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Donald Trump como metáfora en tiempos del coronavirus

Donald Trump, en una de sus intervenciones de estos días.

Christian Salmon (Mediapart)

Cuando una nueva dinastía llegaba al poder en China, el emperador debía organizar, conforme a la tradición confuciana, una ceremonia titulada “la rectificación de los nombres”. Si la dinastía anterior había fracasado, se pensaba, es que los nombres ya no respondían a la realidad y convenía buscar otros.

Eso es lo que ha intentando hacer Donal Trump el pasado 11 de marzo. Durante una alocución solemne grabada en el Despacho Oval, cambió el nombre del Covid-19 para llamarle “el virus extranjero”. Pero esa rectificación, como siempre, se hizo con desorden y no aclaró gran cosa ya que en su equipo cada uno tenía sus propias ideas sobre la nacionalidad de origen del virus. Hablando del “virus de Wuhan”, Mike Pompeo, el jefe de la diplomacia norteamericana, provocó la cólera de Pekín.

Robert Redfield, director de los Centros de Control y Prevención de Enfermedades, le corrigió al decir, durante una audiencia en el Congreso, que era “absolutamente falso e inapropiado” utilizar etiquetas como “virus de Wuhan” o “virus chino”, afirmando que el principal riesgo de propagación venía de Europa: “Es de ahí de donde llegan los casos. Por decir claramente las cosas, Europa es la nueva China”.

Trump le siguió los pasos inmediatamente anunciando que se suprimían durante un mes todos los vuelos procedentes de Europa, con excepción de los de Reino Unido. “Haremos todo lo que esté en nuestras manos para impedir la infección y que los portadores de la infección entren en nuestro país”, advirtió en una reunión en North Charleston, soltando este dogma antes sus alborozados seguidores. Pero para muchos conservadores el origen del virus sigue siendo chino, “made in Wuhan”, sin duda para intentar dirigir la cólera de los americanos hacia Pekín.

Hasta entonces, Trump no había utilizado la expresión “virus chino”. A finales de enero y principios de febrero, parecía más inclinado a defender a China y a valorar sus esfuerzos para luchar contra el virus. Pero la presión aumentaba sobre su propio balance en la gestión de la crisis y el presidente americano parece que cambió de opinión. Rectificó su rectificación. Una semana después de su intervención del 11 de marzo, en la que había hablado de virus “extranjero”, publicó un tuit utilizando la expresión “virus chino”.

Nos perdemos ante tantas rectificaciones seguidas. Él mismo aseguró que no sabe ya muy bien de dónde viene el virus y dónde perseguirle. Durante todo el tiempo posible ha estado minimizando la gravedad de la epidemia con cuidado de que no comprometieran los buenos resultados económicos, la principal baza para su campaña para la reelección. Con la vista puesta en el resultado de los mercados, ha venido multiplicando declaraciones tranquilizadoras a base de sumar gestos y palabras, apretando constantemente las manos sin preocuparse del mensaje que su comportamiento envía a la opinión pública.

La cronología de sus tuis habla por sí misma:

  • 7 febrero: “...ahora que el clima empieza a recalentarse, el virus, esperemos, va a debilitarse hasta desaparecer”.
  • 14 febrero: “...estamos en muy buena forma”.
  • 24 febrero: “el coronavirus está controlado en los EEUU”.
  • 28 febrero: “Un buen día esto va a desaparecer, como un milagro” y “es como una nueva broma”.
  • 4 marzo: “Algunas personas ni siquiera irán al médico o al hospital e irán mejorando”.
  • 12 marzo: “Los EEUU, gracias a lo que yo he hecho y a lo que la Administración ha hecho con China, tenemos 32 muertos en este momento...”
  • 15 marzo: “Es un virus muy contagioso. Es increíble. Pero es algo sobre lo que tenemos un enorme control”.
  • 16 marzo: “No, no está bajo control, no lo está en ningún sitio en el mundo”.
  • 17 marzo: “Presentí que era una pandemia mucho antes de que lo hayan llamado pandemia”.

Diecinueve formas de negación

En un vídeo colgado en su cuenta de Twitter, el Washington Post ha contado diecinueve declaraciones optimistas del presidente con el título “Las diecinueve veces que Trump ha minimizado el coronavirus”.

Los extractos de sus discursos, montados como un trailer de una película de catástrofes, repiten el mismo mensaje: “La epidemia está bajo control”. A lo largo de sus negaciones, que solo el color de sus corbatas permiten distinguir (roja, azul, rosa, verde, lisa, con rayas), se ve a Trump enpeñado en negar la gravedad de la situación. Diecinueve veces. Diecinueve formas de una misma negación.

Mientras tanto, la epidemia iba ganando terreno. Trump debíó rendirse a la evidencia ante el avance del virus. Eran los mercados los que estaban en una pendiente, no sólo los mercados de acciones sino también los de obligaciones. Aun peor, los valores refugio, el oro y los bonos del tesoro americano, no encontraban compradores, sin duda por falta de liquidez. Los mercados financieros, que hasta ahora bailaban el tango de la volatilidad con este presidente imprevisible, mostraban signos de agotamiento y se retiraban de puntillas.

El miércoles 11 de marzo, “día de la rectificación de nombres”, la elevación por la OMS de la epidemia del coronavirus al grado de pandemia llevó el pánico a Wall Street, cuyo principal índice, el Dow Jones Industrial Average, registró una caída de más del 20% respecto a su último registro en febrero. Sólo faltaba la guerra de precios en el mercado del petróleo entre Rusia y Arabia Saudita, que amenazaba a la industria americana del gas de esquisto, para fragilizar la recuperación económica americana, principal baza de su reelección. Trump aceptó hacer una breve declaración desde el Despacho Oval, un discurso en forma de oxímoron, yendo desde el reconocimiento de la gravedad de la crisis hasta su voluntad de minimizar el alcance.

Al afirmar que el futuro de los EEUU seguía siendo “más brillante de lo que nadie pueda imaginar” al mismo tiempo que minimizaba la epidemia que unos días antes calificaba como una broma, Trump trataba de mantenerse al mismo tiempo entre la atenuación y la hipérbole para no asustar a los mercados y tranquilizar a sus electores.

Atenuación: “No es una crisis financiera, es sólo un momento temporal que remontaremos juntos como nación y como mundo”.

Hipérbole: “El esfuerzo más agresivo y más completo para afrontar un virus extranjero en la historia moderna”.

Atenuación: “Todo va bien. Van a suceder muchas cosas buenas”.

Hipérbole: “El virus no tendrá nada que hacer contra nosotros”. “Ninguna nación está más preparada ni es más resiliente que los EEUU”. “Por las políticas económicas que hemos implantado a lo largo de los tres últimos años, tenemos de lejos la mayor economía del mundo”.

Lejos de tranquilizar a los mercados, la supresión de vuelos entre Europa y los EEUU sentó como una ducha fría a los inversores que esperaban importantes medidas de apoyo a la economía americana. Las críticas vienen de sus adversarios demócratas pero también de su propio campo.

El momento corona de Trump

En un editorial titulado “Virus y liderazgo”, el Wall Street Journal, poco sospechoso de antitrumpismo, se preocupaba por la incapacidad del multimillonario republicano para responder al desafío de esta crisis sanitaria mundial. “Cuando el presidente Trump identifica una amenaza, su instinto es negarla, apuntalarse y responder. Eso ha sido a veces eficaz políticamente, pero el caso del nuevo coronavirus ha perjudicado su capacidad de dirigir”.

Para Richar Haass, presidente del Consejo de Relaciones Exteriores, el discurso del míércoles por la tarde era sobre todo destacado por su “xenofobia” pero no ha preparado a los americanos para lo que llega ni ha permitido corregir el fiasco de los tests. Estamos a punto de probar ese adagio que dice que las cosas deben agravarse antes de empeorar.

Cecilia Muñoz, que ha sido directora del Consejo de Política Interior con Barack Obama entre 2012 y 2017, dice que los comentarios repetidos de Trump sobre el muro y el cierre de fronteras son “una señal clara de que él se concentra en las cosas malas”. El virus está ya en los EEUU, explica Muñoz. “El problema en la frontera es evidentemente un imperativo político para él. Está bien que hayamos podido tener esa conversación, pero eso no tiene nada que ver con la propagación del virus”, dice Muñoz. David Litt, un ex redactor de Obama, no se anda con rodeos en sus palabras: “Como ex redactor de discursos presidencial, mi análisis retórico minucioso es que nos va a dejar morir a todos”. Susan Glasser, redactora jefe del New Yorker, tuiteó: “El lenguaje militarista y nacionalista del discurso de Trump de esta tarde es sorprendente”.

En respuesta a un tuit que mencionaba el “China virus”, Trump escribía que el muro estaba “levantándose rápidamente. Necesitamos el muro más que nunca”. Unos días antes, en una convención en North Charleston, Trump había retomado su estribillo sobre el muro y las fronteras adaptándolo a la crisis actual: “La seguridad de las fronteras es también una seguridad sanitaria y todos ustedes han visto al muro elevarse como por magia”. “Las medidas estrictas en las fronteras son una de las razones por las que es débil el número de casos en EEUU”, dijo, añadiendo que “Haremos todo lo que esté en nuestras manos para impedir que la infección y los infectados entren en nuestro país”.

La retórica del muro no es algo nuevo en Trump. Al concepto de frontera se asocia toda una sintaxis de amenaza, de peligro exterior, de invasión. Una retórica que estructuró sus discursos de campaña en 2016 y que será sin duda igual en 2020. Pero sirve poco de ayuda contra la epidemia. El virus está en la calle y de nada sirve calificarlo de “extranjero”, chino o europeo. Por mucho que le pongan la etiqueta de “Made in Wuhan”, “Made in Italy” o “Made in Europe” y le devuelvan al remitente o le hagan el exorcismo como al diablo, harán falta otros medios para vencerlo.

Mientras la epidemia está demostrando la interdependencia de los pueblos y las naciones enfrentadas a desafíos planetarios (desde la ecología a la economía o desde los desplazamientos de población al riesgo sanitario), el muro es el único punto invariable que estructura el pensamiento de Trump. Parece más una obsesión pero es una diversión. El trumpismo es la primera “teicocracia” (del griego teîkhos, muro o muralla), una autocracia basada en el poder de imaginar muros, en el icono de los muros.

“La suspensión de vuelos desde Europa a los EEUU es puro teatro político”, dice Wendy Brown, profesor de ciencias políticas de la Universidad de Berkeley en un intercambio de emails con el redactor de estas líneas. “Por supuesto, es normal la regulación de los viajes con zonas específicas para limitar el contagio, como China, Italia u otros países gravemente afectados. Pero el señalamiento de Trump de 'Europa como la nueva China del coronavirus' no es sólo absurdo, evidenciado por la exclusión de Reino Unido y por el desarrollo endógeno del virus en los EEUU. Al contrario, esta nueva prohibición de viajar, este nuevo 'travel ban', tienen el efecto, como todos los cierres de las fronteras nacionales en la era de la globalización, de alimentar la fantasía de la soberanía estatal que pretende controlar la erosión de las fuerzas transnacionales y desplaza los problemas complejos hacia un agente extranjero inmanente confrontando un 'nosotros' nacional a un 'ellos' mundial”.

Este polítólogo americano es autor de un ensayo, Muros, que considera la construcción de muros en el mundo no como una reconquista de la soberanía estatal sino como una fantasía de soberanía frente al desgaste de las soberanías estatales. “Contrariamente a lo que algunos pretenden, los muros actuales son más los iconos de la erosión de la soberanía del Estado-nación que el resurgimiento tardío en plena modernidad de esa soberanía”.

Esto es particularmente verdad con la epidemia de coronavirus que se ríe de los muros y las fronteras. Lejos de limitar la propagación del virus, el muro de Trump y sus “bans” han demostrado ser insuficientes para contener la epidemia. No son apenas más que una ficción de soberanía, sustitutivos, actuaciones. Son como totems en la frontera que designan un espacio ritual, escenográfico, que tiene como objeto “actuar” como frontera y aplaudirla.

La epidemia de coronavirus deja al desnudo a la soberanía limitada de los Estados. La señala y la agrava atacando a la población que el Estado es incapaz de defender. ¿Qué queda del poder de acción de los gobernantes de un Estado cuando éste queda vaciado por la globalización de los mercados financieros, el caracter supranacional de los “riesgos”, desde la ecología al terrorismo, y la gobernanza de las organizaciones supranacionales? Todos esos niveles, infra o supra estatales, toman en cuenta decisiones políticas y jurídicas, estratégicas, fuera del marco del Estado y de sus atributos y prerrogativas.

Ya la crisis de las “subprime” arremetió contra los bienes de los ciudadanos, sus empleos y sus casas compradas a crédito. El coronavirus ataca ahora a sus cuerpos, sus vidas. “La cuestión más urgente no es tanto saber si el coronavirus es la crisis que va a condenar a la Administración Trump, sino preguntarse más bien si la Administración Trump no es la crisis que va a condenar a los EEUU”, ha declarado Frank Rich, redactor del New York Magazine.

La presentadora de MSNBC, Nicolle Wallace, directora de comunicación de la Casa Blanca con George W. Bush, ha comparado la actitud de Trump frente al coronavirus con la de la Administración Bush frente al huracán Katrina: “Fuimos la prueba de que éramos unos incompetentes. Y murió gente...”. Durante la misma emisión, Eddie Glaude, un profesor de la Universidad de Princeton, fue más allá sobre ese “Katrina moment” de la presidencia de Trump: “Si hay un momento para debilitar a ese 40% de personas que permitían a Trump, según sus propias palabras, disparar a alguien en la 5ª avenida, es ahora porque se trata de personas mayores y de jóvenes, son bebés, son amigos, seres queridos, viejos en residencias de ancianos, también tu chica. Me parece pues una situación que podría hacer caer a un presidente”.

Batman como metáfora

Según un sondeo reciente de NPR, PBS News Hour y Marist, sólo el 37% de los norteamericanos tiene confianza en las informaciones de Trump sobre el coronavirus, mientras un 60% tiene poca o ninguna confianza en él. Se trata de un giro en la opinión, según el periodista Jay Rosen, para quien este sondeo muestra por primera vez el fracaso del poder mágico de sus mentiras. “El coronavirus representa una amenaza existencial para la presidencia de Trump”.

En diciembre pasado, antes de que se librara, por un voto en el Senado, del procedimiento de “impeachment” iniciado por la mayoría demócrata, el equipo del presidente Donald Trump publicó un video en el cual él encarna al superhéroe Thanos, un señor de la guerra que puede destruir la mitad del universo con un chasquido de dedos. En el vídeo subido por “The War Room Trump”, la cuenta de Twitter de la campaña para su reelección, Trump/Thanos chasquea los dedos para hacer desaparecer a Nancy Pelosi, presidenta de la Cámara de Representantes, a Jerry Nadler, presidente de la Comisión Judicial de la Cámara de Representantes, y a Adam Schiff, presidente de la Comisión de Inteligencia de la misma cámara.

Muchos seguidores de Trump se han extrañado de verle encarnado en un héroe negativo, “The Villain”, el malo que los otros superhéroes persiguen para impedir que haga daño. Algunos seguidores han recordado que Thanos asesinaba a su propia hija adoptiva para llegar al poder. Otros han señalado que Thanos muere al final de la serie, un mal presagio para la reelección de Trump. Como señal de buen sentido pero que pasa por alto lo esencial, ¿no se comparaba Steve Bannon, ex consejero de Trump en 2016, con el Joker de la película Batman? Trump destaca jugando el papel de héroes negativos. Comprende por instinto la lógica narrativa de las campañas electorales desacreditando a los políticos. Hitchcock decía: “Cuanto mejor es el malo, mejor es la historia”, y Thanos le dice a Iron Man en una escena de Avengers: “Yo soy inevitable”. El mensaje es éste: “Los demócratas de la Cámara pueden llevar adelante todo lo que quieran su acusación. La reelección del presidente Donald Trump es inevitable”. Fin del juego.

La crónica de un gobierno enfrentado a una pandemia mundial y que se regodea en la negación hasta lo grotesco es indisociable de una subcultura mediática modelada por la “reality TV” y las redes sociales. Son el reality show “Apprentice” y la red Twitter los que han construido la fama y la fortuna política de Donald Trump. Una fama dividida basada en la desmesura que ha permitido la elección a la presidencia de los Estados Unidos de un animador de televisión que hizo campaña y que gobierna desde hace tres años a través de Twitter.

En su discurso de investidura, en enero de 2016, Donald Trump, se apropió de una frase clave de Bane, el enemigo jurado de Batman, en la película The Dark Knight Rises. Los fans de Batman reconocieron rápidamente no solamente el mensaje sino la entonación. “Quitamos Gotham a los corruptos y se la devolvemos a vosotros, el pueblo”, decía Bane, el terrorista encasquetado con una máscara respiratoria, a los habitantes de Gotham City.

En 2020, la música que ha servido de fondo al primer trailer de su campaña está tomada de la banda original creada por Hans Zimmer para “Batman” de Christopher Nolan. Un portavoz de Warner Bros dijo que la utilización de la banda sonora de la película Batman “no había sido autorizada”. Al día siguiente desaparecía. Pero, ¿Cómo denuncias el tipo de letra utilizada para el eslógan de campaña que ha copiado también de la trilogía Batman?

Se puede siempre rectificar los nombres pero no es lo mismo con las metáforas, que se mueven a su aire como su nombre indica. Ocurre que éstas se vuelven contra los que las toman prestadas sin pagar la factura. Eso es lo que pasa con la metáfora de Batman de la que Trump usa y abusa desde hace tres años. Desde que empezó la epidemia del coronavirus ha cambiado su significado. En la tarde del 11 de marzo, los murciélagos parecía que se habían dado cita en el Despacho Oval. Volaban sobre la cabeza de Donald Trump, que no las tenía todas consigo porque no significaban ya la omnipotencia de los superhéroes de la panoplia trumpista, sino la omnipresencia del virus. En cuanto a Bane, el terrorista camuflado detrás de una máscara respiratoria, su presencia significaba ya otra cosa. No llevaba consigo el poder del pueblo sino el coronavirus.

Se acabó el reir, Sr. Presidente

La epidemia desafía al poder de los Estados-nación. No es solamente intratable en el sentido terapéutico, en la medida en que la medicina no dispone por el momento de ningún tratamiento específico. Es intratable políticamente por que deja desnuda la impotencia del Estado frente a los grandes desafíos económicos, ecológicos y sanitarios, subrayándola y agravándola. Gobernar en tiempos de epidemia ya no es prever sino gestionar lo imprevisible, ya no es movilizar a los ciudadanos para fines comunes, sino inmovilizarlos y aislarlos, ya no es crear las condiciones de la vida en común, sino suspenderlas en el tiempo y el espacio. La epidemia es un desafío narrativo al buen gobierno.

Los gobiernos no tienen más respuesta que el confinamiento de la población, pero al claudicar, quedan al descubierto los síntomas y las debilidades de un poder endeble, un belicismo teatral, una comedia de errores. Esta comedia se manifiesta por la descomposición de las formas y los ritos del poder. Del poder real no se percibe más que los efectos desestabilizadores. Del dispositivo de representación no quedan más que formas descompuestas, en desuso o burlescas.

A falta de poder de intervención, de resolución y de acción, a falta de soberanía, queda la escenificación de la soberanía perdida, el lado espectral y no sólo el espectacular de la presidencia de Trump. Los gestos, las formas, los ritos del Estado-nación no son ya los signos de su potencia ni los rostros de su poder, sino los miembros fantasma de un Estado amputado, formas alucinatorias de la soberanía perdida. Tampoco la nación tan celebrada, sino sólo una “aluci-Nación”.

Los muros son ejemplos hiperbólicos de la soberanía del Estado-nación”, escribe Wendy Brown, “que revelan, como toda hipérbole, que algo indeciso, vulnerable, dudoso o inestable está alojado en el corazón mismo de lo que quieren expresar...”. Es algo inestable y vulnerable que vemos por todas partes en marcha en la gestión de la epidemia. Es un presidente que nos invita a ir a la guerra contra un virus del que se dice que estará pronto dentro de todos nosotros, como si fuera una solitaria.

¿Vamos a ir a la guerra contra nosotros mismos? En Francia, una ex ministra, muy afectada por los eventos, cuestionó sin pestañear la responsabilidad de las más altas autoridades del Estado en la gestión de la epidemia. El primer ministro inglés, rodeado de dos consejeros científicos, declaró que habría que contar con la herd immunity (inmunidad de grupo) y tolerar hasta un 60% de gente infectada para reforzar la inmunidad colectiva de los británicos. Una especie de Common Health. Es el exceso volátil de un Trump, jugando el papel del Dr. Folamour (amor paternal exagerado) del coronavirus, el que niega la epidemia para delegar su autoridad a los gobernadores de los Estados y se lava las manos a continuación. Parecería que la tragedia atrae a los payasos.

Hasta aquí el baile macabro de la falta de soberanía que nos sirve de carnaval político en tiempos del coronavirus. Baile en el que todos participamos, en mayor o menos medida, jugando con nuestros móviles, dócilmente confinados. Pero todos sabemos que este carnaval tiene un precio: nuestras vidas.

El virus se ceba ahora con EEUU y desvela de golpe todos sus puntos débiles

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Traducción de Miguel López.

Texto original en francés:

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