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Cuando vinieron a buscar a Assange...

Manifestantes sostienen pancartas durante un mitin para pedir la liberación del fundador de WikiLeaks, Julian Assange el pasado viernes, en Sídney, (Australia).

Edwy Plenel (Mediapart)

Falsamente atribuida al dramaturgo Bertolt Brecht, una parábola inventada justo después de la Segunda Guerra Mundial por un pastor alemán designa al primer aliado de los enemigos de la democracia y de los adversarios de nuestras libertades: la indiferencia, nuestra indiferencia. Con algunas variantes, subraya cómo se encuentran siempre buenas excusas para no preocuparse del destino de los primeros blancos de las derivas o de los regímenes autoritarios. En este caso, en el contexto de los años 1930, el hecho de no ser comunista y no decir nada cuando vinieron a buscarle, ni socialdemócrata, ni sindicalista, ni judío cuando luego les llegó su turno. “Cuando vinieron a buscarme ya no quedaba nadie para protestar”, termina la parábola.

Hay muchas razones legítimas para ser indiferente con la suerte que le espera a Julian Assange, detenido el jueves 11 de abril por la policía británica en la Embajada del Ecuador donde estaba refugiado desde hacía siete años: las acusaciones por violencia sexual que le señalan en Suecia; su aventurismo egocéntrico en la gestión de WikiLeaks que le ha hecho el vacío a su alrededor; su deriva deontológica en la difusión brutal de documentos sin trabajos de verificación ni de contextualización; su oscura complacencia, cuando menos, con el poder ruso y su juego geopolítico; sus recientes elucubraciones ideológicas sobre las redes sociales, en especial sobre el ateísmo, el feminismo y la inmigración.

Pero ocurre que ninguna de esas razones tienen que ver con la razón de Estado que le persigue desde hace casi diez años. Si los Estados Unidos quieren apoderarse del fundador de WikiLeaks, juzgarle, condenarle y encarcelarle es para castigarle por haber puesto al descubierto su poder al revelar, con pruebas gracias a la revolución tecnológica digital, sus numerosas, repetidas e impunes violaciones de los derechos humanos fundamentales en todo el mundo. Hay mucho que temer del jurado secreto formado desde hace mucho para perseguir a Assange, del que trataba de escapar en su fuga solitaria: lo que pretende criminalizar es la investigación y la divulgación de informaciones de interés público.

Que la “conspiración para cometer una intrusión informática” sea la única carga que se le imputa por ahora a Assange, infracción castigada con una pena de cinco años de cárcel, no asegura nada. El objetivo es negar el trabajo de información realizado por WikiLeaks, en colaboración con numerosos socios mediáticos serios y prestigiosos, con el fin de privar a la prensa y los periodistas de la protección concedida, desde 1791, por la primera enmienda de la Constitución americana. Además, este trabajo de revelación, que destapó especialmente las sombras de la invasión y la guerra americanas en Irak, se basaba en una fuente que ya ha pagado un alto precio, Chelsea Manning.

Lejos de ser considerada como una denunciante al servicio del derecho a ser informados, Manning fue tratada como una espía y una amenaza para la seguridad nacional. Detenida en 2010, inculpada con veintidós cargos, entre ellos espionaje y conspiración con el enemigo, encerrada dos meses en una jaula en Kuwait, mantenida en aislamiento en una celda minúscula durante siete meses, donde se le obligaba a dormir desnuda, condenada a treinta y cinco años de cárcel tras haber sido declarada culpable de veinte cargos, indultada por Obama a finales de su presidencia en 2017 después de que hubiera intentado suicidarse dos veces, Chelsea Manning ha vuelto recientemente a la cárcel por negarse a declarar sobre su vínculo con WikiLeaks y Assange en el marco de la investigación secreta que apunta a este último.

Nada garantiza que, si a Julian Assange le extraditan a los Estados Unidos, no se enfrente a las mismas acusaciones ya que no se puede excluir que la justicia americana añada nuevos cargos. En cuanto a la Administración Trump, la cínica utilización de Assange durante la campaña presidencial, en especial por las filtraciones que mostraban la manipulación de las primarias demócratas, no le impedirán echar leña al fuego en este caso. “Si esto hubiera pasado en China, esta gente habría recibido una bala en la cabeza en veinticuatro horas” declaraba Donald Trump en 2010 cuando las revelaciones de Manning a WikiLeaks. “En lo que me concierne, es espionaje”, decía. Y no habrá que excluir la pena de muerte para la fuente de WikiLeaks: “Como saben, antiguamente, si eras un espía, y eso es lo que es él, eras condenado a muerte”.

Desde el campo republicano a muchos demócratas, el poder americano pretende hacer del caso de WikiLeaks un ejemplo definitivo para que no se reproduzca más este asalto pacífico a su poder por informaciones obtenidas de filtraciones masivas. En resumen, para que el reino absolutista de Goliat vuelva a retomar sus excesos pisoteando las frágiles esperanzas de los David digitales. Lo que está en juego en el caso Assange no es su suerte particular sino el futuro, democrático o autoritario, de la revolución digital. Ninguna tecnología es automáticamente liberadora, son los usos sociales, políticos y económicos los que determinarán el futuro, emancipador o retrógrado. Y es que lo que está en juego sobre la suerte de Assange, como la de Manning y Snowden, es el campo de batalla simbólico: la apropiación democrática por el pueblo de las herramientas digitales o su confiscación autoritaria por la alianza de poderes estatales y monopolios económicos.

No hay necesidad alguna de tenerles aprecio personalmente y ni mucho menos apoyarles ciegamente para comprender que estas tres personas, que se han arriesgado con la audacia de su juventud, van a quedar como los personajes emblemáticos, valientes y vencidos de las esperanzas democráticas sustentadas por la tercera revolución industrial de nuestra modernidad. Igual que con la máquina de vapor y más tarde la electricidad, la revolución digital abre el horizonte de una “nueva era democrática”, según la fórmula de un informe parlamentario francés de 2016, que fue inmediatamente enterrado debido a su audacia profética. Como las anteriores, el motor de esta revolución son estos derechos fundamentales gracias a los cuales los pueblos vuelven a ser dueños de su destino: libertad de decir y derecho a saber.

Nuestro Renacimiento, entre la Reforma y la Contrarreforma

Julian Assange, joven hacker australiano, fue el primer teórico, cuando no tenía ni treinta años, en inventar este arma del débil frente al fuerte que constituyen las leaks (filtraciones) transmitidas por los links (enlaces);  Chelsea Manning, joven soldado de apenas veinte años, respondió espontáneamente a esa llamada desde una base americana en Irak donde, llamándose todavía Bradley, fue testigo de actos criminales de su propio país; Edward Snowden, antiguo analista de la CIA,  tomó el relevo cuando tenía sólo veintinueve años tras buscar metódicamente las pruebas de  la vigilancia planetaria generalizada organizada por la NSA americana y organizó él mismo sus revelaciones con la ayuda del defensor de derechos humanos Glenn Greewald y de la documentalista Laura Poitras.

Manning fue denunciada e inmediatamente arrestada en 2010; Assange se refugió en la Embajada del Ecuador en Londres en 2012, prisionero voluntario de alguna forma ya que su porvenir era poco envidiable; Snowden está bloqueado en Moscú desde 2013, rehén a la fuerza del poder ruso y tal vez moneda de cambio mañana. Nueve años, siete años, seis años, los tres son héroes del derecho a saber que han pagado ya muy caro por defenderlo. Sean cuales sean sus debilidades, sus confusiones, sus soledades, sus fragilidades, nosotros les debemos reconocimiento y solidaridad. Han luchado para que todo documento que afecte al futuro de los pueblos, de las naciones y de las sociedades sea conocido del público para que pueda hacerse una opinión, juzgar con los elementos en mano, elegir para actuar, influir en la política de los gobiernos y los asuntos del mundo.

La publicidad es la salvaguardia del pueblo”, decía en el verano de 1789 Jean Sylvain Bailly,  primer presidente del Tercer Estado al principio de la Revolución Francesa en el momento en que era elegido primer alcalde de la Comuna de París. Todo lo que es de interés público debe hacerse público. Multiplicando sus efectos, la revolución tecnológica, de la que lo digital es su motor, aumenta la dimensión emancipadora de esta promesa radicalmente democrática y eso es lo que los poderes no soportan, que su campo de acción sea la dominación estatal o la apropiación mercantil.

Ellos querrían que la democracia fuera un asunto de los especialistas y de expertos al servicio de sus intereses y sus ambiciones y que habría que dejarles actuar amparándose en el secreto. Es la razón de los propietarios, la razón oligárquica, en un cruce entre el haber y el poder, entre la potencia y las finanzas donde, por el privilegio de la fortuna, título o nacimiento, una pequeña minoría se cree más legítima que la gente corriente para hablar y actuar en su nombre.

Haciendo demostración de que la información está a su alcance, WikiLeaks ha propuesto revertir esta dominación con las armas de la información, del conocimiento y del saber, armas harto pacíficas cuando por el contrario las de los Estados son violentas, humillantes, ofensivas e hirientes, incluso mortales. Es esta audacia democrática la que, a través de Julian Assange, los poseedores del orden establecido, en una coalición sin principios donde sólo el poder cuenta, quieren sancionar con la esperanza de hacerla desaparecer, aunque sea momentáneamente.

En un ensayo reciente, Cultura digital (Prensas de Ciencias Políticas), Dominique Cardon, autor de la optimista obra La democracia Internet, de 2010, estima que la aparición de lo digital en nuestras usos diarios evoca, más que las revoluciones industriales de nuestra modernidad, la sacudida definitiva y sin retorno y que supuso la invención de la imprenta en el siglo XV: “Una ruptura en la manera en la cual nuestras sociedades producen, comparten y utilizan los conocimientos”. Fin del monopolio del saber por los clérigos, inicio de su democratización con, de paso, el excepcional Renacimiento, sus grandes descubrimientos, su efervescencia artística, sus libres pensadores y sus libertinos, en suma, el principio de este largo camino hasta la proclamación de que nacemos libres e iguales en derechos, sin distinción de origen, condición, apariencia, creencia, sexo, etc.

Un largo camino, en efecto, en el que las audacias emancipadoras fueron mártires antes de ser reconocidas y célebres. Recordemos a Tomás Moro, el inventor de la utopía, ese lugar en ninguna parte que designa la esperanza jamás inacabada y siempre vuelta a empezar, decapitado en 1535. Recordemos a Giordano Bruno, quemado vivo en Roma en 1600 por haber pensado en la vida eterna de todos contrariamente a la proyección conquistadora de Europa sobre el planeta Tierra. Recordemos a Miguel Servet, quemado vivo igualmente en Ginebra en 1553 porque luchaba contra el repliegue autoritario y sectario de la disidencia protestante con Juan Calvino, compartiendo su revuelta original. Recordemos finalmente a Esteban Dolet, el impresor humanista quemado en la plaza Maubert de París en 1546 porque defendía el acceso libre y pluralista al saber y al conocimiento.

Cierto que comparar no es tener razón y no se quema hoy en las calles a los pioneros del derecho a saber pero, en secreto, se les tortura, se les despieza, se les disuelve, es decir, se les hace sufrir una suerte terrible similar a los casos citados ante la indiferencia general de nuestros gobernantes supuestamente demócratas, si queremos mirar de frente el martirio de nuestro colega saudí Jamal Kashoggi.

La revolución digital está cargada de Reforma de la misma manera que lo estuvo el surgimiento del protestantismo frente a la corrupción de la cristiandad, de sus prevaricacines y sus imposturas. Para obstaculizarla se monta una Contrarreforma de la que el caso de Assange es el símbolo: hacer retroceder las libertades digitales, demonizar a la gente que las utiliza, mirar desde arriba a una supuesta muchedumbre con el fin de seguir siendo propietario de la verdad, protregerse contra el surgimiento de preguntas y soluciones planteadas por ese “cualquiera” democrático al que la revolución digital permite realizarse.

En nuestra época incierta y frágil no tenemos más que una protección, la que nos facilita estos cuatro derechos fundamentales que son los de reunión, expresión, manifestación e información. Defenderlos es hoy un compromiso prioritario y por eso la suerte de Julian Assange nos concierne. Europa, que no ha sabido estar a la altura de sus valores autoproclamados ofreciendo asilo a los pioneros de nuestras libertades digitales, no debería permitir la extradición del fundador de WikiLeaks hacia los Estados Unidos.

La cultura digital, con sus utopías y sus promesas, está ahora mismo a prueba contra una doble regresión estatal y mercantil, unida en la desconfianza de pueblos rebeldes e incontrolables. El invierno digital se acerca, con sus leyes de vigilancia y de control,  su rechazo a la participación y su demonización de las redes, su designación de los pioneros de las libertades digitales como cabezas de turco de una crispación identitaria y de seguridad. El desencanto de Internet, analizado por el universitario Romain Badouard, es también una regresión democrática entre la pérdida de fe, crisis de confianza y tentación autoritaria.

“Peor que el ruido de las botas es el silencio de las zapatillas”: esta lúcida frase del dramaturgo suizo Max Frisch se corresponde con la advertencia inicial de este artículo: si permanecemos indiferentes al destino de los pioneros de las libertades digitales, seremos las primeras víctimas de su cuestionamiento.

  Mediapart es uno de los socios europeos de WikiLeaks desde 2011. Por aquel entonces, expliqué las razones por las cuales la defensa de Internet y la de WikiLeaks eran inseparables, en un artículo publicado en Mediapart y en cuatro publicaciones en mi blog personal en el Club de Mediapart. Pueden consultar en PDF (en francés) todas estas contribuciones, o pinchar en este enlace para acceder al artículo haciendo clic aquí: 123, 4, para consultar los billetes de mi blog. Junto a François Bonnet, nos encontramos con Julian Assange en 2011 cuando, de hecho, se encontraba bajo arresto domiciliario en Reino Unido (leer aquí).

  Traducción de Miguel López

Assange, condenado a casi un año de cárcel por violar la libertad condicional en Reino Unido

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Puedes leer el texto completo en francés aquí:

 

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