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'Chalecos amarillos': la violencia del Gobierno aviva la violencia del país

Un manifestante del colectivo 'chalecos amarillos' lanza una patada contra gas lacrimógeno durante una protesta.

Hace sólo una semana y ya parece una eternidad. En su mensaje de Fin de Año, el 31 de diciembre, Emmanuel Macron, de pie desde el Palacio del Elíseo, parecía entender esa ira que estalló en 2018, una ira que, dijo, “venía de atrás”, una ira que, “con independencia de sus excesos y desbordamientos”, expresaba el deseo de “construir un futuro mejor”.

Cuatro días después, el 4 de enero de 2019, en la reunión del primer Consejo de Ministros del año, el cambio de rumbo era brutal: a mil leguas de la postura comprensiva, el portavoz del Gobierno, Benjamin Griveaux, decía de los chalecos amarillos que eran un movimiento “de agitadores que quieren la insurrección y, básicamente, derrocar al Gobierno”.

La decisión se había tomado incluso antes de las manifestaciones del 5 de enero. Con el pretexto de los actos violentos cometidos, en modo alguno mayoritarios, que se atribuyen únicamente a los manifestantes, y haciendo caso omiso del evidente resugir del movimiento de los chalecos amarilloschalecos amarillos, el primer ministro anunciaba este lunes ante las cámaras de TF1 una nueva batería de medidas represivas con el fin de ampliar la responsabilidad civil de los infractores, de sancionar la no declaración de una manifestación, considerar delito el hecho de llevar capucha y, por último, poder impedir que los manifestantes ya fichados se manifiesten y detenerlos de manera preventiva, como se hace con los hooligans en las competiciones deportivas.

Aunque no se le formuló ninguna pregunta a Édouard Philippe relativa a la violencia policial, de la que sí informó TF1, tampoco el primer ministro aludió a ella ni la condenó. Sí fue más locuaz al hablar de las 5.600 detenciones policiales y las 1.000 condenas a manifestantes ataviados con chalecos amarillos, unas cifras que demuestran la escalada sin precedentes de una represión que avergüenza a la Justicia.

Por muy censurable que sea, la violencia de los chalecos amarillos es la respuesta a la violencia de un Gobierno que no quiere oír nada. Al dirigirse explícitamente a los que “cuestionan las instituciones”, el primer ministro daba así la clave de esta terquedad: lo que alarma a esta Presidencia es que la cuestión política que se encuentra en el centro de este movimiento, más allá de las causas que lo motivaron –la carestía de la vida, el poder adquisitivo, la injusticia fiscal– lo desafía directamente.

Es la del agotamiento del sistema presidencial, ese poder personal que se adueña de la República, la desvitaliza y la paraliza, la monarquía electiva que, a través del abuso de poder, acaba por desacreditar a la democracia francesa entre el pueblo soberano.

Las pertinentes reflexiones de Mounir Mahjoubi, secretario de Estado de Tecnología Digital, que en calidad de tal advertía de las esperanzas democráticas nacidas de la actual revolución tecnológica, sobre los chalecos amarillos como “una oportunidad para Francia”, no eran más que palabras huecas.

“El movimiento de los chalecos amarillos –escribía en Le Monde el 1 de enero– demuestra que ahora es posible organizarse espontáneamente sin intermediarios. Estoy convencido de que puede suponer una oportunidad para Francia [...] Lo que apuntan los chalecos amarillos es la imperiosa necesidad de una mayor justicia social y fiscal y la necesidad irreprimible de participar más activamente en el funcionamiento de nuestra democracia. [...] En su inmensa mayoría, los chalecos amarillos que he encontrado o que participan en el debate sobre las redes sociales no son violentos, sediciosos, antiecologistas, racistas, antisemitas ni homófobos”.

Esta Presidencia, impopular e impotente, desestabilizada por un movimiento social sin precedentes, rodeada por el folletín que es el caso Benalla, desorientada políticamente y aferrada administrativamente, abandonada por muchas de sus relaciones más cercanas, corre ahora en todas direcciones, como un pollo sin cabeza. Pero, como confirma la intervención del primer ministro sobre el orden público el lunes 7 de enero por la noche, todo indica que no va en la dirección correcta.

Lejos de estar a una altura democrática que se preocupara tanto por la paz republicana como por las libertades civiles, el Gobierno ha elegido deliberadamente demonizar al actual movimiento social, caricaturizándolo como una pandilla de extrema derecha facciosa, y precipitarse en su represión policial, cuyos excesos nunca son condenados. Ha optado por la confrontación, en pocas palabras. Un aumento de la represión que conduce a la radicalización.

Esto se refleja en su actitud relativa a la violencia. Cualquier historiador de los movimientos sociales podría recordarle a estos gobernantes, que se apresuran a emocionarse unilateralmente sólo por la violencia del chaleco amarillo, que la violencia popular es el eco de la violencia estatal, la defensa brutal de un orden político, social y económico que sus beneficiarios han decretado inmutable.

Desde la Revolución Francesa hasta mayo de 1968, pasando por julio de 1830, febrero y junio de 1848, las huelgas de 1936 o las insurrecciones de la Liberación, nuestras Repúblicas, nuestras libertades, nuestros derechos, nuestras instituciones, siempre han sido afirmadas, finalmente conquistadas o ampliadas gradualmente de la mano de estas revueltas tumultuosas, cuyas transgresiones, audacias y excesos nos permitieron inventar nuevos horizontes democráticos y sociales.

Se argumentará, invocando a las grandes figuras de Mahatma Gandhi y Martin Luther King o subrayando la determinación tranquila de las recientes marchas organizadas a favor de las mujeres chalecos amarillos, que son preferibles los cambios pacíficos, ya que la violencia ciega puede convertirse en una espiral destructiva de los ideales que la inspiraron.

Pero esta precaución no excluye la lucidez sobre el desproporcionado equilibrio de fuerzas entre un Estado existente y los que lo impugnan, ni, sobre todo, sobre esta altivez social, expresión de otro gran temor de los poseedores, que sólo quieren ver y denunciar la violencia, la de abajo, la del pueblo, la de la muchedumbre, la de la plebe, sea cual sea su rostro.

Profundamente pacifista, el obispo católico brasileño Hélder Câmara, autor de un ensayo histórico a principios de los años setenta, Espiral de violencia, resumió perfectamente este intento bienintencionado de inmovilizar el presente cerrando la puerta al futuro.

“Hay tres tipos de violencia”, escribió. “La primera, la madre de todas las demás, es la violencia institucional, la violencia que legaliza y perpetúa la dominación, la opresión y la explotación, la violencia que aplasta y destruye a millones de personas en su maquinaria silenciosa y bien engrasada. La segunda es la violencia revolucionaria, que nace del deseo de abolir la primera. La tercera es la violencia represiva, cuyo objetivo es sofocar la segunda convirtiéndose en auxiliar y cómplice de la primera violencia, la que engendra todas las demás. No hay mayor hipocresía en denominar a la violencia que la segunda, pretendiendo olvidar la primera, que la hace posible, y la tercera, que la mata". 

Frente a su protesta en las calles, cualquier gobierno se inclinará a afirmar que la única violencia legítima es la del Estado y la de sus fuerzas policiales. Pero esta reivindicación de un monopolio estatal de la violencia sólo puede defenderse si va acompañada de una defensa inflexible del Estado de derecho, es decir, de los derechos individuales y colectivos, incluidos la libertad de expresión y el derecho a manifestarse, que pueden ser invocados por los ciudadanos contra el Estado que los viola, pisotea o reprime. Desde este punto de vista, la pedagogía de este poder está totalmente desequilibrada, asumiendo una radicalización sin precedentes del orden sin acompañarla nunca con una sola palabra para condenar sus excesos, sin una sola instrucción para contenerla, sin una sola precaución para moderarla.

Ignorando los provocativos comentarios de Benjamin Griveaux sobre los chalecos amarillos, el presidente Emmanuel Macron se conmovió de inmediato con la violenta intrusión que obligó al portavoz del Gobierno a abandonar precipitadamente su secretaría de Estado el sábado 5 de enero, cuando sólo había miedo individual y daños materiales.

En cambio, no dice nada, menos aún su ministro del Interior, su primer ministro tampoco, de la asombrosa cantidad de heridos graves entre los manifestantes, causados por faltas graves a las reglas deontológicas del mantenimiento del orden.

No dijeron nada sobre los adolescentes, estudiantes de secundaria, humillados por docenas en Mantes-la-Jolie, obligados a permanecer varias horas arrodillados con los brazos sobre la cabeza, como sucedería en un régimen autoritario. Tampoco dijeron nada del comandante de Policía de Tulón, recientemente distinguido con la Orden de la Legión de Honor, que en dos ocasiones se ha permitido golpear a personas indefensas, ya a su merced, lo que viola cualquier ética policial, por no hablar del Estado de Derecho.

El hecho de que el fiscal de Tulon haya podido respaldar este comportamiento, afortunadamente no así el prefecto del Var que abrió una investigación, dice mucho de las consecuencias en el aparato del Estado de este laxismo gubernamental, que difunde una cultura represiva sin frenos ni restricciones.

Una vez más, el nuevo mundo prometido es la continuación de las viejas formas que él quería descartar, si recordamos la tolerancia del período de cinco años anterior a la violencia policial, la muerte del ecologista Rémi Fraisse y la represión de las manifestaciones sindicales contra la llamada ley El Khomri.

De la deriva a la autocomplacencia, del silencio al estímulo, Francia se está convirtiendo en una excepción europea desde este punto de vista, con una Policía más ofensiva y violenta por parte de fuerzas de seguridad excesivamente equipadas y armadas. Y que el Gobierno planea armar todavía más, como lo demuestran la nueva compra de escopetas lanzapelotas de goma.

“Lo único que no se han empleado son armas de fuego”

A la tabla comparativa que destaca esta peligrosa especificidad francesa recientemente publicada por la Asociación de Cristianos para la Abolición de la Tortura (ACAT), hay que añadirle el análisis del sociólogo de la policía Fabien Jobards que destaca la “considerable escala” de la acción represiva contra los chalecos amarillos. “Las intervenciones policiales han causado en muchas ocasiones daños considerables; manos arrancadas por granadas, desfiguraciones o pérdidas de ojos por el lanzamiento de pelotas de goma, muertes en Marsella: el número de víctimas supera todo lo que hemos visto en la Francia continental desde el 68 de mayo, cuando el nivel de violencia y el armamento de los manifestantes era mucho mayor, y el nivel de protección policial, en comparación con lo que es hoy en día, es sencillamente ridículo”.

Sin embargo, “en la Policía, el que está en primera línea es el que da las órdenes, es decir, el político”, insiste, subrayando hasta qué punto esta “interferencia política en la conducta de las fuerzas policiales es una particularidad francesa”.

“No son tanto los policías los que están implicados aquí”, continúa Fabien Jobard, “sino las armas que tienen a su disposición y las órdenes que se les dan. No hay ningún equipo en Europa, al menos en Alemania o Gran Bretaña, con granadas explosivas y lanzapelotas, que son armas que mutilan o causan heridas irreversibles. La utilización de estas armas contra manifestantes inexpertos, muchos de los cuales se encontraban en París por primera vez, conduce a una dinámica de radicalización que lleva a ambas partes a una escalada muy peligrosa; unos están convencidos de que responden a una violencia excesiva y, por lo tanto, ilegítima, y la Policía, cuando se ve atacada, utiliza todos los medios a su alcance”. Y añade a esta alarma: “Lo único que no se han empleado son armas de fuego...”.

Hace 50 años, cuando el gobierno galo temblaba por sus cimientos, el prefecto de Policía de París, Maurice Grimaud, el 29 de mayo de 1968, no dudó en dirigirse a todos los agentes de policía para advertirles en contra del "uso excesivo de la fuerza”.

“Tras el inevitable choque del contacto con manifestantes agresivos a los que se trata de repeler, los hombres de la ley y el orden que son ustedes deben recuperar inmediatamente el control”, escribió. “Golpear a un manifestante que ha caído al suelo es golpearse a uno mismo, dejando en evidencia a toda la función policial. Es aún más grave golpear a los manifestantes después de su arresto y cuando son conducidos a las comisarías para interrogarlos. [...] Díganselo a ustedes mismo y repítanlo a su alrededor: cada vez que se comete una violencia ilegítima contra un manifestante, decenas de sus camaradas quieren vengarlo. Esta escalada no tiene límites”.

‘Ninguna autoridad ha hecho este discurso en las últimas semanas! Como si este cargo público, el guardián del Estado contra los excesos partidistas de sus ocupantes temporales, hubiera desaparecido. Como si hubiese renunciado, por servilismo o miedo. O, peor aún, como si se hubiera convertido al instinto del dueño que caracteriza a nuestros gobernantes, convencidos de que saben mejor que la gente lo que es bueno para ellos, no sin servir ciegamente a los intereses económicos de las minorías sociales.

Desde este punto de vista, el caso Benalla, en sus inicios (la violencia intencionada del 1 de mayo), seguirá siendo el escenario de esta preocupante deriva: toda una cadena administrativa, desde varios altos funcionarios hasta el propio presidente de la República, dio muestras de indulgencia (como afirma Emmanuel Macron) o incluso complicidad (acallándolo hasta que la prensa lo dio a conocer) en un comportamiento habitualmente reservado a los regímenes autoritarios, con un colaborador del jefe de Estado que no dudó en ayudar a la Policía a la hora de golpear y detener a los opositores.

No hay cuartel contra la chusma, parece que se dice mezza voce en la cúspide del Estado, repitiendo el dramático error de los gobiernos elegidos democráticamente que llegan a arremeter contra su propio pueblo. Lejos de protegernos del advenimiento de los poderes autoritarios, están abriéndoles la vía; por un lado, trivializando la brutalidad de los derechos y libertades fundamentales; por otro, despreciando toda expresión popular, que remite a resentimiento y amargura.

Una resonancia histórica lejana arroja luz sobre este malentendido. Cuando nació la Segunda República, tras el largo interludio imperial y luego monárquico, ahogó en sangre la esperanza democrática y social de los días de febrero de 1848 con su represión despiadada de las revueltas obreras de junio de 1848.

Desafortunadamente, en diciembre de 1851, una gran parte de la población quedó indiferente ante el asesinato de la República por el futuro Luis Napoleón III, entonces elegido Presidente de la República.

La negación de las aspiraciones democráticas y sociales del propio pueblo había producido el eclipse de la República, con la llegada del poder de uno solo que confiscaba la voluntad de todos. El problema hoy es que la Presidencia Macron se comporta como si ya fuera este poder confiscatorio.

Fingiendo ignorar las circunstancias de su elección al frente de la Presidencia –ante la extrema derecha con una base de sólo el 18% de los votantes inscritos en la primera vuelta– que debería haberle obligado a tener en cuenta la diversidad política y social de las expectativas de las que era depositario, Emmanuel Macron se comporta como si hubiera obtenido un cheque en blanco para cinco años. Sin embargo, si hay una cuestión política en la que no se puede confundir la obvia pluralidad contradictoria de los chalecos amarillos, es el rechazo de este bloqueo de la democracia.

Ya que votaron en 2017, no habrá alternativa a la política que decidí hasta 2022: ese es el credo macroniano. Un credo repetido hasta la saciedad aunque pretende invitar al país, con la presión de los chalecos amarillos, a un gran debate nacional. Pero un debate, advierte a las personas de su entorno, que no debe poner en tela de juicio la política seguida, como resumió humorísticamente el diputado socialista Boris Vallaud: “Debatamos todos juntos la línea que yo solo decidí no cambiar”.

Esta obstinación corre el riesgo de arruinar el crédito de la Comisión Nacional para el debate público, una autoridad administrativa independiente cuya función oficial se resume en su sitio web de la siguiente manera: “Daros la palabra y dejarla oír”. Pero es de temer que no sea escuchada por el Gobierno si, por casualidad, desafía algunos de sus pilares ideológicos, en particular el relativo a sus decisiones a favor de las empresas más ricas o grandes.

Cuando algunos chalecos amarillos hablan del Maidán, la revolución ucraniana de 2014, o de la marcha de las mujeres en octubre de 1789 en Versalles (popularizada por la reciente película de Pierre Schoeller, Un peuple et son roi), que se reflejó en las marchas de las mujeres del 6 de enero, dan fe de que su movimiento no se reduce al odio, al exceso o a la agitación, que una especie de pánico, miedo político y mediático pone de relieve de inmediato.

Por muy censurables que sean, por preocupantes que sean para el futuro, no dicen la verdad sobre una oleada popular totalmente nueva: por primera vez en nuestra historia, un movimiento social se está adueñando del asunto, normalmente reservado a los especialistas constitucionales o que sucede al margen del debate político, de nuestra vitalidad democrática, que durante mucho tiempo ha sido sofocada por el sistema presidencial.

Si los chalecos amarillos gritan “Macron dimisión” es porque, al renunciar a su promesa de una “revolución democrática profunda” y añadir la altivez de los que se creen “demasiado inteligentes”, simboliza la persistencia de la negación de las élites gobernantes ante esta emergencia: reinventar una democracia viva, deliberativa y participativa, con fuertes contrapoderes, un poder judicial verdaderamente independiente, un Parlamento que controle al Ejecutivo, una prensa verdaderamente libre, etc.

Si su enfado se vuelve amargo aquí y allá, es porque es obvio que esta demanda no está siendo escuchada. Desde el cara a cara Chirac-Le Pen de 2002 y el referéndum europeo cuyo voto fue traicionado en 2005, estamos echándole un cable a la ultraderecha.

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A partir de una revuelta contra el alto costo de la vida, el movimiento de los chalecos amarillos conlleva la exigencia confusa de una respiración democrática, del compartir y del intercambio, en lugar de la verticalidad presidencial. Responder a ella con más represión es demostrar su debilidad y su irresponsabilidad. Sí, su irresponsabilidad, porque lejos de apaciguar y unir a la gente, así es como dividimos y agravamos.

Una advertencia que los activistas pacíficos de “compartir es bueno”, a través de la voz del videoartista Vincent Verzat, ya habían anunciado durante su discurso en Mediapart de Año Nuevo, en este 2019: “Aquellos que hacen imposible una revolución pacífica harán inevitable una revolución violenta”. ____________

Traducción: Mariola Moreno

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