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Corea del Sur, el país que no se cerró y gana al coronavirus

Un funcionario surcoreano vestido con el uniforme de la guardia real está de pie ante las puertas vacías del Palacio Real en Seúl.

Jacques Kim (Mediapart)

Como cada mañana, las cifras descienden. Este jueves, Corea del Sur cuenta con 152 nuevos casos, en total 8.565, y 91 muertos (en Francia 264). Tras cuatro días seguidos por debajo de los 100, aumenta el número de nuevos casos pero sigue siendo poco importante. La tasa de mortalidad se mantiene en un bajo nivel, alrededor del 1% (8,3% en Italia). Estas cifras hacen de Corea del Sur un modelo, durante mucho tiempo el país más afectado después de China.

Por el momento parece mantener controlada su epidemia. El país va tirando. No hay confinamiento total. Están cerradas las escuelas y las universidades desde primeros de marzo pero los comercios continúan abiertos y los bares y restaurantes también. Las carreteras no están cortadas. Incluso Daegu (2,5 millones de habitantes), la ciudad más afectada del país, no ha sido sobreprotegida. La guardería de mis hijos sigue abierta, aunque con clases reducidas.

Aparte de la falta de camas en Daegu en los inicios de la crisis, los hospitales encajan bien la gran afluencia de enfermos críticos. Aunque Corea del Sur ha reforzado de forma significativa sus controles sanitarios en las fronteras, no ha llegado a cerrarlas, incluso cuando se desencadenó la epidemia en la vecina China.

Son raros los cierres de fábricas. Los transportes públicos funcionan sin problemas y en los autobuses hay colocadas botellas de líquido hidroalcóholico al lado del conductor. Las entregas a domicilio continúan y, después de varios días, las calles, parques y restaurantes parecen más llenos que antes.

No obstante siguen en vigor algunas medidas estrictas. Desde febrero están prohibidas todas las reuniones de masas. Los eventos deportivos y las misas han sido cancelados. Algunas iglesias evangélicas han ignorado la prohibición, como la River of Grace Church, en las afueras de Seúl, en la que dieron positivo 54 miembros (el pastor, infectado, vaporizaba agua salada en la boca de sus fieles para inmunizarlos). Este miércoles, Seúl ha pedido a sus ciudadanos procedentes del extranjero que se queden en casa quince días.

Se está imponiendo el teletrabajo, una pequeña revolución en un país en el que la cultura de empresa exige hacer acto de presencia en el despacho. Si las autoridades no han creido necesario imponer medidas de confinamiento total es porque han sido observadas desde el principio sus consignas de distancia física. Los coreanos han limitado drásticamente sus salidas y desplazamientos. En las calles es raro ver caras sin máscara, pues se considera una falta de respeto hacia los demás no llevarlas. En el ascensor de mi edificio se ha fijado a la pared una botella de gel hidroalcóholico que se sustituye a menudo.

¿Cómo explicar este primer éxito aparente frente al Covid-19? Corea del Sur estaba preparada ya. Cuando ocurrió la epidemia del MERS (Síndrome Respiratorio de Oriente Medio) en 2015 no estuvo preparada y ahora ha reconsiderado su postura. Los planes de urgencia seguían en vigor y además las autoridades han podido contar con una base industrial sólida y con empresas que no se habían mudado a China.

El mejor ejemplo es el de los test de detección iniciados el 15 de enero, que el presidente de Seegene, sociedad farmacéutica coreana, decidió urgentemente desarrollar en forma de kits. Las autoridades comprendieron la urgencia: el test fue homologado en una semana, en lugar de los ocho meses habituales. La producción comenzó inmediatamente y todas las empresas, incluyendo a sus investigadores, se pusieron a ayudar en su fabricación.

Como resultado de ese esfuerzo, a primeros de marzo, en pleno pico de la crisis, Corea del Sur hacía el test a 18.000 personas diarias. En total ha hecho la prueba a más de 300.000 personas, más de un coreano por cada doscientos. Es una cifra enorme: por comparar, Francia está haciendo sólo 2.500 test al día y ni siquiera puede hacérselo todo el personal sanitario.

Estos test casi sistemáticos juegan un papel crucial: permiten identificar rápidamente a las personas contaminadas –en particular los casos asintomáticos que transmiten la enfermedad sin saberlo– y enviarlas en cuarentena a sus casas para frenar la propagación.

El test es gratuito si lo prescribe un médico, pero cualquiera puede pedirlo en caso de dudas. Corea ha tenido la genial idea de inventar unos drive-in que permiten hacerse la prueba sin salir del coche, minimizando así el riesgo de transmisión. Cuesta unos 120 euros, pero es gratis si la persona está contaminada.

A este esfuerzo de detección masivo se añaden el no menos grande del seguimiento. Las autoridades siguen el itinerario detallado de cada enfermo mediante los movimientos de sus tarjetas de crédito, la geolocalización de sus móviles y las cámaras de vigilancia. Estos itinerarios se hacen inmediatamente públicos a través de alertas por los smartphones. Mi móvil suena varias veces al día para indicarme qué restaurante o qué comercio de mi barrio ha sido visitado por una persona contaminada, además del día y la hora. Si ha estado en el cine, también se indica qué butaca ha ocupado.

Desde la epidemia del MERS, la ley coreana permite en efecto a las autoridades acceder urgentemente a toda la información necesaria para frenar la propagación de una enfermedad infecciosa. Estos últimos días estoy recibiendo menos alertas, lo que es esperanzador. Este sistema de seguimiento no ha provocado apenas protestas por la violación de la vida privada que puede conllevar.

Desde el comienzo de la crisis, el gobierno surcoreano ha jugado la baza de la transparencia publicando las cifras del avance de la enfermedad día a día. Los coreanos creen que las estadísticas oficiales son fiables y confían mayoritariamente en las autoridades. Corea del Sur supone un contra-ejemplo del modelo ultra autoritario chino, que consistió en un primer momento en negar la crisis, amenazar a los alertadores, acallar toda información para luego terminar cerrando a cal y canto toda una provincia.

El número de casos en Corea explotó inicialmente porque miembros infectados de una secta evangélica no se aislaron y transmitieron el virus a mucha gente (el 60% del total de contaminados son de esa secta, muchos de ellos jóvenes, lo que explica también la baja tasa de mortalidad coreana). Pero esta actitud no es representativa de la población, cuya inmensa mayoría respeta las consignas de distanciamiento social y de la posible cuarentena.

Las máscaras (que permiten a una persona contaminada, incluso asintomática, limitar el riesgo de transmisión) han sido racionadas. Cada persona sólo puede comprar dos a la semana.

En Corea del Sur la vida continúa pues con las máscaras. Mucha gente observa desde aquí, con espanto, la dejadez mostrada desde primeros de marzo en las capitales europeas. Esas reuniones de pitufos, pegados unos a otros, que decían que “el coronavirus no es nada...”. Ese presidente Macron que el 6 de marzo iba al teatro para “animar a los franceses a salir a pesar del coronavirus”. Como si las inmensas dificultades de millones de chinos y de coreanos no contaran para nada.

Desde un punto de vista personal, me he encontrado frente a un muro de incomprensión cuando intenté durante semanas hacer entender a mi familia y a mis amigos en Francia que había que prepararse inmediatamente para lo peor. “Es sólo una gripe fuerte”. “Deja de ser ansiogénico”. “Tenemos un buen sistema de sanidad en Francia”, me decían. ¿Existe un complejo de superioridad occidental? ¿Hay certeza en el fondo de ser superior a esos asiáticos ligeramente subdesarrollados que se dejan superar? Ese desprecio puede costarnos muy caro.

En Corea, Occidente –visto a menudo como El Dorado– se ha caído de su pedestal. La gestión catastrófica de la crisis por los Estados Unidos y por Europa, la falta de test, el desprecio mostrado por las señales de alarma enviadas desde hace dos meses y los estudiantes coreanos que llegan del extranjero infectados han causado una fuerte impresión. El rey está desnudo.

¿Puede ser Corea del Sur un modelo, una alternativa democrática de lucha contra el coronavirus, lo contrario de una China ultra autoritaria que ha recurrido a medidas liberticidas y que hoy trata de basarse en sus éxitos contra el Covid-19 para mejorar su imagen en el extranjero? Es demasiado pronto para sacar conclusiones definitivas. Sobre todo porque Corea del Sur está lejos de poder cantar victoria en su lucha contra la epidemia. Hay muchas señales de que se está bajando la vigilancia. Se ven menos máscaras por las calles y han aparecido recientemente nuevos focos de contaminación: un call center en Seúl, una Iglesia evangélica en Seongnam, una residencia de ancianos en Daegu. Este martes las autoridades han prolongado el cierre de las escuelas durante dos semanas. La crisis no hecho más que empezar.

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Traducción de Miguel López.

Texto original en francés:

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