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El sur de Texas se moviliza en contra del muro de Trump

El muro, en la imagen, a su paso por San Benito (Texas) es discontinuo.

Esther Martínez agarra la guitarra, toca los primeros acordes y aproxima la boca al micrófono. Momento exacto elegido por un helicóptero para planear tan cerca del suelo que parece encontrarse al lado. Un mohín de hastío se dibuja en el rostro de la cantante: “Por si habíamos olvidado que vivimos en una zona militarizada...”.

La canción de Esther de esta noche se llama The struggle (La lucha). La letra ha sido adaptada a las circunstancias: “Siguen tomando lo mejor de ti/Como cuando estás delante de un muro/Que no puedes moverte”.

La temperatura es suave en esta noche de febrero, en la terraza de un bar de McAllen (Texas); el tiempo se ha detenido. Mañana se reanudará “la lucha”. Esther participa en todas las batallas que se libran en el Valle del Río Grande: la inclusión de hispanos en las listas electorales, los derechos LGBT, la denuncia de la violencia policial. Y, en estos momentos, en la batalla contra el muro de Trump.

En la Casa Blanca, a 3.000 kilómetros de allí, el presidente declaraba la situación de emergencia nacional. Quiere que el Ejército construya en la frontera con México el “gran y bonito muro” que lleva cuatro años prometiendo. En un tercio de la frontera hay barricadas, buena parte de ellas levantadas por George W. Bush; algunas con Obama –los primeros pasos de la operación se remontan a 1994, con el demócrata Bill Clinton en el poder–. Donald Trump se propuso terminar el trabajo.

“Los muros funcionan al 100%” contra migrantes “criminales”, las bandas y los narcotraficantes, dice el presidente. La realidad es otra. Los agentes de la patrulla fronteriza son escépticos, se lo dejaron claro en enero a Trump, que se desplazó a la zona para contar las maravillas de su gran proyecto. El presidente no escuchó. Ese día, Trump sacaba pecho en su canalsu, en Fox News, marcial, frente a un grupo seleccionado de guardias fronterizos. El muro, esa promesa tan fácil de entender, fue su arma secreta para ganar las elecciones. Hoy es su salvavidas.

Lo mismo da si las cifras muestran que el paso de la frontera está a su nivel más bajo en 20 años. Lo mismo da que la “crisis” no exista realmente. Es hora de la propaganda, de falsedades en la televisión para hacerlas realidad. “No hay emergencia en la frontera”, dice Amanda Salas, pareja de Esther y una de las promotoras del movimiento No Border Wall en el Valle del Río Grande. “Trump declara una emergencia nacional porque es incapaz de cumplir su promesa de campaña...”.

Las obras deberían iniciarse en McAllen, la zona de tránsito más frecuentada, en el extremo de la punta de Texas que penetra en México. Más al este, el muro hace más de una década que se deteriora en los barrios de Brownsville, una ciudad de 180.000 habitantes. Tras un acuerdo, que pasó inadvertido, entre republicanos y demócratas, el Congreso desbloqueó el año pasado 600 millones de dólares para levantar 50 kilómetros de vallas alrededor de McAllen y en el condado vecino.

En algunas carreteras forestales, las excavadoras están empezando las labores de desbroce. Para Esther, Amanda y los miembros de No Border Wall, la lucha comenzará pronto.

Antes de desembocar en el Golfo de México, el Río Grande se retuerce en esta parte de Texas en complicados meandros. La frontera atraviesa el agua. La barrera de acero de 5,5 metros de altura no puede seguir los tortuosos caprichos del río: está construida a espaldas de la orilla.

Donde ya se ha construido, el muro divide las propiedades en dos, separa los jardines de las casas, transforma los idílicos prados de la superficie en tierras de nadie vigiladas. En algunos lugares, México y Estados Unidos están a sólo unas decenas de metros de distancia. Los domingos se hacen barbacoas a ambos lados de la orilla, es posible saludarse en un país y en otro.

“Nosotros no somos los que cruzamos la frontera. La frontera es la que nos cruzó”. En McAllen, esta frase es un dicho común, un saludo que da que pensar a los visitantes que vienen con ideas preconcebidas.

Texas una vez perteneció a México, antes de ser colonizado por Estados Unidos en el siglo XIX. Las idas y venidas nunca han parado. Muchos residentes de McAllen trabajan en Ford o General Motors en Reynosa, al otro lado. Los mexicanos pasan los sábados en los centros comerciales de McAllen.

Aquí, decimos "hola" en las tiendas, los apellidos son casi todos hispanos. Incluso los de los guardias fronterizos, que son sorprendidos durmiendo en los coches de servicio blancos y verdes que esperan para recoger a los migrantes centroamericanos. No tienen que cansarse demasiado: a menudo vienen a su encuentro, en busca de asilo.

Rebecca Obregón, empleada en un banco, cuenta el asombro de sus abuelos cuando aparecieron los controles fronterizos entre los dos países. “Tenían que identificarse para visitar a sus familias. Para ellos, era el mismo territorio”. En noviembre de 2016, el día de la victoria de Trump, Rebecca se tomó una semana libre. “Una pesadilla, me lo replanteé todo. ¿Cómo lo habíamos permitido?”. Se arrepintió de no haber hecho más, ya no se pierde una manifestación. “La gente de mi familia se niega a venir aquí porque Trump y los medios de comunicación les dicen que la violencia ha aumentado por los inmigrantes. Es falso. Este muro destruirá la naturaleza y es carísimo. Es un desperdicio sin nombre”.

La joven levanta de repente la voz: un dispositivo no identificado cruza el cielo. El baile aéreo no para, ni de día ni de noche. Las vibraciones hacen temblar las ventanas de las casas. Esta parte de América donde las pieles son más marrones que las otras es ultra segura, se encuentra bajo control, es sospechosa.

En la carretera que va hacia el norte, hay que enseñar los papeles en los checkpoints internos que se encuentran en las carreteras. Esther, la artista, está molesta: “Nos tratan como a ciudadanos de segunda clase”.

“Parece la RDA”

En un parque público al borde del agua, frente a México, cuatro guardias de seguridad de Texas matan el tiempo en barcos con ametralladoras, a dos pasos de una zona infantil. Más al este, en la ciudad de Río Grande, cruzan el cielo grandes globos blancos, que se asemejan a un zepelín, y que van equipados con sistema de vigilancia. Los mismos que utiliza el Ejército americano en Irak y Afganistán.

Los guardias fronterizos pueden entrar, sin orden judicial, en todas las propiedades de la región, hasta 40 kilómetros tierra adentro. Rey Anzaldua, un aduanero jubilado, es propietario de un terreno allí donde se levantará el futuro muro y cuenta que una periodista alemana les dijo: “Este muro, estas torres de vigilancia, recuerdan a la RDA”.

El muro se levanta detrás de las casas. También en las cabezas. En las columnas del Texas Border Business, un mensual económico gratuito que se buzonea, David Rubin, exalcalde de Silo en Israel, insta a los habitantes del valle a “construir el muro”.

En Israel, “ya no hay inmigración ilegal en la frontera”, escribe Rubin, autor de un libro titulado Trump y los judíos. “El presidente Trump puso al muro israelí como ejemplo [...] ¿Necesitamos más pruebas?”.

En San Benito, al borde de una carretera llamada Military Highway, Sofía, maestra, habla desde el otro lado de la verja de su casa roja: no sabe dónde está la llave, no le abre a extraños.

El muro, visible desde la carretera, hace ya una década que desentona con su vivienda. Sin embargo, cree que es “una buena idea”.

“Cuando era niña, la gente solía entrar en nuestra casa, pero era buena gente, venían a trabajar a las granjas y luego se iban a casa. Incluso les dejábamos que se lavasen con la manguera del jardín”. Ya no se siente segura por los “cárteles y el tráfico de seres humanos”.

“Los ilegales están en nuestra comunidad”, dice. Cierra la puerta, desaparece en su casa.

Un viernes, al amanecer, en el pequeño pueblo de Mission, la pequeña iglesia de La Lomita está atestada. Las mujeres se desgañitan; los hombres apoyan el sombrero contra el pecho.

Hace dos meses y medio, Roy Snipes, sacerdote cow-boy de Nuestra Señora de Guadalupe, invita a su rebaño a rezar todas las semanas “para que no suframos la humillación del muro”.

La pequeña capilla blanca, vestigio de un antiguo campamento misionero católico, se encuentra entre el Río Grande y el terraplén donde se podría construir la muralla.

Una vez finalizado el oficio, el padre Snipes habla en torno al fuego. “Se levante donde se levante, el muro será atroz, feo, odioso y obsceno”, afirma. “Haremos como en Jerusalén, lloraremos delante del muro. La verdadera crisis humanitaria no es el niño de Guatemala que una vez se escondió en la capilla, a quien dimos cobijo y comida. Son estas familias pobres a las que se demoniza mientras luchan por sobrevivir”.

Lo último que se sabe es que la iglesia podría salvarse. Esas garantías no tranquilizan a nadie. Las patrullas fronterizas proporcionan muy poca información sobre el trazado definitivo y no son de fiar.

A Scott Nicol, al frente de la delegación local de Sierra Club, una organización que trabaja por el medio ambiente, le divierte. “En el único mapa que han hecho público el trazado pasaba por territorio mexicano. El conocimiento más preciso se obtuvo por lo que dijeron los subcontratistas que se presentaron a la licitación”.

Hace años que Nicol viene denunciando la “falta total de transparencia”. El Gobierno ya no tiene limitaciones en la materia; en nombre de la seguridad nacional, el Estado ya no tiene la obligación de consultar y las normas medioambientales o arqueológicas se levantan automáticamente.

El muro amenaza varios santuarios naturales, incluyendo un conocido centro de estudio de mariposas y de docenas de especies vulnerables. Los expertos han advertido sobre el riesgo de inundaciones en el lado mexicano. En vano.

Cuando se construyó el muro en Brownsville, John-Michael Torres era un activista muy joven. Diez años después, se prepara en los próximos meses para una “gran batalla”.

“Dos décadas de militarización de la frontera nos han alejado gradualmente del río”, dice. “Pero para muchos, el muro no era un tema concreto. Trump ha cambiado las cosas. La gente ve cómo esta persona viola sus valores, nuestra nación. Convierten su indignación contra Trump en acciones concretas. El shutdown [el cierre de las administraciones federales, prolongado por Trump –en vano– para obtener fondos del Congreso para el muro] fue la gota que colmó el vaso”. El fin de semana pasado, los voluntarios asistieron a una formación para la acción directa no violenta dirigida a interrumpir las obras cuando se inicien.

En el supuesto trazado del muro también hay un pequeño cementerio. Acoge los restos de varios miembros de la familia de Juan Macías, jefe de la tribu indígena Carrizo Comecrudo. “Van a poner patas arriba todo el cementerio”, suspira Macías, un hombre alto y fuerte e incansable activista contra los oleoductos que están reventando las tierras de los nativos americanos.

Cerca de la carretera, la tribu ha levantado un campamento. “Esta es nuestra tierra y nos quedaremos aquí”, asegura. “Son ellos los que tienen el problema, no nosotros”. Los activistas medioambientales están empezando a llegar de todas partes.

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“Esta lucha es real”, advierte Esther en su canción. “No escuches ni una palabra de lo que dicen/Si no nos levantamos ahora, nada cambiará”. _____________

Traducción: Mariola Moreno

Leer el texto en francés:

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