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La farsa del 'plan Trump' en Palestina

Palestina.

No es un plan de paz sino, como se esperaba, un plan para la liquidación de la cuestión palestina y de los derechos de los palestinos lo que Donald Trump hizo público el pasado 28 de enero en la Casa Blanca, junto a su “gran amigo” Benjamin Bibi Netanyahu. Destinado, según sus promotores estadounidenses, a poner fin al conflicto entre Israel y los palestinos, este proyecto, denominado De la paz a la prosperidad, esperado desde hace casi tres años, podría constituir, a su manera, un punto de inflexión histórico.

No porque proponga una solución a un problema estancado durante tres cuartos de siglo, sino porque tira a la basura de la historia las disposiciones del derecho internacional, toda una biblioteca de resoluciones de la ONU y todos los acuerdos alcanzados entre los líderes israelíes y palestinos desde las negociaciones de Oslo en 1995.

Su utilidad más evidente, por el momento, parece ser eclipsar los debates en el Congreso sobre la destitución del presidente de Estados Unidos y contribuir a la campaña electoral del primer ministro israelí, que opta a la reelección el 2 de marzo, por tercera vez en menos de un año. Este cálculo en sí mismo parece muy aventurado. Ciertamente Netanyahu continúa disfrutando del apoyo del electorado nacionalista, religioso y colonizador de la derecha y la extrema derecha. Pero las acusaciones de malversación de fondos que pesan sobre él y los tres juicios que le esperan, quizá en las próximas semanas, por corrupción, abuso de confianza y fraude, han empezado a erosionar su popularidad incluso dentro de su propio partido, el Likud, como sugieren los últimos sondeos.

Incluso antes de leer las 181 páginas del plan norteamericano (el llamado win-win), solo hacía falta mirar el rostro radiante y la sonrisa victoriosa de Netanyahu durante el discurso de Trump del martes, y luego escuchar los grandes elogios del primer ministro israelí a su anfitrión y a los artífices de este proyecto, para entender quiénes eran los ganadores y perdedores de esta operación. ¿Es una sorpresa? No, no es una sorpresa. Durante meses, las filtraciones, la mayoría de las veces de diplomáticos estadounidenses o árabes, en el secreto de la preparación del plan, habían dado indicaciones claras sobre la orientación del texto.

Se supo así que el equipo encargado de esta tarea había decidido considerar nulos y sin efecto los intentos anteriores de llegar a un acuerdo, e ignorar, por principio, las concesiones y avances realizados por los negociadores de ambas partes. También se sabía que la Autoridad Palestina y los dirigentes de la OLP, a quienes no se había informado ni consultado, habían interrumpido todo diálogo con Washington desde que Trump reconoció a Jerusalén como capital de Israel en diciembre de 2017. Reconocimiento al que siguió el traslado de la embajada de EE.UU. de Tel Aviv.

El principal artífice del proyecto, el yerno de Trump, Jared Kushner, que es también su asesor especial, y como él, un multimillonario enriquecido gracias a las operaciones inmobiliarias, sin experiencia diplomática alguna, ocultó cada vez menos, con el paso de los meses, la arrogancia colonialista, incluso racista, detrás de su planteamiento. En una entrevista concedida la primavera pasada a la revista electrónica estadounidense Axios, señalaba que había “esperado que con el tiempo los palestinos fueran capaces de gobernarse a sí mismos”, al tiempo que observaba que “no estaba seguro de que merecieran la plena soberanía y libertad de la interferencia militar israelí”.

Unos meses más tarde, cuando un diplomático europeo le preguntó sobre los principios que le guiaron en la elaboración de su “plan de paz”, respondió: “Entre Israel y los palestinos, la cuestión se decidió por una guerra, que los palestinos perdieron. En la guerra, es el vencedor quien dicta las condiciones para la paz”.

El alineamiento del plan norteamericano con las exigencias israelíes, denunciado desde hace más de dos años por los dirigentes palestinos que se lamentaban en el desierto, ha sido confirmado además en junio pasado por otro artífice del “acuerdo del siglo”, el embajador americano en Israel, David Friedman, que, al igual que Kushner y el enviado especial de Trump en Oriente Medio, Jason Greenblatt, está cerca de los círculos de la colonización. En una entrevista con The New York Times, Friedman consideró que Israel “tiene el derecho de quedarse con parte, pero no toda, de Cisjordania. Lo último que el mundo necesita es un Estado palestino fallido entre Israel y Jordania”. Con el apoyo de Trump e informado de los progresos del plan americano, del que fue uno de los coautores, Netanyahu incluso hizo de la anexión del Valle del Jordán uno de los argumentos de su campaña.

Un argumento adoptado por su rival, el ex jefe del Estado mayor Benny Gantz, que se presenta como más honesto que el primer ministro, pero que se aferra a sus posiciones anexionistas por convicción estratégica personal, así como para hacerse con el electorado de los colonos y sus partidarios nacionalistas. Invitado a Washington al mismo tiempo que Netanyahu, pero recibido por Trump después que el primer ministro, Gantz agradeció al presidente estadounidense, considerando que su plan constituía “una base sólida y viable para avanzar en un acuerdo de paz con los palestinos”.

Esta no es ni mucho menos la opinión de los principales interesados. Al final de una reunión de emergencia celebrada el pasado martes por la noche en Ramala, a la que asistieron excepcionalmente miembros del movimiento islamista Hamas y la Yihad Islámica, el presidente palestino Mahmoud Abbas afirmó que “es imposible que ningún niño árabe o palestino acepte no tener a Jerusalén como capital de un Estado palestino”. “El llamado equipo americano sólo copió y pegó el plan de Netanyahu y los colonos”, constató el secretario general de la OLP y exnegociador principal Saeb Erekat”, quien ahora plantea la posibilidad de que la OLP se retire de los Acuerdos de Oslo. “Este no es un plan de paz para Oriente Medio”, dijo el primer ministro palestino Mohamed Shtayyeh. Es un intento de proteger a Trump del juicio político y a Netanyahu de la prisión”.

Dos enclaves en el desierto como compensación

Como se detalla ampliamente en el documento proporcionado por la Casa Blanca, ilustrado con dos mapas muy elocuentes, el plan norteamericano está a años luz de los principios alcanzados hasta ahora –sobre el papel– por ambas partes, pero que dejó por el camino Israel y considerados obsoletos claramente por Jared Kushner y su equipo.

A un Estado palestino independiente y viable, que comprenda la Franja de Gaza y Cisjordania, dentro de las fronteras definidas por la línea del armisticio de 1949 (la Línea Verde) y el río Jordán, con Jerusalén como capital, el plan Trump sustituye a un archipiélago de media docena de cantones palestinos, alrededor de Tulkarem, Naplusa, Qalqiliyah, Jericó, Ramallah, Belén, Hebrón y Gaza, separados por zonas de territorio israelí y unidos entre sí por una docena de puentes o túneles.

El Valle del Jordán, que limita con Jordania, sería anexionado por Israel, al igual que todos los bloques de asentamientos (Kedumim, Ariel, Givat Zeev, Maale Adumim y su extensión E1, Gush Etzion, Beitar Illit, Efrat y la región de Hebrón).

15 asentamientos más pequeños, enclavados en los cantones palestinos, también se anexionarían y estarían unidos al territorio israelí por carreteras de acceso seguras. Detalle interesante: el contorno de los bloques de asentamientos anexos sigue casi el trazado del muro y la barrera de separación construida por Israel desde 2002.

Dicha barrera, presentada por el Gobierno israelí como una “barrera de seguridad” destinada a proteger a los israelíes del terrorismo y que se convierte en un muro en las zonas más sensibles, está demostrando ser actualmente un instrumento importante en la estrategia de anexión. Una estrategia que permite a Israel apoderarse de parte de las reservas de agua del territorio y anexionarse casi todos los 500.000 colonos de Cisjordania y a los 220.000 de Jerusalén oriental. Porque en el plan Trump, Jerusalén no se convierte, como se ha previsto en acuerdos anteriores, en la capital de los dos Estados, Israel y Palestina, sino en la capital indivisible de Israel solamente.

El Estado de Palestina que se creará podrá ubicar su capital en los suburbios de Jerusalén Oriental, pero fuera de los límites de la Gran Jerusalén y al este del muro de separación. Los territorios anexionados en estas condiciones por Israel, según los mapas anexos al plan, representan en realidad casi el 60% de Cisjordania si se añade al 20-25% del Valle del Jordán el 42% de los asentamientos y sus reservas de tierras, desviados por la barrera. Según el plan Trump, darán lugar a un intercambio. Como compensación por estas tierras de Cisjordania, se ofrecen a los palestinos dos enclaves en el desierto del Néguev a lo largo de la frontera con Egipto donde, según el plan norteamericano, se podría desarrollar una zona industrial y una zona residencial y agrícola.

En cuanto al futuro Estado Palestino –en ningún caso antes de cuatro años y sólo si las condiciones establecidas en el plan se aceptan– estará sujeto a los requisitos de seguridad de Israel. Desmilitarizado, no podrá controlar su espacio aéreo ni su espectro electromagnético, que permanecerá bajo el control de Israel, cuyo Ejército estará autorizado a intervenir dentro de sus fronteras y a destruir cualquier instalación que se considere peligrosa para su seguridad. También se prohibirá la celebración de acuerdos de seguridad, inteligencia y defensa con cualquier Estado. El plan establece que se trata de “dar a los palestinos el poder de gobernarse a sí mismos pero no de amenazar a Israel”.

Una cuestión crucial para los palestinos, después de dos éxodos, en 1948 y 1967, el destino de los refugiados –casi 5,5 millones hoy en día según la agencia especializada de la ONU–, se despacha en unas pocas líneas. En 2001, en Taba, donde la delegación israelí rechazó el “derecho al retorno” pero admitió el “deseo de retorno”, los negociadores de los dos campos previeron, como medida simbólica, el retorno de 40.000 refugiados durante 15 años al territorio del Estado de Palestina que se iba a crear. A día de hoy, el documento estadounidense sugiere que se debe encontrar una “solución justa y realista” pero insiste en que el conflicto árabe-israelí ha creado tantos refugiados palestinos como judíos, expulsados de los países árabes.

En todos los demás puntos enumerados en el plan –las aspiraciones legítimas de las partes, la primacía de la seguridad, la cuestión del territorio, las fronteras, la autodeterminación, la soberanía, la asistencia internacional– lo que prevalece es la voluntad de satisfacer las demandas israelíes. Como si, lejos de intentar abrir un camino hacia la paz, la Administración Trump hubiera optado por respaldar todos los hechos consumados de Israel. Dando a Netanyahu carta blanca para imponer, por la fuerza si es necesario, su solución. Y como si la promesa de una inversión –incierta– de 50.000 millones de dólares pudiera comprar la renuncia de todos los palestinos a sus aspiraciones.

Frente a un mundo árabe dividido y timorato, con los Emiratos, Bahrein y Omán representados el martes en la Casa Blanca, con Egipto que no puede negar nada a Washington y llama a israelíes y palestinos a un “examen minucioso del plan”, y mientras Jordania recuerda como la ONU que se atiene a las fronteras de 1967, ¿qué pueden intentar ahora los palestinos? ¿Recurrir a las Naciones Unidas? Los intentos anteriores no han sido concluyentes. ¿Una nueva intifada? En ruptura con una clase política ampliamente desacreditada, ¿la juventud está lista para enfrentar a los tanques israelíes? ¿Y por qué causa mientras el soporte de la solución de dos estados colapsa? ¿Qué pueden esperar? ¿Un salto adelante para Europa? Londres, a orillas del Brexit, llama al plan una “propuesta seria”. Francia “ha acogido con beneplácito” los esfuerzos del presidente Trump y reiterado su compromiso con “la solución de los dos Estados de conformidad con el derecho internacional”. No señaló que el plan que efectivamente descarta la solución de los dos Estados también se toma serias libertades con el derecho internacional.

Martin Indyk, exembajador americano en Israel, asesor de Bill Clinton y luego de Barack Obama en la cuestón árabe-israelí, es menos diplomático. Es decir, más claro. “Este plan no es en absoluto un plan de paz”, dice. “Es una farsa de principio a fin”. Para el periódico Haaretz, por fin, el contenido del plan revela, de hecho, su verdadero objetivo: “No conducirá a un Estado palestino, sino a la toma total de toda Cisjordania por parte de Israel”.

“Es un golpe de fuerza”, asevera el abogado israelí Michael Sfard, que lleva medio siglo defendiendo a los palestinos en los tribunales israelíes y es especialista en procedimientos contra el muro de separación. Y la comunidad internacional debería estar atenta a ello. Si este plan se lleva a cabo, si Netanyahu logra que se acepte la anexión de parte de Cisjordania, se echará por tierra un pilar del derecho internacional. Porque hasta hoy, Cisjordania sigue siendo un territorio militarmente ocupado. Y la ley prohíbe la anexión de territorios conquistados por la fuerza. Imagina lo que Rusia o China podrían hacer si Netanyahu anexiona el Valle del Jordán sin la oposición de la comunidad internacional”. Pero eso es lo que planea hacer. Aunque sólo preside un gobierno provisional, anunció el martes que propondrá al consejo de ministros votar la anexión del 30% de Cisjordania.

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Traducción: Mariola Moreno

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