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El juicio de 'El Chapo', emblemático pero ridículo

El Chapo Cuzmán, custodiado por oficiales de la Marina mexicana en una imagen de archivo.

Había que levantarse temprano, todos los días, para acceder a la sala de audiencias 8D en la 8ª planta del Tribunal Federal del Distrito Este de Nueva York. A medida que iban pasando las semanas, había que reducir más las horas de sueño para no encontrarse en la sala anexa, mal calefactada, la sala de los supernumerarios, donde el juicio se seguía a través de pantallas tan pixeladas que resultaba difícil reconocer a los protagonistas o intuir las pruebas de la acusación.

A pesar de la constante tensión inducida por el importante despliegue de seguridad, se trata de una oportunidad para que un investigador interesado por el crimen organizado pueda asistir al juicio de Joaquín Guzmán Loera, alias El Chapo, considerado uno de los líderes del cártel de Sinaloa.

Esta importante cita judicial seguida en el mundo entero y celebrada a pocos pasos del famoso puente de Brooklyn, concluyó el pasado martes 12 de febrero. El jurado deliberó durante más de una semana y pidió examinar numerosas pruebas y transcripciones de testimonios presentados por el Gobierno de los Estados Unidos. El Chapo, encausado por diez delitos, de los que ha sido hallado culpable, se enfrenta a la cadena perpetua. La sentencia se dará a conocer el 25 de junio.

Tomándose el tiempo necesario para revisar las principales pruebas del juicio, los miembros del jurado parecían más preocupados por el examen minucioso de las pruebas que implicaban al famoso narcotraficante mexicano que sus propios abogados. Después de tres meses dedicados a la acusación, basados en miles de documentos –informes, escuchas, fotos, vídeos, libros de contabilidad, etc.– y el testimonio de 56 personas, los alegatos de los abogados de El Chapo duraron menos de media jornadaEl Chapo, con el apoyo de un solo testigo entrevistado durante menos de media hora.

Durante el juicio, sus abogados Jeffrey Lichtman, Eduardo Balarezo y William Purpura, se mostraron abrumados por la ingente cantidad de pruebas acumuladas por el Gobierno estadounidense, cuyos representantes estaban mucho mejor organizados y eran más metódicos.

Entre los principales testigos llamados a declarar, al menos una docena son ex altos responsables o socios de El Chapo y del cártel de Sinaloa. La mayoría de ellos aceptaron colaborar con la Justicia estadounidense con la esperanza de reducir sus condenas y lograr unas condiciones de encarcelación más favorables.

En el estrado se sentaron el colombiano Alex Cifuentes Villa, un importante traficante de cocaína, que abasteció a Guzmán durante mucho tiempo antes de convertirse en uno de sus colaboradores más próximos y hacerse cargo de sectores clave del cartel; su hermano Jorge Milton Cifuentes Villa, que relató cómo El Chapo le había encargado la puesta en marcha de una plataforma de distribución en Ecuador, con el apoyo debidamente remunerado de oficiales corruptos de la Policía y del Ejército ecuatorianos, pero también colombianos, en cooperación con varios grupos paramilitares, entre ellos las FARC, que controlan parte de la zona fronteriza.

El hermano e hijo de Ismael El Mayo Zambada, el supuesto alter ego de El Chapo, todavía al mando del cártel de Sinaloa, también aceptó testificar contra “Don Joaquín”. Cabe mencionar también a Christian Rodríguez, ingeniero informático y artífice de la red de comunicaciones cifradas del cártel, que se benefició de un acuerdo de no acusación y de un programa de protección, que incluye a su familia y amigos.

Su colaboración con las autoridades estadounidenses constituye retrospectivamente un punto de inflexión en el acoso y la elaboración del dosier de la acusación. Proporcionó a los investigadores un acceso único a las conversaciones, a los mensajes y a la localización de muchos de los responsables de operaciones y gerentes del cártel. Guzmán, con el gasto de cientos de miles de dólares para proteger y espiar a su red de colaboradores, financió un escudo tecnológico que finalmente lo tumbó.

También testificaron en el juicio varias mujeres, sobre todo Lucero Guadalupe Sánchez López, en su doble papel de amante y responsable de la red, responsables de tareas tan importantes como la compra al por mayor de marihuana o las negociaciones estratégicas. Infidelidades reveladas con la presentación de mensajes íntimos con los que el tribunal y la prensa se divirtieron, no así su esposa, presente en la audiencia.

Los tres meses del juicio, acompasados con las presentaciones precisas y metódicas de muchos agentes de la Drug Enforcement Administration (DEA), el FBI o funcionarios colombianos y mexicanos, han sacado a la luz la infraestructura del cártel de Sinaloa, su inventiva logística, sus estrategias comerciales y políticas, los importantes gastos dedicados a proteger a los responsables y la seguridad a través de la corrupción y la violencia.

Este juicio es histórico en términos de situación penal, mediática y política del acusado. Podría ser celebrado por las autoridades en el sentido de que encarna la guerra sin cuartel contra las drogas ilegales que todos los presidentes estadounidenses han asumido y financiado, al menos desde Richard Nixon en 1971.

Sin embargo, el juicio paradójicamente puede convertirse en el símbolo de su fracaso, a pesar del exceso de energías policiales y militares que han acabado con el símbolo de Joaquín Guzmán Loera.

Juzgar a El Chapo ayuda a mantener la ilusión de hacer retroceder al “mal”. Cabe decir lo mismo de la legitimidad y utilidad de la “guerra” global contra las drogas, mientras se multiplican las críticas y los llamamientos cada vez más explícitos, en América Latina y fuera, a un cambio de doctrina.

En el momento en que el jurado comenzaba sus deliberaciones, el nuevo presidente mexicano, Andrés Manuel López Obrador, declaraba que había que acabar con la estrategia habitual de defenestrar a los jefes de los cárteles para romper la espiral cíclica de violencia. Esta estrategia contribuye a la fragmentación de la oferta, a la intensificación de las rivalidades y, en última instancia, a una menor visibilidad de este sector delictivo tan lucrativo.

Más allá de la crítica implícita a la estrategia norteamericana puesta en marcha por sus predecesores, López Obrador destacaba sobre todo su terrible coste humano. En 2018, las autoridades mexicanas instruyeron más de 33.000 casos de homicidio, un 30% más que en 2017, el año siguiente a la extradición de Joaquín Guzmán Loera a Estados Unidos. Y un nuevo récord.

El orgullo y la satisfacción de los muchos agentes federales que testificaron o simplemente asistieron al juicio de El Chapo a menudo contrastaban con el escepticismo de los pocos periodistas latinoamericanos con los que hablamos. Entre la demostración de fuerza de los primeros y la puesta en evidencia de los fracasos que esta potencia oculta, el juicio reaviva una gran división política en la lucha contra las drogas ilegales. El fracaso lo es de la estrategia global, que viene de antiguo y dirigida a la producción, distribución y consumo de drogas ilegales, orientada a la oferta y cuyo objetivo es reducir drásticamente la disponibilidad del producto y aumentar su precio para hacerlo más disuasorio.

Esta doctrina de la “guerra contra las drogas” se ha reforzado considerablemente desde que dio sus primeros pasos a principios del siglo XX. La Comisión Internacional del Opio, convocada por Theodore Roosevelt en Shanghái en 1909, ofreció una primera formalización del consenso prohibicionista. Su principio fundamental –la prohibición de la producción y el uso no terapéutico de las drogas– se ha ido reforzando a lo largo del siglo.

¿Victoria ante El Chapo o derrota frente el narcotráfico?El Chapo

Aunque las vías alternativas –reducción de la demanda, legalización, despenalización o reglamentación– se aplican ahora abiertamente y se asumen en un número cada vez mayor de Estados y regiones, la doctrina original la confirmaron los Tratados de La Haya en 1912, el Comité Asesor sobre el Tráfico de Opio en 1920, la Comisión de Estupefacientes de las Naciones Unidas en 1946, la Convención Única de 1961 sobre Estupefacientes, el Convenio sobre Sustancias Psicotrópicas en 1971, la Convención de las Naciones Unidas contra el Tráfico Ilícito de Estupefacientes y Sustancias Sicotrópicas en 1988. Las diferentes estrategias y planes de acción en materia de drogas puestos en marcha por la Unión Europea siguen la misma lógica.

En el continente americano, fue sin duda el presidente Richard Nixon quien, en 1971, hizo más compleja y dinámica una “guerra contra las drogas” ambiciosa y de dimensión internacional.

En Estados Unidos, esta guerra internacional y nacional contra las drogas surgió rápidamente como un sistema limitado y eficaz de dominación y control. En medio siglo, se han gastado miles de millones de dólares en armamento, entrenamiento y todo tipo de operaciones militares fuera de Estados Unidos.

Esta “guerra” ha contribuido, entre otros, a la extensión de la influencia norteamericana a sus vecinos del sur, acelerando la militarización de la región (y los cárteles) y el establecimiento de agencias federales y oficinas de bases militares en la mayoría de los países involucrados en la producción o suministro de drogas ilegales. Al mismo tiempo, en materia de política interna, se han elevado numerosas voces contra la criminalización progresiva y encarcelación, por litigios por drogas, de clanes enteros de grupos sociales y raciales en los estamentos más bajos de la escala social.

Más de medio siglo después, el fracaso es evidente y muchos observadores lo ponen de relieve regularmente. Si bien entra dentro del terreno de la especulación decir cuál sería la situación sin los esfuerzos políticos y militares desplegados, hay que decir que las políticas de reducción de la oferta no han funcionado. Por el contrario, las zonas de producción se han ampliado y diversificado, mientras que, como señala Pierre-Arnaud Chouvy, “la erradicación forzosa de los cultivos ilícitos de cannabis, coca y adormidera se ha beneficiado de una financiación sin comparación con la dedicada a las políticas de desarrollo económico (cultivos alternativos, desarrollo integrado y desarrollo alternativo)”.

La rentabilidad y los beneficios se han disparado, apoyados por la propia prohibición. Algunos productos, como la cocaína, se han democratizado debido al efecto dialéctico de los precios más bajos y el mayor consumo, y su nivel de pureza ha aumentado.

En ese sentido, el juicio contra Joaquín Guzmán Loera ha sido una oportunidad para destacar la insolente rentabilidad del comercio de cocaína, que el cártel adquiere a un precio de entre 2.100 y 2.500 dólares el kilogramo, mientras que su precio de reventa en Nueva York o Chicago ronda entre 20.000 y 34.000 dólares el kilogramo. Un negocio más que floreciente que ha presentado a El Chapo durante el juicio, según los testimonios y las escuchas telefónicas que se pudieron oír en la audiencia, como un duro negociador con un gerente aplicado.

Esta “guerra” también se basa en una narrativa dominante, que describe el tráfico internacional como un conjunto de grupos delictivos multinacionales, ya sean cárteles o grupos mafiosos.

Estas organizaciones descritas son como infraestructuras piramidales y centralizadas dirigidas por líderes a los que dejar fuera de servicio. El juicio contra Joaquín Guzmán Loera permite renovar la imagen de una amenaza global que emana de organizaciones masivas y militarizadas. Una imagen que promueve la industria de la ficción, cuyas producciones nutren las tendencias megalomaníacas de los criminales más metiáticos. El lunes 28 de enero, El Chapo no ocultó su satisfacción al ver en la sala a Alejandro Edda, el actor que interpreta a su personaje en la serie Narcos: México, emitida por Netflix.

Su juicio permite que el Gobierno estadounidense afirme ante sus ciudadanos y el resto del mundo que ningún líder ni cártel puede resistirse a su voluntad de llegar a ellos y castigarlos.

Sin embargo, si examinamos la organización y el funcionamiento del cártel, y miramos más allá de los golpes espectaculares de El Chapo (comenzando con sus resonantes fugas en 2001 y 2014), este juicio ha puesto de relieve un patrón de estructura relativamente flexible. Según comparecían los testigos, el cártel de Sinaloa surgió como una poderosa y riquísima red de actores y competencias coordinados por una dirección colectiva, más o menos colegiada según el desafío en juego.

Más que una organización pesada y piramidal dirigida por un líder todopoderoso, las redes en cuestión se caracterizan por su flexibilidad, una cierta forma de autonomía, un sistema de delegación y subcontratación en constante desarrollo. La externalización de determinadas tareas está vinculada a determinadas funciones esenciales gestionadas directamente por el cártel; en primer lugar, los gastos de protección, ya sean militares, de comunicación o relacionados con la corrupción.

En cuanto a la producción, el transporte, la distribución y la gestión financiera (recogida, transferencia, encubrimiento, blanqueo), la búsqueda de nuevos socios fiables con métodos originales es incesante, según la mayoría de los testigos. La constante renovación de métodos, la negociación de los mejores precios, el control de costes, la fidelización de socios financieros y logísticos considerados fiables, la apertura de nuevas rutas, nuevos mercados de distribución, la búsqueda de nuevos aliados entre las autoridades son elementos que han marcado sistemáticamente los tres meses de prueba.

Meticuloso y suspicaz, el acusado Guzmán también debe su enriquecimiento a su capacidad de gestión, a su capacidad de anticipación y a un uso desenfadado de la violencia. Es el movimiento y la movilidad lo que caracteriza a estos cárteles, lo que resulta una poderosa capacidad para regenerarse y no depender de un número limitado de dirigentes.

Lo que estaba en juego en Brooklyn era la caída de un hombre, no la de un sistema. Además, la estrategia del abogado de El Chapo se basó esencialmente en la denuncia de su exsocio, Ismael El Mayo Zambada, con los Gobiernos mexicano y estadounidense. Una hipótesis imposible de comprobar, pero probable, dado que el juicio reveló la banalidad de las colaboraciones entre las agencias federales estadounidenses o mexicanas y los líderes de los distintos cárteles.

Esta es otra limitación de esta “guerra contra las drogas”, cuya otra gran ficción consiste en sellar –al menos desde el punto de vista de las autoridades estadounidenses– la frontera entre el bien y el mal, entre lo legal y lo ilegal, entre la delincuencia y la ley. Una ficción que el juez Brian Cogan nunca quiso cuestionar, a pesar de los testimonios sobre la corrupción de los responsables de la DEA, la agencia antidrogas estadounidense. El juez también rechazó varias solicitudes de los abogados de El Chapo para aclarar la naturaleza de la relación entre las agencias federales y los principales narcotraficantes.

¿Y qué decir del testimonio de Alex Cifuentes, que acusó al expresidente mexicano Enrique Peña Nieto de recibir 100 millones de dólares de El Chapo en 2012El Chapo? Un testimonio casi anecdótico por su escaso eco, tanto en Estados Unidos como en México...

De hecho, el juicio de Joaquín Guzmán Loeira hará historia por su doble carácter emblemático e irrisorio, según si se tiene en cuenta el poder de la ley... o la impotencia de sus efectos.

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  Marwan Mohammed es sociólogo, investigador en el CNRS. Actualmente centra sus investigaciones en el crimen organizado, en el John Jay College of Criminal Justice de la City University of New York. Es autor de varios libros, entre ellos, La Formation des bandes (PUF, 2011), Islamophobia (con Abdellali Hajjat, La Découverte, 2013) y Communautarisme (con Julien Talpin, PUF, 2018). Como publicó The New York Times, ha sido uno de los asistentes más asiduos al juicio de El Chapo.

Traducción: Mariola Moreno

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