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Bayona, la nueva puerta de entrada a Francia de los migrantes

Centro Pausa, en Bayona, donde los migrantes pueden pasar un máximo de tres días.

Ya es de noche y hace frío en Irún, pero la frente y la nariz de Aliou* están cubiertas de sudor, una mezcla de gotas de miedo, de rabia y de vergüenza. Pese a encontrarse tan cerca de la meta, este senegalés de 18 años se siente atrapado, como si se encontrase en la orilla equivocada del río que sirve de frontera natural con Francia, a priori la más sencilla de su exilio. No deja de tartamudear mientras cuenta cómo ha sido su jornada: en tres ocasiones, desde primera hora, ha probado suerte en un autobús con dirección Bayona y pagado su billete, tal y como le recomendaron los voluntarios.

En tres ocasiones, una vez cruzado el puente, cuando ya se encontraba en suelo francés, los agentes le han expulsado. En el segundo intento, Aliou pudo escuchar la llamada del conductor: “Hay negros en el autobús”. A la tercera, el agente francés se burló: “¡Hasta mañana!”. Pero para volver a intentarlo al día siguiente, a Aliou sólo le quedan dos euros en el bolsillo.

“Lo vas a conseguir”, le dice Marga. Desde que la responsable de una microempresa de Irún, votante de la izquierda independentista vasca, descubrió a los inmigrantes en la planta baja de su casa, a la vuelta de las vacaciones de verano, ha estado distribuyendo alimentos, ropa y chivatazos relativos a las rutas de los autobuses, los controles y los billetes. Esta noche, la tristeza de Aliou es tan contagiosa que tiene que contenerse para no ponerse al volante.

Pero Marga lo sabe: al final todo el mundo pasa. A pesar de los recientes refuerzos policiales del ministro francés del Interior, la frontera pirenaica sigue siendo un coladero, cuyo flujo se ha acelerado desde que la Italia de Matteo Salvini cerró el paso este verano.

La ruta mediterránea se ha desplazado; las grandes plataformas de lanzamiento de las zodiacs se han desplazado del Este al Oeste, de Libia a Marruecos. Desde enero de 2018 –cuando 23.000 exiliados entraron en Europa a través de Italia–, desde España llegaron más del doble, unos 53.000, lo que supone un aumento del 150%, con respecto a 2017 (cuando se registraron 681 ahogamientos). Entre ellos, muchos son los africanos francófonos que sueñan con París.

Según la Prefectura del sur francés, los agentes de la Policía de fronteras de Hendaya (PAF), encargados de efectuar las expulsiones tras un control inopinado, denegaron la entrada en 7.968 ocasiones en los 11 primeros meses del año (la misma persona puede ser identificada varias veces), frente a las 4.409 del mismo período de 2017.

Sólo en noviembre se llevaron a cabo casi un millar. Se trataba principalmente de guineanos, malienses o marfileños, que lo intentan una, cinco o diez veces. España no ha hecho nada por frenar el tránsito de migrantes a Francia, al contrario.

Sentado en una terraza improvisada por Marga y sus amigos frente al Ayuntamiento de Irún, un maliense de 30 años de edad, Ousmane, que huyó de su país por los islamistas y la operación Serval, cruzó Argelia (seis meses) y Marruecos (ocho meses). Cuenta que fue atendido en la costa española por la Cruz Roja que y luego se trasladó al norte, a Barcelona, donde recibió “80 euros para pagarse el transporte” hasta la ciudad de su elección. Optó por Bilbao, por supuesto, un punto de encuentro para los exiliados que quieren probar suerte n Francia. “¡Es la Cruz Roja la que da el dinero!”, afirma Ousmane.

En Irún, hay muchos testimonios de migrantes asistidos; algunos dicen que han recibido dinero en efectivo (hasta 200 euros); otros, billetes de autobús, a veces proporcionados por la Cruz Roja, a veces por otras asociaciones encargadas de gestionar centros de acogida de emergencia.

¿Pueden las autoridades españolas ignorar que esta ayuda, que se supone alivia la congestión en el sur del país, financia principalmente el proyecto Francia? En cualquier caso, esa noche Ousmane disfruta de un paquete de patatas fritas y de las fiestas municipales frente al Ayuntamiento de Irún, rodeado de otros malienses sonrientes. En esta etapa de su viaje, lo saben: un remanso de paz les espera en Francia, al otro lado del río.

Desde hace mes y medio, existe en Bayona un lugar que acoge a extranjeros de paso, denominado Pausa y equipado con más de 150 camas. Fue ideado por voluntarios, en sus inicios sobre todo de izquierdas (integrantes del colectivo Diakité), y el alcalde de centroderecha, que ya no soportaba ver a los migrantes desembarcar en Bayona sin saber dónde dormir, comer, recibir tratamiento médico, antes de emprender ruta a París o Toulouse. Se trata de una iniciativa nada habitual. “La urgencia hace estallar las fronteras políticas”, dice Maité Etcheverry, presidenta de Diakité y estudiante de derecho formada en las redes de la independencia vasca.

El alcalde, de la Unión de Demócratas e Independientes (UDI) y con concejales de Los Republicanos (LR), se ha encargado de habilitar un techo (en un antiguo depósito militar del ayuntamiento), de trasladar la estación de autobuses a la acera de enfrente para facilitar el tráfico, de llamar a las empresas para que recojan mantas y, sobre todo, de conseguir un presupuesto ad hoc para los próximos seis meses: entre 60.000 y 80.000 euros al mes, que sufraga el Ayuntamiento.

“Al principio, percibimos cierta reticencia en algunos concejales”, reconoce Christine Lauqué, de LR. “Pero son seres humanos, no números, la mayoría se sumó”. Desde entonces, acude todas las tardes, “son muy amables”. “¡Estoy asombrada!”, se ríe Hélène Ducarre, presidenta del grupo local de la Cimade, una asociación en defensa de los derechos de los extranjeros.

Jean-René Etchegaray, 66 años, que camina entre las camas espartanas, los calcetines y los montones de conservas que han traído los vecinos, recuerda la primera reacción del prefecto: “¡Vas a generar un efecto llamada!” (el aludido ahora niega haber dado semejante respuesta), pero el alcalde no desistió. “Estoy cumpliendo mi misión de protección. No sé cuándo va a parar, es verdad, y puede que me arriesgue, ¿pero qué se supone que debo hacer? ¿Dejar pasar el tiempo criticando al Estado y a Bruselas?”. Se garantizan estancias de tres noches, sin condiciones y sin proceso de selección alguna.

En Irún, donde los traficantes de personas venden “traslados” a Bayona, algunos voluntarios ponen mala cara desde entonces. “Los traficantes venden billetes de autobús o taxis y garantizan un techo a la llegada”, dice Jessis, educadora social de 60 años. “Cobran hasta 250 euros por un billete de autobús de 4 euros”, se indigna. “Desde este verano, venimos explicando los autobuses, las rutas, todo el mundo pasaba sin problemas, pero muchos migrantes confían más en los traficantes. Aunque sea triste, la apertura del centro les facilita a éstos el negocio”.

En Bayona, se encuentra Fatoumata, enfundada en una enorme chaqueta y a la que un coche ha dejado en una plaza del centro de la ciudad. Probablemente haya sido un traficante. “Un hermano”, dice. En la pequeña oficina de Pausa, se instala con sus tres hijos, de entre 6 y 15 años.

Esta marfileña huyó de su país en 2016. O, mejor dicho, de su marido polígamo con otras dos esposas que “siempre causaban problemas”. El niño más joven, epiléptico, sufrió el rechazo de su padre. “Dijo que no existen tales enfermedades en la familia, que no le pertenecía”, asegura Fatoumata. “Los niños no fueron a la escuela, el padre no pagaba los libros”.

La mujer, de 39 años, prefirió evitar Libia, “donde la gente cae en las redes de la esclavitud”. ¿La alternativa? Malí, Argelia y finalmente Marruecos. Allí se encontró atrapada, como decenas de miles de migrantes subsaharianos, hacinados en los bosques dormitorios de la costa (a menudo cerca de Tánger o de los enclaves españoles de Ceuta y Melilla), víctimas de la violencia y el acoso policial.

“Dormimos en el bosque de Nador [cerca de Melilla]”, rememora Fatoumata. “Allí, los marroquíes vienen a molestarte a cualquier hora, a destrozar el búnker [refugios], a pegarte. La Cruz Roja estaba haciendo un buen trabajo, incluso le hicieron pruebas a mi hijo antes de darle medicinas. Tenían miedo de que las vendiese. Pero ellos no dan alojamiento”.

"El principio es el tránsito"

Además, Fatoumata y sus hijos sufrieron “devoluciones”. “Los agentes nos metieron en un coche con destino a Mauritania; duermes una noche en la carretera y luego te abandonan”, todavía en territorio marroquí, pero a cientos de kilómetros al sur. Estos desplazamientos forzosos, que algunas asociaciones en defensa de los derechos humanos califican de “redadas”, aumentaron en 2018 con el pretexto de “combatir el tráfico” de migrantes en el norte, principalmente para cumplir con los acuerdos con la Unión Europea.

“Para volver, debemos mendigar”, continúa Fatoumata, que ha vivido estos tejemanejes durante dos años, “más de diez veces”. “A veces, gracias a los niños, el conductor encargado de la devolución se apiadaba de nosotros y nos decía que permaneciéramos ocultos bajo los asientos y luego nos subía”. ¿Cómo llegó Fatoumata al Mediterráneo exactamente?

“En Nador, me encargaba de realizar las tareas domésticas para una mujer árabe. Ganaba 100 dirhams, gastaba 50 y ahorraba 50”. Todo lo organizó, en dos veces, “el jefe del bosque, un hombre negro que trabaja con marroquíes para los pasajes”. Fatoumata pagó primero por su hijo adolescente, que aterrizó solo en España un año antes que los demás. “Nos encontramos hace unas semanas”, sonríe la marfileña. Su obsesión, escolarizar a sus vástagos lo antes posible, “aquí o en París, lo mismo da”.

“El principio de la Pausa es el tránsito”, dice Cédric Pedouan, uno de los siete empleados de Atherbea, asociación ideada por el alcalde para apoyar a los voluntarios de Diakité. Con la excepción de los menores no acompañados y de las personas vulnerables, se vela por el cumplimiento de la estancia de los tres días máximo.

A cada migrante se le entrega una pulsera cuyo color permite a simple vista calcular la duración de la estancia: roja para las llegadas de los lunes, azul para las de los martes, etc. “Es nuestro centro de transporte, el que garantiza la fluidez”, continúa Cédric, es decir, la dispersión de los inmigrantes indocumentados hacia su destino principal, sobre todo París, pero también Toulouse, Burdeos, incluso Inglaterra o Alemania.

En el otro extremo del hangar, Ludivine y Dorian, que hacen las veces de una agencia de viajes, están allí para responder a las preguntas sobre los “autobuses Macron” de Bayona. Veinte veces al día, estos voluntarios también van y vienen a los bares locales donde los exiliados tienen que comprar, uno a uno, cupones de 15 euros o 25 euros con códigos para comprar entradas en los sitios web de las empresas.

Nada es sencillo: los migrantes no tienen tarjeta para pagar onlineonline, los voluntarios no pueden dejarle la suya a cambio de dinero en metálico para acelerar el proceso. ¿Qué sucede con aquellos migrantes que no tienen nada? Llaman a la familia para que les envíe dinero a Western Union en Bayona. No hace falta decir que, en esos casos, el plazo de tres días se flexibiliza...

Para los que menos tienen, Ludivine et Dorian guardan los cupones no gastados, 2 euros aquí, 30 céntimos allí, para un Bayona-París. ¿La regla de oro? “No comprar nunca billetes transfronterizos”, repite la joven den 29 años, consciente de que ayudar a franquear una frontera es un delito.

Sólo ayudar a la “circulación” y a la “residencia” de los “inmigrantes en situación irregular” no conlleva sanciones, según sentencia del Consejo Constitucional del pasado mes de julio, siempre que se otorguen “sin compensación” y “con fines exclusivamente humanitarios”. “Aquí los aplicamos de forma muy estricta”, resume Maité, la presidenta de Diakité.

Muy a su pesar, los voluntarios dan con contrabandistas radicados en España que han vendido supuestos “paquetes” completos con destino a París, a veces falsos. “Pueden vender fotocopias del mismo billete Bayona-París a varios inmigrantes”, dice Dorian. El joven intenta evitar, ante todo, que sus pasajeros sean sometidos a controles policiales: “En caso de hacer escalas, les aconsejo que no se queden en la estación, por donde pasan las patrullas, sino que vayan a dar un paseo o a descansar a una cafetería”.

A bordo, por lo demás, las cosas van sorprendentemente bien: “Hay pocos controles para la cantidad de autobuses que salen...”, se felicita el joven. Sin embargo, en las últimas semanas se han producido varias detenciones, sobre todo en la línea que va a Toulouse y menos en la carretera de París.

En realidad, el alcalde ha tenido que hacer frente a los controles “salvajes” de los conductores. “Algunos de los miembros de la compañía FlixBus le pedían la documentación a los negros”, se indigna Jean-René Etchegaray. “Sin embargo, no están autorizados a realizar estos controles. Y para mí, se trata de discriminación racial”.

Una noche de noviembre, el alcalde impidió con su cuerpo una salida, para protestar contra la actitud del conductor, hasta presentar una denuncia. “Recibí una carta de disculpa de Flixbus”, dice el alcalde. Asegura la compañía que “no hay instrucciones [...] para llevar a cabo controles de documentos de identidad, lo que es discriminatorio”, dice el gerente.

En ese momento, aparece Bouba. Este maliense quiere llegar a Luxemburgo lo antes posible. “No puedo”, explica Ludivine. “Pero puedo comprarte un billete a Metz”. Choca esos cinco. Uno de los amigos de Bouba pagará el viaje: “Su padre, que comercia con Dubái, acaba de hacerle un envío por Western Union. Su familia es rica, su tío vive en París desde hace 34 años...”. ¿Qué hace en Francia entonces?”. “Ve a sus amigos en Facebook y África es una mierda”, dice Bouba.

A sus 19 años, tiene una trayectoria más propia del Infierno de Dante, donde no faltaron las torturas en Libia y la violencia en Argelia y en Marrueco. Después de salir de Gao (Malí), en 2013, para volver a Trípoli (Libia) como jornalero, Bouba se encontró primero en Sabratah, entonces la capital de las zodiacs y de la trata de seres humanos, donde los migrantes son encerrados, torturados y filmados para que las familias puedan enviar el dinero: el precio de un sitio en una lancha neumática. Pero los Asma Boys, una banda que vende sus abusos al mejor postor, “nos agarró en el agua”, continúa Bouba. Y nos volvieron a meter en la cárcel. “Allí violan a las mujeres, nos torturan. Hay maricas [sic] que se llevan a los negros para follárselos”. ¿A ti? “Sí, me ataron”.

En Pausa, los sanitarios voluntarios reciben pocos testimonios directos, más bien distribuyen pomadas para calmar el dolor en el año y las “hemorroides”.

Los menores por delante

“Vendido a un árabe” a cambio de unas horas de trabajo en una plantación, Bouba permaneció allí durante meses, antes de dirigirse a la frontera argelina. “No quería más zodiacs, así que di un rodeo”, cuenta. En Argelia, se puede trabajar en la construcción. Pero cuando la policía se dirigió al desierto para llevar a cabo las consiguientes devoluciones, la gente saltaba de los andamios para escapar. Vi a gente morir desde la 4ª o 5ª planta”.

Siguiente etapa: la frontera con Marruecos. En los últimos años, los dos países rivales se han embarcado en una guerra demagógica por la construcción de muros, vallas y trincheras de hormigón. “Pasé la valla de Maghnia”, recuerda Bouba. “Tienes que trepar y luego echarte con los demás, todos a la vez. Cuando te atrapan, te pegan. También me mordió un perro, pero luego me pusieron en la calle”. En el cuarto intento, entra en el reino de Cherif.

Su historia se parece a la de Fatoumata, esta vez en un “bosque” cerca de Ceuta. Para “atacar” la barrera ultrasegura que protege este enclave español, Bouba se unió a “800 o 1.000 personas”. “Se pone a los menores en primera línea [en esa época, él lo era] porque damos un poco de pena, somos nosotros los que empujamos a los agentes, que no disparan”, dice Bouba, mostrando una “cicatriz del alambre de espino” en la palma de su mano. “Una vez pasado, gritas de alegría y vas a la Cruz Roja; te quedas seis o siete meses y luego un gran barco viene a recogerte”.

La idea de Luxemburgo se le ocurrió de repente. “Quiero pedir asilo allí porque en Francia no es fácil, ¿no?”. En 2017, las autoridades concedieron el estatus de refugiado a 255 malienses, es decir, el 16% de los demandantes. En el caso de los guineanos, también muchos en Bayona, el porcentaje apenas supera el 21%.

Ese es el drama en Pausa. El techo está garantizado durante unos días, se facilita el tránsito, pero el equipo es muy consciente de la suerte que espera a la mayoría de los migrantes adultos cuando se bajan del siguiente autobús: todo menos el estatus de refugiado. Debido a que entraron en la UE por España, Madrid es responsable de su demanda de asilo, de acuerdo con el Reglamento Europeo de Dublín.

Si les tomaron las huellas dactilares en España, su nombre aparecerá en el fichero Eurodac tan pronto como se presenten en una prefectura o sean detenidos en Francia, con una orden de “traslado”. Si se tarda más de seis meses, supone un golpe de suerte: el solicitante de asilo puede exigir a Francia que examine su expediente, con las estadísticas antes mencionadas...

Para hablar con nosotros, Mansour Ndongo se retira la máscara de enfermera. Esta voluntaria de 38 años, de madre francesa y padre senegalés, tiene previsto dejar el centro la Pausa a finales de mes. Su misión consiste en remitir al hospital, identifica “trastornos psíquicos a veces similares a los trastornos postraumáticos de los soldados”. Mansour también se encuentra con “adicciones al pegamento, a los exfoliantes, a la cocaína” y se pregunta si el punto de tráfico, generalmente abajo de su casa, no se ha acercado”. “Deberíamos pensarlo: ¿qué hacemos después de la ayuda humanitaria?”.

“Está muy bien la atención humanitaria, es esencial”, dice Francisco Sánchez Rodríguez, doctorando en Derecho público y activista en la Cimade, “pero enviar a estas personas a París cuando sabemos que están durmiendo bajo un puente... Deberíamos llevar a cabo aquí el apoyo administrativo, un apoyo más proactivo a las solicitudes de asilo, etc.”.

En la Pausa, algunos lo rechazan: “Es difícil animar a la gente a quedarse. En Bayona, no encontrarán empleo o no aguantarán cinco años hasta que los cojan [el tiempo necesario para obtener una regularización excepcional]”. “No tengo la solución”, suspira Jean-René Etchegaray. “Me gustaría que toda Francia se repartiese a los migrantes, pero no lo va a decidir el alcalde de Bayona...”.

Con el apoyo de abogados especialistas, los activistas reflexionan sobre las batallas que deberían librar, inspirándose en las guerrillas de la frontera italiana, en Menton, por ejemplo. Parece que en Hendaya, frente a Irún, en el lado francés del río, el proceso de “no admisión” no siempre se respeta, por ejemplo. Gracias a la libre circulación del Espacio Schengen, cuando descubren a migrantes en un radio de 10 km a lo largo de la frontera, pueden devolverlos a sus colegas de la PAF, autorizados a llevarlos a la frontera española sin apenas formalismos, tras la firma de un simple “rechazo de entrada”.

En Hendaya, basta con dejarlos en el puente de Behobia, que cruza el río, para ver “originalidades”. Primero, como los españoles, cansados del tejemaneje, ya no se molestan ya en descolgar el teléfono y recuperar a los migrantes, sus colegas franceses de la PAF se contentan a dejarlos en medio del puente y los migrantes vuelven a probar suerte una hora después.

“Quiero volver lo antes posible”, dicen dos malienses. Recientemente, la Justicia ha anulado varias devoluciones a Italia porque los migrantes afectados no verían su demanda de asilo examinada correctamente en el país de Matteo Salvini. “Pero en este punto, en España, han fracasado todos nuestros intentos”. Los activistas parecen desbordados con los menores no acompañados, que teóricamente el departamento debe proteger, una vez confirmada la edad. Como sucede en toda Francia, las pruebas para comprobar su edad son puestas en duda y muchas veces se rechazan por “falsa minoría”.

Dos guineanos, que han cruzado Argelia y Marruecos, que dicen tener 16 años, acaban de ser procesados por “falsedad”, detenidos de forma provisional en Bayona antes de que el Tribunal Correccional sentenciase que no puede juzgarlos (“por aplicación del principio de presunción de minoría de edad) y de que uno de los jóvenes consiga que se admita su edad.

Visto el riesgo, el dilema es enorme para los equipos de Pausa, ¿hay que alentar a los menores, que suelen decir que quieren llegar a París, a someterse a las pruebas aquí? “Hacemos una preselección”, dice Maite. Los voluntarios lo dan todo por los menores no acompañados. Gracias al colectivo Etorkinekin, una cuarentena de menores o mayores son albergados a la espera de una respuesta de las autoridades, a veces se movilizan las redes independentistas vascas, como antes, sin hablar por teléfono si quiera. Marie Cosnay forma parte de ellas y cuenta la historia de una adolescente que, tras su paso por el País Vasco, se subió a un autobús: “Llamó un día asustada, sin saber dónde estaba. Rastreamos su teléfono, estaba en Ixelles, en Bruselas, en una calle. Mi hijo tenía una amiga no muy lejos de allí, que se fue a la zona a gritar su nombre, hasta encontrarla”.

La joven, ahora es menor reconocida en Bélgica. Después de intentarlo en París, otro menor no acompañado, volvió al sur de Francia, descorazonado. Él permitió bautizar al colectivo de Pausa, Diakité. A sus 16 años reconocidos, espera la ratificación de la misma por parte del juez de menores de Bayona. Sentado en una plaza del centro, recupera la ilusión: “Voy a la escuela el lunes”.

  Este reportaje se realizó del 3 al 5 de diciembre. Los nombres seguidos de un asterisco han sido modificados por expreso deseo de los protagonistas.

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Traducción: Mariola Moreno

 

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