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'Chalecos amarillos': la responsabilidad de la izquierda

Un manifestante de los 'chalecos amarillos' durante la octava semana de protestas en París.

Edwy Plenel

Cualquier complacencia ante las tentativas de la extrema derecha antisemita, racista y xenófoba de apropiarse y desviar el movimiento de los chalecos amarillos anuncia la ruina de sus exigencias sociales y democráticas iniciales. Partido de la desigualdad natural, de la defensa de las jerarquías entre humanidades, orígenes, condiciones, culturas, religiones, sexos y géneros, la extrema derecha es el enemigo de aquello que constituye el motor inicial de la cólera de la movilización: una demanda radical de igualdad ante la injusticia fiscal y contra el despojo político (lea nuestro artículo en francés La batalla de la igualdad - La bataille de l’égalitéLa bataille de l’égalité).

La caza de chivos expiatorios –el judío, el árabe, el extranjero, el migrante, el homosexual, etc., en resumen, del otro, diferente o disidente– nunca se tradujo en la felicidad ciudadana, sino en su desesperación. Abre la puerta a fuerzas autoritarias que utilizan el veneno identitario para defender la perennidad de las injusticias sociales y las desigualdades económicas. Desde su aparición ideológica a finales del siglo XIX, en el corazón de nuestras modernidades industriales y tecnológicas el racismo es el arma recurrente de las supremacías para lapidar la demanda social y la esperanza democrática (leer aquí en mi blog, en francés).

Diversos incidentes recientes –en especial, la virulenta expresión antisemita, el sábado 22 de diciembre en el barrio parisino de Montmartre, de un grupo de extrema derecha de chalecos amarillos (leer aquí y aquí)– hacen que esta cuestión, lejos de ser meramente teórica, sea eminentemente práctica para el futuro de un movimiento social en curso y, al mismo tiempo, en suspenso. Inmediatamente lo subrayamos: su historia no está escrita de antemano y su traducción política aún menos. Inédito, inesperado e impredecible, como lo son todas las revueltas populares espontáneas, fuera de cualquier marco preexistente y de cualquier organización preestablecida, este levantamiento de un pueblo golpeado, hasta ahora, por la invisibilidad y el desprecio, también puede acertar o caer en el error.

Abrumado por este recurrente temor ante la cólera inconmensurable, sirva como testigo la actuación de las fuerzas del orden marcada por una violencia nunca vista desde 1968 (lea este informe de un sociólogo de la policía), el poder juega con la perdición del movimiento, haciendo de la extrema derecha su mejor aliado. Mientras que los reportajes sobre el terreno (lean en particular los realizados por Mediapart en nuestro archivo, pero también los de Florence Aubenas en Le Monde) muestran una realidad de chalecos amarillos cuando menos compleja y diversa, más cercana a las causas de la emancipación que a la caza de chivos expiatorios, todo está hecho, mediática y políticamente, para aprovechar el más mínimo incidente racista para desacreditar a todo el movimiento. Magnificando lo efímero en detrimento de la investigación, la información en bucle es aquí un arma de ceguera masiva, que muestra solo aquello que refuerza los temores y prejuicios.

En la morgue de clase contra la que se han revelado los chalecos amarillos, frente a un poder elevado que piensa de manera "demasiado inteligente, demasiado sutil" para los que se encuentran más abajo, añadimos una descalificación moral: no solo este pueblo no escucha y no entiende nada, además es políticamente espantoso, incluso monstruoso. La vieja cantinela de las "clases trabajadoras, clases peligrosas" que unió a la burguesía en el siglo XIX, en ascenso en mitad de las ruinas del Antiguo Régimen, está de vuelta. Desde este punto de vista, los chalecos amarillos se alojan en el mismo marco que los jóvenes de los barrios populares, si recordamos los refranes contra aquellos nuevos "bárbaros" que habían acompañado al estado de emergencia decretado –por primera vez desde la guerra argelina– durante las revueltas de 2005.

Que la extrema derecha actúe en el seno de los chalecos amarillos es inevitable en el país que, históricamente, la vio nacer durante el affaire Dreyfus y donde, sobre todo, se instaló de forma permanente en la morada electoral hace treinta y ocho años (consiguió 2,2 millones de votos en las elecciones europeas de 1984). Sin embargo, que la extrema derecha imponga al movimiento su agenda política no es inevitable, y es aquí donde se compromete la responsabilidad de la izquierda, en la diversidad de las familias de pensamiento –formaciones políticas, sindicatos, asociaciones, etc.– fruto de largas luchas, aún inacabadas, para volver a empezar, por una República democrática y social. Pero, en resumidas cuentas, por el momento, no han acudido a esta cita.

La actitud de las principales organizaciones involucradas oscila entre la espera y la comparsa. Espera de aquellos que, en lugar de enfrentarse a la extrema derecha en el terreno, guardan una distancia prudente ante un movimiento que no controlan o desconocen. Comparsa de aquellos que, en lugar de asumir una pedagogía antifascista clara y firme, relativizan con excesos de complacencia las derivas que no deberían ser excusadas. Si bien muchos militantes, sindicales o políticos, participaron espontáneamente en la insurrección de los chalecos amarillos, como lo demuestran las ricas contribuciones del Club participativo de Mediapart (por ejemplo aquí y aquí), el bochorno y la confusión, parecen ser ampliamente compartidos en la cúspide de las organizaciones concernidas.

Si esta situación perdura, existe un gran riesgo de que la extrema derecha sea la gran ganadora de esta crisis, consolidando su posición como único rival de un poder que, en 2017, fue elegido en nombre de su rechazo. Será aún más significativa si seguimos añadiendo divisiones partisanas incomprensibles, el tiempo es histórico y decisivo para todos aquellos que dicen pertenecer a una izquierda democrática, social y ecológica. La cuestión no es tanto la de las próximas elecciones europeas en las que parece que está todo dicho, y cada fuerza de izquierdas se prepara para competir por separado. No, la cuestión es más concreta y más urgente y concierne a lo que sucede en las calles, en las carreteras, en las rotondas de Francia.

Al igual que la exitosa convergencia ecológica y social durante la marcha por el clima, en torno al eslogan "Fin del mundo, fin de mes, es para nosotros la misma lucha", las izquierdas haría bien en inventar localmente sus propias «rotondas» con el objetivo de unir sus fuerzas para participar, respetando su autonomía, en el movimiento en curso. Tienen mucho que aprender de él, ya que recuerda a los partidos de izquierdas la pérdida de su base popular y su aislamiento en el confort institucional (lea aquí el artículo de Libération), conduciendo a su inventiva democrática y a su radicalismo social. Los golpes que deben recibir, por parte de un movimiento indócil a las recuperaciones políticas, parecen ligeros en comparación con el riesgo de que éste termine gangrenado por la desesperación y el resentimiento. ¿Podemos imaginar que a las banderas azul, blanca, roja, cuyo símbolo puede significar un bienvenido regreso de la memoria republicana, así como una desafortunada reclusión en una identidad preestablecida, se añadan otros tonos tricolor, uniendo los chalecos amarillos, los chalecos verdes y los chalecos rojos?

En cualquier caso, es deseable que así sea, entre la emergencia climática, la regresión democrática y la injusticia social, las manillas del reloj están girando tanto en Francia como en otras partes del mundo. Ante el espectáculo de los fracasos, impotencia y rivalidades que ahora caracterizan a las izquierdas debilitadas y divididas, ¿cómo puede uno no tener el sentimiento de no haber tomado el pulso a la gravedad de esta época? ¡Como si, mientras la humanidad estuviera encerrada en una habitación cuyas cuatro paredes se acercaran a ella a gran velocidad, continuase discutiendo sobre la distribución de los muebles! Solo las movilizaciones de la sociedad, populares y unitarias, pueden evitar una catástrofe cuyos contornos conocemos de antemano: poderes autoritarios, al servicio de los intereses económicos de minorías sociales, que conducen a sus pueblos a guerras identitarias y destruyen absolutamente todo.

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Los chalecos amarillos son esta oportunidad que la izquierda debería aprovechar. En El sentido de los affaires (Le Sens des affaires, Calmann-Lévy, 2014), su libro sobre diferentes casos de corrupción que minan la confianza en la democracia, Fabrice Arfi exhumó el fulgor de Víctor Hugo de julio de 1847 en Las cosas vistas, en referencia al espectáculo de una obscenidad de lujo exhibida al pueblo parisino: "Cuando la multitud mira a los ricos con esos ojos, no son pensamientos lo que hay en todos los cerebros, son eventos". Unos meses más tarde, en febrero de 1848, un levantamiento popular derrocó a la monarquía y provocó la llegada de la Segunda República...

El evento creativo, impredecible e irreprimible. Sí, eventos cuyo curso, nunca escrito de antemano, depende siempre de la acción o la inacción de aquellos a los que convoca. Por esto, la responsabilidad de la izquierda es hoy inmensa.

Versión y edición española : Irene Casado Sánchez.

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