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'Nomadland' o los jubilados de Estados Unidos a la caza de un empleo

Portada del libro 'Nomadland' de Jessica Bruder.

Prefieren que se les llame “sin domicilio fijo” en lugar de “sin techo”, muchos se presentan como “jubilados” –aunque trabajen–, otros se definen como “viajeros”, “vagabundos de la carretera”, “gitanos”, también se les llama “refugiados estadounidenses”, “trabajadores agrícolas modernos”. Son “trabajadores-caravanistas” (workampers), “trabajadores sobre ruedas” (workers on wheels).

Nomadland pone el foco en una Norteamérica blanca y degradada, la de los hombres y mujeres que han podido conocer vidas cómodas pero que se encuentran, en edad de jubilarse, echando horas en trabajos físicamente exigentes. Ya no tienen casa, viven en una furgoneta, a la que bautizan echando mano de un mal juego de palabras, son el nuevo rostro de la Norteamérica contemporánea y hay que leerlo para creerlo: a principios del siglo XXI, en Estados Unidos, un ejército creciente de ancianos precarios intenta sobrevivir vendiendo su mano de obra de un extremo a otro del país. Casi una quinta parte de los mayores de 65 años, o lo que es lo mismo, nueve millones de personas, trabajaban en 2016. Ni siquiera durante la Gran Depresión eran tantos.

Estos trabajadores de edad avanzada constituyen una de las piezas de la gig economy, la economía impuesta por las nuevas plataformas mal llamadas “colaborativas”: una economía que requiere mano de obra flexible, la más barata posible, que se paga por obra o con precios mínimos por hora. Sin embargo, estos hombres y mujeres nacidos durante los Gloriosos Años Treinta proporcionan mano de obra cualificada y dispuesta a aceptar trabajos estacionales: guardabosques de parques naturales, trabajador agrícola, vendedor de árboles de Navidad, encargado de almacén en Amazon.

Es el caso de Linda, que ha tenido una vida profesional intensa: ha sido inspectora de edificios, camionera, vendedora de cigarrillos en un casino, gerente en una tienda de alfombras, entre otros. Pero a sus 60 años, se ha encontrado sin trabajo ni subsidio de desempleo, “encadenando una serie de trabajos mal pagados”, viviendo en una caravana sin electricidad ni agua corriente. Por supuesto, a la edad de jubilación recibirá su pensión de la Seguridad Social, pero nunca superior a 500 dólares, “insuficiente incluso para pagar el alquiler”.

Linda llegó a pensar seriamente en el suicidio; cambió de idea después de descubrir una web creada por un excajero de supermercados, Bob Wells: CheapRVLiving.com (Vivir barato en una caravana): “Imagínense una doctrina anticonsumista que se predica con el mismo celo que la doctrina de la prosperidad: ese era el credo de Bob. Nos instó a vivir felices en los malos momentos. Todos sus mensajes se basaban en la misma premisa: la mejor manera de encontrar la libertad era convertirse en lo que la sociedad llama comúnmente un sin techo”.

A los 63 años, Linda se hizo con una vieja caravana, le hizo unos retoques y se embarcó en su nueva vida nómada. La autora de Nomadland, Jessica Bruder, se propuso seguirle los pasos a ella y a tantos otros que se han echado a la carretera. Adicta al periodismo de inmersión, la propia Jessica Bruder ha probado durante los dos años que ha durado la investigación pequeños trabajos dirigidos a esta población itinerante y ha vivido ocasionalmente en una furgoneta; ha recorrido más de 90.000 kilómetros.

La lectura de su libro hace pensar en el trabajo de documentación realizado por artistas y periodistas durante la Gran Depresión: en la década de 1930, Dorothea Lange fotografió a los trabajadores que fueron a probar suerte en la Costa Oeste, James Agee y Walker Evans investigaron a los aparceros pobres del Sur, el poeta y periodista James Rorty jalonó el país para tomarle el pulso. (Where Life is Better. An Unsentimental American Journey).

Jessica Bruder hace hincapié en ese paralelismo. Después de todo, a estos “caravanistas” se les llama a menudo los “Okies de la Gran Recesión”, en “alusión a los Okies de la Gran Depresión, un término peyorativo que describe a las poblaciones rurales de Oklahoma que tuvieron que echarse a la carretera durante la década de los 30 del siglo pasado”. La analogía tiene sentido. Sin embargo, hay algo que está mal, incluso muy mal: Estados Unidos no está en crisis a día de hoy, sino en pleno crecimiento económico.

“Hacen lo que haga falta para sobrevivir en América”

¿Y entonces? Aunque Estados Unidos es la primera potencia económica del mundo, “presenta la tasa más alta de desigualdad social de todas las naciones desarrolladas” (se puede consultar el índice de Gini aquí). Los viejos nómadas a los que entrevista Bruder no son más que la versión exótica –porque siguen siendo muy desconocidos– de una pobreza cada vez más extendida. Algunos de ellos sufrieron lo peor de la crisis de 2008: sobreendeudados, tuvieron que malvender sus casas o ver cómo se evaporaban sus ahorros. Pero esta nueva categoría de viejos trabajadores pobres no surgió por accidente; muchos sufren las consecuencias estructurales de las decisiones políticas, económicas y sociales: el aumento de los costes de la vivienda (“los salarios y el precio de la vivienda han seguido curvas radicalmente opuestas”); el abandono de un sistema de pensiones basado en pensiones pagadas por el empleador a un sistema de capitalización financiado por las contribuciones de los empleados.

Estos hombres y mujeres ya no tienen elección: “Hacen lo que sea necesario para sobrevivir en Estados Unidos”. Por ejemplo, David Roderick, un caravanista de 77 años que enseñaba química y oceanografía, montó una agencia de ecoturismo, enseñó inglés en Jordania, pero a quien un divorcio le obligó a rescatar su fondo de pensiones antes de tiempo. La autora conoce a este “abuelo” en uno de los aparcamientos de Amazon: “Nunca he tenido problemas para encontrar trabajo, pero son salarios de esclavo”, dice. “Esta es la suerte que ahora corren los jubilados”.

La investigación de las condiciones de trabajo en los almacenes de Amazon es uno de los aspectos centrales de Nomadland. Este no es el primer libro sobre el asunto, en el que se cuenta que los empleados viajan una media de 20 kilómetros y se arrodillan mil veces al día, que aguantan gracias a los analgésicos (distribuidos gratuitamente en la empresa) y pierden varios kilos con cada contratación. Pero Bruder está interesada en el programa de Amazon dirigido específicamente a trabajadores nómadas: CamperForce ofrece “contratos por tiempo muy limitado en almacenes logísticos”. Cuando la propia Bruder fue contratada pudo constatar: “La mayoría de los contratados tiene más de 60 años. Soy la única menor de 50 años y una de las tres personas sin canas”.

Uno puede preguntarse por qué Amazon se sirve de una población que no está en su mejor momento físico para hacer un trabajo tan extenuante. Las personas mayores son más de fiar, tienen una “ética profesional superior a la media”, coinciden empleadores y empleados, que lo refieren con orgullo. Hay explicaciones menos honrosas: Amazon obtiene créditos fiscales federales a cambio de contratar a trabajadores en situación de vulnerabilidad: “Estos créditos fiscales son la única razón por la que Amazon acepta hacerse con una mano de obra lenta e ineficiente”, decía una trabajadora itinerante en su blog.

La América sobre ruedas que Bruder conoció durante su viaje es sobre todo una América blanca. Ella misma acaba sorprendiéndose (demasiado tarde), al dar una explicación esclarecedora y aterradora: cuando llevas una vida nómada, durmiendo en tu propio vehículo, en la que puedes verte sometido regularmente a controles policiales, es mejor ser blanco. Cuando eres negro, es decir, cuando se es más susceptible a recibir un tiro de la Policía o, al menos, tienes más posibilidades de tener que pasar por controles particularmente sospechosos, vivir en una furgoneta es un peligro, no una promesa de libertad e independencia.

Los hombres y mujeres de Nomadland cultivan todos los  mitos americanos: si están en la carretera, no es porque estén sufriendo las consecuencias de políticas económicas y sociales desastrosas, sino porque han elegido esta vida modesta y sin cortapisas. Sin embargo, su trayecto vital podría dejar cierta amargura, hacer que se rebelen; después de todo, son los primeros en ser consciente de ello: “Puedes jugar al juego, exactamente como la sociedad exige, y aún así te encuentras en la ruina, solo y en la calle”. Hay quien denuncia la “estafa” del “sueño americano” o una sociedad americana esclavista.

Pero se contentan con trazar su propio rumbo, sin pensar en cuestionar el orden establecido, practicando un “pensamiento positivo” que Bruder llama “deporte nacional” —ella misma lo pone en práctica–, convirtiendo a cada uno de sus personajes en un héroe, como la abuela resiliente que logra –cuando el WiFi aún no existe– hacerse con conexión a internet desde la cabina del aparcamiento en el que estacionó su modesta camioneta.

Estos viejos trabajadores nómadas inventan a su manera una nueva y extraña comunidad, refugiada en los últimos territorios libres de Estados Unidos, los aparcamientos. Forman una sociedad improvisada, una sociedad sin territorio, que se recompone en función de las idas y venidas de cada individuo, un mundo que trata de escapar de los imperativos individualistas y capitalistas, reclamando una forma de ayuda mutua y de pobreza.

Al igual que Rebecca Solnit puso el foco en las comunidades que han sobrevivido a un desastre (A Paradise Built in Hell: The Extraordinary Communities That Arise in Disaster), o Naomi Klein ha estudiado El choque de utopías, después de la devastación del huracán en Puerto Rico, el libro de Jessica Bruder muestra cómo haber sufrido una catástrofe permite reabrir posibilidades.

El nomadismo de estos trabajadores-caravanistas es también el de todos los migrantes y gitanos del mundo. Como escribe Don, de 69 años, valiente a pesar de su prótesis de cadera, mientras trabaja cinco noches a la semana, 12 horas seguidas, en un almacén de Amazon:

'Nomadland', el reverso del sueño americano

'Nomadland', el reverso del sueño americano

“Se podría pensar que el caravanista es una figura contemporánea, pero en realidad pertenecemos a una tradición muy antigua. Seguimos a las legiones romanas, afilamos y reparamos sus armas. Recorrimos las nuevas ciudades de Estados Unidos, reparamos relojes y máquinas, reparamos utensilios de cocina, levantamos paredes de piedra a cambio de un centavo los 30 cm y de toda la sidra que pudiésemos consumir. Seguimos las olas de emigración hacia el oeste en nuestras carromatos, afilamos los cuchillos, ayudamos a desbrozar la tierra, construimos chozas... a cambio de una comida y algo de dinero de bolsillo. Nuestros antepasados son los romaníes. [...] Somos los tecno-romaníes”. _______________

Traducción: Mariola Moreno

Leer el texto en francés:

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