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Un mundo 'trumpista' o la ley del más fuerte

El presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, durante un mitin.

¿Cuál es la relación entre la desaparición y el probable asesinato de un periodista saudí en su propio consulado, la detención y expulsión de espías rusos sospechosos de preparar un ataque cibernético en los Países Bajos contra la Organización para la Prohibición de las Armas Químicas (OPAQ) y la dimisión forzada del presidente de Interpol detenido en China? ¿O entre el caso Skripal, la detención del primer ministro libanés en Riad, la intromisión en las elecciones norteamericanas de 2016 y el aumento del número de asesinatos de periodistas en los últimos meses (en Bulgaria, Eslovaquia y Malta), por no hablar de las restricciones permanentes a la libertad de prensa en Rusia, Egipto y Turquía?

Hay un punto en común entre todos estos hechos acaecidos en los últimos meses y en los que confluyen la sección de sucesos y los foros geopolíticos. Se trata de la impunidad del que tiene el bastón de mando y lo utiliza. La venganza del matón que no puede soportar la más mínima crítica. Es el silencio del testigo de una violación en grupo que prefiere callarse porque, entre los criminales, ha reconocido a amigos. Es la ley del más fuerte erigida como principio de acción política. Es Donald Trump.

A los amantes de la historia contemporánea, puede parecerles que no hay novedad: ni los asesinatos de periodistas críticos, ni las actividades audaces de espionaje, ni las desapariciones forzosas de opositores. De hecho, la Guerra Fría estaba llena de estas historias dañinas, a las que se podrían añadir relatos de golpes de Estado, cambios de chaquetas y cazas de brujas. Pero se suponía que la Guerra Fría había quedado atrás. Y en ese momento, cuando Estados Unidos apoyó el derrocamiento de Salvador Allende en Chile o los soviéticos utilizaron el paraguas búlgaro, dos ejemplos entre cientos, había suficientes personas en el otro lado para denunciar, protestar o burlarse, garantizando que este tipo de acciones tendría consecuencias perjudiciales.

Hoy, Vladimir Putin puede permitirse enviar a sus matones a Gran Bretaña para intentar asesinar a un espía desertor, dejarlo escapar y matar a dos personas inocentes en su lugar, sin recibir nada más que una mala serie de uno de los tabloides de Su Majestad. El príncipe heredero de Arabia Saudí Mohammed bin Salmán puede capturar al primer ministro de otro país, retenerlo en su domicilio durante una semana antes de ponerlo en libertad, sin ni siquiera quedarse sin su recepción oficial en el Elíseo y sin que se interrumpa el tráfico de armas para sus generales, que ya están demasiado equipados. El presidente turco Recep Tayyip Erdogan puede aplastar la libertad de prensa de un pisotón, que la Unión Europea va a seguir concediéndole subvenciones para impedir que los inmigrantes entren en la fortaleza Europa.

La realpolitik tiene la espalda muy ancha

En cuanto a Donald Trump, puede negarse a distinguir entre activistas antirracistas y neonazis, querer regresar a la era del carbón y describir cualquier información que no le convenga como fake news que Emmanuel Macron sigue presentándole como “amigo”, mientras que el resto de las democracias occidentales y asiáticas le consideran un país socio.

Donald Trump, sí. El elefante naranja en la tienda de porcelana. Sería demasiado fácil atribuirle todos las derivas autoritarias y liberticidas registradas en los últimos años, pero hay que decir que se han multiplicado desde su elección como jefe de la primera potencia mundial. Y, obviamente, no es una coincidencia.

A Trump le gustan los autócratas. Nunca lo ha ocultado. Hace mucho tiempo que profesa su admiración por Putin y, ahora que ocupa la Casa Blanca, no ha dejado de alabar a las monarquías del Golfo Pérsico, al mariscal egipcio al-Sissi y, más recientemente, a su nuevo amigo de toda la vida, Kim Jong-un. Basta leer el libro de Bob Woodward para darse cuenta de la actitud del magnate inmobiliario para con el poder: “Si tengo poder, ¿por qué no puedo usarlo como me plazca?”.

Para Trump, las normas establecidas, algunas de las cuales han sobrevivido a una guerra civil y a dos guerras mundiales, no merecen ser garantizadas si se interponen en el camino de la ganancia política a corto plazo. Odia los contrapoderes, especialmente la prensa, no le gusta que un proceso burocrático pacífico modere sus impulsos, aborrece la cooperación internacional. Los débiles no merecen protección: en el pasado, fueron los inquilinos impecables a los que desalojó de sus edificios; hoy son los palestinos los que no merecen ser protegidos de la excavadora israelí.

Incluso sin ser ingenuos acerca de la realidad del poder estadounidense y la distancia que siempre ha separado la retórica de cara a la galería de los asesinatos entre bastidores, Estados Unidos marca desde hace tiempo el ritmo en la partitura de las nacionespartitura. Incluso cuando Washington armaba escuadrones de la muerte en América Latina, amenazaba con aniquilar a sus oponentes con armas atómicas (Trump a Kim Jong-un: “Mi botón [nuclear] es más grande que el tuyo”). Incluso cuando los Bush atacaron Irak dos veces, buscaron el consentimiento de la ONU. La Casa Blanca respetó a una prensa fuerte, incluso cuando derribó a un presidente (el Watergate); siguió pagando sus cuotas a las diversas misiones de las Naciones Unidas mientras las criticaba; mantuvo el ideal del crisol de razas en lugar de llamar a sus vecinos de piel más tostada criminales y violadores.

Ogros como Putin, Erdogan, Bin Salmán o Xi Jinping saben que tienen vía libre.

El magisterio americano de la palabra sirvió a aquellos que creyeron en ello y permitió a los escépticos señalar su hipocresía. Con Donald Trump, todo esto se ha derrumbado. Al presidente de los Estados Unidos no le gustan los procesos democráticos (odia que se le recuerde que tuvo tres millones de votos menos que su oponente y se niega a investigar la manipulación de las elecciones por parte de Rusia), insulta a los medios de comunicación que no están a su disposición y se niega a separar a los aliados y antagonistas en función de la naturaleza y las prácticas de los diferentes regímenes, adoptando como único criterio lo que dicen al respecto (aduladores saudíes = gentiles; iraníes que insultan = malos; Xi Jinping conciliador= amigo; Trudeau recalcitrante = enemigo).

¿Qué reprimenda, por engañosa que sea, pueden darle Estados Unidos a un Viktor Orbán que lamina la Justicia y la oposición en su país cuando el antiguo brazo derecho de Trump alaba al húngaro? ¿Qué modelo de cooperación internacional puede proponerse a Irán cuando la Casa Blanca pisotea un tratado negociado laboriosamente y cuando la tinta seguía todavía fresca? ¿Qué incentivo existe para luchar contra la plaga de la corrupción y la evasión fiscal cuando el hombre sentado en el Despacho Oval ocultaba su fortuna de esta manera?

El fenómeno se extiende

La trumparización del mundotrumparización no sería tan preocupante si otras naciones democráticas pudieran tomar el relevo para contrarrestar las acciones cada vez más osadas y provocadoras de los autócratas rusos, chinos, turcos, árabes, polacos y otros. La Unión Europea es un convidado de piedra, socavada por sus propias contradicciones internas y su propio doble discurso sobre la democracia (la alimentación forzada del Tratado Constitucional de 2005 en la garganta de sus ciudadanos, la puerta abierta a los lobbies de Bruselas). En cuanto a los tres países europeos que cuentan con la escena internacional, su aura, aunque sea menor, se encuentra debilitada. Gran Bretaña está empantanada en su imposible Brexit y en las mentiras políticas que lo promovieron. Alemania sigue negándose a asumir el menor papel de modelo, excepto en materia económica.

Francia, por su parte, sigue mostrándose incapaz de definir una política extranjera que no se asemeje a un eslálon entre herencia colonialista, nostalgia del gaullismo y realismo imperturbable. Ninguno de los presidentes de la historia reciente ha dejado de regodearse “de la patria de los derechos humanos”, apoyando a un Paul Biya o a Ali Bongo y echando la alfombra roja a los religiosos-reactores saudíes o cataríes mientras compran cazas Rafale o palacios parisinos. En cuanto al "modelo francés", sólo existe en la mente de los que utilizan esta expresión. ¿A quién pueden dar envidia las presidencias aisladas, una asamblea a las órdenes, la prensa industrial, el capitalismo de connivencia, una laicidad paranoica, minorías en guettos o la tecnocracia omnisciente?

Las prometedoras “nuevas democracias” de los años 90 no son mejores. Sudáfrica está sumida en la corrupción y el nepotismo. Brasil está a punto de elegir a un nostálgico de la dictadura. Los otrora virtuosos ejemplos de América del Sur se están hundiendo en el autoritarismo, el estancamiento económico o ambos. En Asia, Corea del Sur y Japón se centran en sus propias dificultades y se muestran reacios a tomar la iniciativa de izar una bandera. En cuanto a los antiguos países comunistas de Europa del Este, Václav Havel y Lech Walesa no tuvieron hijos. Finalmente, para completar este rápido panorama, las emocionantes “revoluciones árabes” de 2011 han fracasado, enterrando las esperanzas de una generación de jóvenes árabes de una transformación democrática que prometía, precisamente, un nuevo modelo.

Frente a países con democracias anémicas y voces que no dan frutos a fuerza de haber prometido y mentido demasiado, los ogros que son Putin, Erdogan, Bin Salmán o Xi Jinping saben que tienen vía libre para merendarse a sus enemigos y hacerlo abiertamentemerendarse, sin tener que esconderse más. Y sus emuladores menos poderosos, los Orban, Kaczyński, Noriega, también han entendido que podían seguir el mismo camino sin arriesgarse mucho.

Todo esto ya se estaba preparando, y a veces era presente, antes de la elección de Donald Trump en la Casa Blanca, pero muchas de estas fuerzas autoritarias y liberticidas avanzaban en la clandestinidad. Por miedo a verse frustradas y señaladas por la única superpotencia que, aunque ha perdido parte de su gloria, sigue controlando bancos y agencias de calificación, la mayoría de las nuevas tecnologías y un formidable aparato de inteligencia y asalto. Mediante el cálculo oportunista (a menudo), el atavismo, y a veces incluso el idealismo, Estados Unidos ha utilizado estos activos para promover una cierta visión de las libertades heredadas de la Ilustración y de las guerras mundiales. Hoy en día, Trump utiliza estas instituciones en su propio beneficio y para promover el caos que lleva consigo.

Los autócratas y sus aspirantes lo han entendido bien. Si Washington sigue por este camino y si ni europeos, ni asiáticos, ni las nuevas potencias del antiguo Tercer Mundo pueden tomar el relevo con un mínimo de sinceridad, convicción y confianza, entonces el número de periodistas que tendrán que cuidar lo que escriben, el número de intelectuales que tendrán que dejar de expresarse, el número de expatriados que ya no volverán a su país, el número de refugiados políticos que tendrán que cuidarse las espaldas, el número de funcionarios que antes eran intocables y que tendrán que desconfiar de cualquier movimiento se incrementará de forma espectacular.

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Traducción: Mariola Moreno

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