washington de Jerusalén como capital de Israel –dos acontecimientos acogidos como victorias por Netanyahu–, las reacciones del planeta son, de momento, moderadas. Incluso molestas. Frente a la masacre de los manifestantes de Gaza, son timoratas. Londres instaba a Israel a la “calma y a la contención”. El secretario general de la ONU se declaraba “particularmente inquieto”. La UE exhortaba a Israel a la “mayor contención”. En París, se llamaba a prevenir “nuevos disturbios”, mientras Macron, horas después, “condenaba la violencia de las Fuerzas Armadas israelíes contra los manifestantes”. Parece que la idea no se le ha ocurrido a nadie; consistiría en proponer, por ejemplo, el reconocimiento simbólico del Estado Palestino. O comenzar a estudiar un régimen de sanciones internacionales –¿europeas?– destinadas a hacer entender a los dirigentes israelíes que no van a poder seguir matando impunemente. Mientras se encuentra el coraje de decirle a los dirigentes norteamericanos que no son los encargados de ejercer, junto con sus aliados, de policías del mundo.

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Traducción: Mariola Moreno

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