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La dura prueba política de la pandemia

Emmanuel Macron durante la última reunión telematica del Consejo Europeo.

Pierre Dardot | Christian Laval (Mediapart)

La pandemia del COVID—19 es una crisis sanitaria, económica y social global de un nivel excepcional. Pocos acontecimientos históricos se le pueden comparar, al menos en los últimos decenios. Esta tragedia es, desde este momento, una dura prueba para toda la humanidad. Prueba en el doble sentido de la palabra: dolor, riesgo y peligro por una parte; test, evaluación, juicio de la otra. Lo que la pandemia pone a prueba es la capacidad de las organizaciones políticas y económicas para hacer frente a un problema global ligado a las interdependencias individuales, dicho de otro modo: que afecta a la vida social más elemental. Como una distopía que se hubiera convertido en realidad, lo que vivimos deja entrever lo que, junto con el cambio climático, espera a la humanidad en los próximos decenios si la estructura económica y política del mundo no cambia muy rápida y radicalmente.

¿Una respuesta estatal para una crisis global?

Primera observación: aquí y allá se toma como base la soberanía del Estado nacional para responder a la epidemia global, y esto de dos maneras más o menos complementarias y articuladas según los países: por un lado, para tomar medidas autoritarias de limitación de los contactos con la declaración del "Estado de urgencia" (declarado o no), como en Italia, España o Francia; por otra parte, se espera que el Estado proteja a los ciudadanos de la "importación" de un virus que viene del extranjero. Disciplina social y proteccionismo nacional serían los dos ejes prioritarios de la lucha contra la pandemia. Encontramos ahí las dos caras de la soberanía del Estado: dominio interno e independencia externa.

Segunda observación: se cuenta de igual modo con el Estado para ayudar a las empresas de todo tamaño para pasar la prueba, aportándoles la ayuda y las garantías de crédito de las que tuvieran necesidad para no quebrar y para conservar en cuanto sea posible su mano de obra. Mientras que ayer el Estado todavía oponía el respeto obsesivo de las exigencias presupuestarias y los límites de endeudamiento público a toda petición de aumentar los efectivos de los hospitales y el número de camas en los servicios de urgencia, ahora ya no tiene ningún escrúpulo en gastar sin límite para "salvar la economía" (whatever it takes). Los Estados parecen redescubrir hoy las virtudes de la intervención, al menos cuando se trata de sostener la actividad de las empresas privadas y de garantizar el sistema financiero[1].

Este brutal cambio de orientación, que no deberíamos confundir con el fin del neoliberalismo, plantea una cuestión central: ¿El recurso a las prerrogativas del Estado soberano, tanto en el interior como en el exterior, es apropiado para responder a una pandemia que afecta a las solidaridades sociales elementales?

Lo que hemos visto hasta el presente no deja de inquietar. La xenofobia institucional de los Estados se ha manifestado en el mismo momento en el que se tomaba conciencia de la peligrosidad letal del virus para la humanidad entera. Los Estados europeos han desarrollado sus primeras respuestas a la propagación del coronavirus de manera completamente dispersa. Muy rápido, la mayor parte de los países europeos, especialmente de Europa central, se han encerrado tras los muros administrativos del territorio nacional para proteger a las poblaciones del "virus extranjero". La lista de países que se han enclaustrado en primer lugar coincide significativamente con la de la xenofobia de Estado. Orban ha prendido la mecha: "Mantenemos una guerra en dos frentes, el de la inmigración y el del coronavirus, que están ligados porque se propagan los dos con los desplazamientos"[2].

Rápidamente ese tono se ha extendido a nivel europeo y mundial: cada uno de los Estados debe arreglárselas solo, para gran alegría de las extremas derechas europeas y mundiales. Lo más abyecto ha sido la ausencia de solidaridad con los países más afectados. El abandono de Italia a su suerte por parte de Francia y Alemania, que han llevado el egoísmo hasta el rechazo a enviarle material médico y máscaras de protección, ha tocado a muerto por una Europa construida sobre la base de la competencia generalizada entre países.

Soberanía estatal y elecciones estratégicas

El 11 de marzo, el director general de la OMS, Tedros Adhanom Ghebreyesus, declaraba que nos enfrentábamos a una pandemia y se inquietaba profundamente por la rapidez de la propagación del virus y por el "nivel alarmante de inacción" de los Estados. ¿Cómo explicar esta inacción? El análisis más convincente ha sido proporcionando por la experta en pandemias Suerie Moon, codirectora del Centro de Salud Global del Instituto de Altos Estudios Internacionales y del Desarrollo: "La crisis que atravesamos muestra la persistencia del principio de soberanía estatal en los asuntos mundiales (…). Nada sorprendente. La cooperación internacional ha sido siempre frágil, pero lo es mucho más desde hace cinco años con la elección de líderes políticos, especialmente en EEUU y en el Reino Unido, que aspiran a retirarse de la globalización (...) Sin la perspectiva global que proporciona la OMS, corremos hacia la catástrofe (...) Esta recuerda así a los líderes políticos y de la salud a lo largo del planeta que la aproximación global de la pandemia y la solidaridad son elementos esenciales que incitan a los ciudadanos a actuar de manera responsable"[3].

Por muy fundadas y justas que sean estas apreciaciones omiten recordar que la OMS, desde hace varios decenios, ha sido debilitada financieramente y dejada en manos de financiadores privados (el 80% de su financiación procede de donaciones privadas, empresas y fundaciones). A pesar de este debilitamiento, la OMS hubiera podido desde el principio servir de marco de cooperación en la lucha contra la pandemia, no solo porque sus informaciones eran fiables desde principios de enero, sino porque sus recomendaciones de control radical y precoz de la epidemia eran pertinentes. Para el director general de la OMS, la elección de abandonar el test sistemático y el trazado de contactos, que han dado buenos resultados en Corea o en Taiwan, ha constituido un error mayor que ha contribuido a expandir el virus en los demás países.

Tras este retraso hay elecciones estratégicas. Países como Corea del Sur han elegido el rastreo sistemático, el aislamiento de los portadores del virus y la "distancia social". Italia ha adoptado bastante pronto la estrategia del confinamiento absoluto para parar la epidemia, como habían hecho anteriormente en China. Otros países han esperado demasiado para reaccionar eligiendo una estrategia fatalista y cripto-darwiniana de "inmunidad colectiva" (herd immunity). La Gran Bretaña de Boris Johnson ha seguido, en un primer momento, la vía de la pasividad, mientras que otros, de manera más ambigua, han tardado en tomar medidas restrictivas, especialmente Francia y Alemania, por no hablar de EEUU.

Confiando en una "atenuación" o un "retraso" de la epidemia por aplanamiento de la curva de contagios, estos países han renunciado de facto a mantenerla bajo control desde el principio mediante el rastreo sistemático y el confinamiento general de la población, como había sido el caso en Wuhan y en la provincia de Hubei. Esta estrategia de inmunidad colectiva supone aceptar la contaminación de entre el 50 y el 80 % de la población, según las previsiones de dirigentes alemanes y del gobierno francés. Eso supone aceptar la muerte de centenares de miles, véase de millones de personas consideradas "más frágiles". La orientación de la OMS estaba por tanto clara: los Estados no debían abandonar el rastreo sistemático y el trazado de contactos de personas testadas positivas.

El "paternalismo libertario" en tiempos de epidemia

¿Por qué los Estados no han concedido sino una muy débil confianza a la OMS y sobre todo por qué no le han atribuido un papel central en la coordinación de las respuestas a la pandemia? En el plano económico, la epidemia en China ha paralizado a los poderes económicos y políticos, pues no se había visto jamás parar la producción y los intercambios a esta escala y hubiera implicado una crisis económica y financiera de una gravedad excepcional. Las dudas en Alemania, en Francia y todavía más en los EEUU se deben al hecho de que los gobiernos han elegido mantener la economía en marcha el mayor tiempo posible, o más exactamente a su voluntad de mantener el control sobre el arbitraje entre imperativos sanitarios e imperativos económicos en función de la situación constatada en el día a día, sin dejarse llevar por las previsiones más dramáticas que, sin embargo, les eran conocidas. Entre ellas las proyecciones catastróficas del Imperial College, según las cuales el dejar hacer implicaría millones de muertos y que han hecho bascular a los gobiernos entre el 12 y el 15 de marzo, es decir, ya muy tarde, hacia la solución del confinamiento generalizado[4].

Aquí interviene la muy nefasta influencia de la economía comportamental y de la teoría del nudge sobre la decisión políticanudge. Sabemos ahora que la nudge unit que aconseja al gobierno británico ha conseguido imponer la teoría de que los individuos demasiado constreñidos por medidas severas relajarían su disciplina en el momento en el que esta sería más necesaria al alcanzar el pico epidémico. Desde 2010, el enfoque económico de Richard Thaler, expuesto en su libro Nudge, ha considerado inspirar la "gobernanza eficiente" del Estado[5]. Esta consiste en incitar a los individuos, sin constreñirles, a tomar las decisiones correctas mediante estímulos, es decir, mediante influencias dulces, indirectas, agradables y opcionales, sobre un individuo que debe seguir siendo libre de sus elecciones. Este "paternalismo libertario" en materia de lucha contra la epidemia se ha traducido en dos orientaciones. Por una parte, el rechazo de la constricción sobre la conducta individual y la confianza en los "gestos barrera": mantenerse a distancia, lavarse las manos, aislarse si uno tose, y esto en el propio interés.

La apuesta de la incitación dulce y voluntaria era arriesgada, no se apoyaba sobre ningún dato científico que apoyara su pertinencia en situación epidémica. Ha conducido al fracaso que ya conocemos. Hay que recordar que esta ha sido también la elección de los responsables franceses hasta el sábado 14 de marzo. Macron, hasta ese momento, había rechazado tomar medidas de confinamiento pues, según decía el viernes 6 de marzo, "si tomamos medidas constrictivas no serán sostenibles durante mucho tiempo". A la salida del teatro donde fue ese mismo día con su esposa declaraba: "La vida continúa. No hay ninguna razón, excepto para las poblaciones frágiles, para modificar nuestros hábitos de salir". Tras estas propuestas que hoy parecen irresponsables, no se puede dejar de pensar que la opción paternalista libertaria era también una manera de diferir las medidas draconianas que iban a afectar necesariamente a la economía.

¿Soberanía del Estado o servicios públicos?

El fracaso del paternalismo libertario ha conducido a las autoridades políticas a un giro impresionante, pero que se comenzaba a percibir desde la primera alocución presidencial del 12 de marzo, con la llamada a la unidad nacional, a la unión sagrada, a la "fuerza de alma" del pueblo francés. La segunda alocución de Macron, del 16 de marzo, ha sido todavía más explícita en la elección de la postura y de la retórica marciales: es el momento de la movilización general, de la "abnegación patriota" puesto que "estamos en guerra". Ahora la figura del Estado soberano se manifiesta de la manera más extrema pero también más clásica, la de la espada que va a golpear a un enemigo "que está ahí invisible, inaprensible, acercándose".

Pero había otra dimensión en su alocución del 12 de marzo que no ha dejado de sorprender. Macron, de golpe y casi milagrosamente, se ha convertido en defensor del Estado providencia y de la sanidad pública, llegando incluso a afirmar la imposibilidad de reducir todo a la lógica del mercado. Muchos comentaristas y políticos, algunos de ellos de izquierda, se han apresurado a saludar en esta toma de posición un reconocimiento de la función irremplazable de los servicios públicos. Habría allí una forma de reacción diferida a la interpelación a la que había dado lugar su visita a la Pitié Salpêtrière el 27 de febrero pasado: Macron habría terminado por aportar una respuesta positiva, al menos en principio, al profesor de neurología que reclamaba del presidente un "golpe de atracción" en favor de los hospitales. Resulta evidente que los anuncios hechos en esta ocasión constituyen un trampantojo y no ponen en cuestión las políticas neoliberales seguidas metódicamente desde hace años[6]. Hay más.

En el curso de esta misma conferencia, el presidente ha reconocido que "delegar nuestra alimentación, nuestra protección, nuestra capacidad de soñar, nuestro modo de vida a otros" era una "locura" y que era necesario "retomar el control". Esta invocación de la soberanía del Estado nación ha sido saludada desde diferentes partes, incluidos los neofascistas del RN. La defensa de los servicios públicos se confundiría así con la de las prerrogativas del Estado: sustraer la sanidad pública a la lógica del mercado pondría de manifiesto un acto de soberanía que vendría a corregir las demasiado numerosas delegaciones consentidas en el pasado a la Unión Europea. Pero, ¿es tan evidente que la noción de servicios públicos está vinculada a la de la soberanía del Estado como si la primera estuviera fundada sobre la segunda y las dos nociones fueran indisociables la una de la otra? La cuestión merece un examen tanto más serio cuanto que se trata de un argumento central de los partidarios de la soberanía del Estado.

Comencemos por la cuestión de la naturaleza de la soberanía del Estado. Soberanía significa propiamente "superioridad" (del latín "superanus") pero, ¿con respecto a qué? Con respecto a las leyes y obligaciones de todo tipo que son susceptibles de limitar la potencia del Estado, tanto en sus relaciones con otros Estados como con sus propios ciudadanos. El Estado soberano se coloca por encima de compromisos y obligaciones que es libre de contraer y de revocar a su gusto. Pero el Estado, considerado como persona pública, no puede actuar más que mediante sus representantes que encarnan la continuidad más allá de la duración del ejercicio de sus funciones. La superioridad del Estado significa por consiguiente en los hechos la superioridad de sus representantes con respecto a las leyes, obligaciones y compromisos que pueden ligarle de manera duradera. Y es esta superioridad la que es elevada a rango de principio por todos los soberanistas. Sin embargo, por desagradable que esta verdad sea a sus oídos, este principio vale independientemente de la orientación política de los gobernantes. Lo esencial es que estos actúen en calidad de representantes del Estado, independientemente de la idea que se hagan de la soberanía del Estado.

Las delegaciones consentidas sucesivamente por los representantes del Estado francés en favor de la UE lo han sido soberanamente, de tal modo que la construcción de la UE ha sido efecto de la ejecución del principio de soberanía del Estado. De la misma manera, el hecho de que el Estado francés, como tantos otros Estados en Europa, se haya sustraído a sus obligaciones internacionales en materia de defensa de los derechos humanos muestra una lógica de soberanía: la declaración de los defensores de los derechos humanos obliga a los Estados a crear un ambiente sano y protector para estos defensores, pero las leyes y las prácticas de los Estado signatarios, particularmente las de Francia en la frontera que comparte con Italia, violan estas obligaciones internacionales. Lo mismo puede decirse a propósito de las obligaciones climáticas de las que se emancipan alegremente los Estados en función de sus intereses del momento. En materia de derecho público interno, el Estado tampoco es superado. Así, para atenernos al caso francés, los derechos de los amerindios de Guyana son denegados en nombre del principio de la "República una e indivisible", expresión que nos reenvía de nuevo a la sacrosanta soberanía del Estado. En definitiva, esta última es la coartada que permite a los representantes del Estado eximirse de toda obligación que legitime un control por parte de los ciudadanos.

Guardemos este punto en la memoria, nos va a ayudar a explicitar el carácter público de los servicios llamados

. Aquí debe retener toda nuestra atención el sentido de la palabra 'público'. No se advierte a menudo el hecho de que, en esta expresión,

es absolutamente irreductible a "estatal". Pues el publicum aquí señalado reenvía no únicamente a la administración estatal, sino a toda la colectividad en tanto está constituida por el conjunto de los ciudadanos: los servicios públicos no son los servicios del Estado en el sentido en que el Estado pudiera disponer de ellos a su antojo, no son tampoco una proyección del Estado, son públicos en el sentido en que están "al servicio del público". Manifiestan en este sentido una obligación positiva del Estado hacia sus ciudadanos. Dicho de otro modo, son debidos por el Estado y los gobernantes a los gobernados, lejos de ser un favor que haría el Estado a los gobernados, como la fórmula de "Estado de providencia", polémica por su inspiración liberal, da a entender. El jurista Leon Duguit, gran teórico de los servicios públicos, lo subrayaba a comienzos del siglo XX: lo que constituye el fundamento de lo que denominamos servicios públicos es la primacía de los deberes de los gobernantes respecto de los gobernados[7]. A sus ojos, los servicios públicos constituyen, no una manifestación de la potencia del Estado, sino un límite del poder gubernamental. Son aquello por lo cual los gobernantes son servidores de los gobernados. Las obligaciones que se imponen a los gobernantes, se imponen igualmente a los agentes de los gobernantes. Por ello los servicios públicos recogen el principio de solidaridad social

úblico>úblicos> Esta concepción de los servicios públicos ha sido reprimida ciertamente por la ficción de la soberanía estatal. Pero, sin embargo, sigue haciéndose oír a través de la relación muy fuerte que los ciudadanos mantienen con lo que consideran un derecho fundamental. El derecho de los ciudadanos a los servicios públicos es la estricta contrapartida del deber de servicios públicos que incumben a los representantes del Estado. Esto explica que los ciudadanos de diversos países europeos afectados por la crisis hayan manifestado de formas diversas su vinculación con los servicios comprometidos en el combate cotidiano contra el coronavirus: los ciudadanos de numerosas ciudades españolas han aplaudido desde sus balcones a los servicios sanitarios, independientemente de cuál sea su posición respecto al Estado unitario centralizado. Ambas cosas deben ser cuidadosamente separadas. El vínculo de los ciudadanos con los servicios públicos, en especial con los servicios hospitalarios, no es en absoluto una adhesión a la autoridad o a la potencia pública bajo sus diferentes formas, sino un vínculo con los servicios que tienen por finalidad esencial atender las necesidades del público. Lejos de manifestar un repliegue identitario sobre la nación, este vínculo testimonia un sentido de lo universal que atraviesa las fronteras y nos vuelve sensibles a las pruebas vividas por nuestros "conciudadanos en la pandemia", sean italianos, españoles, europeos o no.

La urgencia de los comunes mundiales

No podemos dar crédito a la promesa de Macron de que él sería el primero en cuestionar "nuestro modelo de desarrollo" tras la crisis. Se puede pensar legítimamente que drásticas medidas en materia económica repetirán las de 2008 y plantearán un "regreso a la normalidad", es decir, la destrucción del planeta y la desnivelación creciente de las condiciones sociales. Más bien debemos temer desde este momento que la enorme factura para "salvar la economía" sea de nuevo presentada a los asalariados y a los contribuyentes más modestos. Sin embargo, en favor de esta prueba, algo ha cambiado que hace que ya nada pueda volver a ser como antes. El soberanismo de Estado, por su reflejo securitario y su tropismo xenófobo, ha dado prueba de su fracaso. Lejos de contener al capital global, organiza la acción exacerbando la competencia.

Por otro lado, dos cosas se han mostrado a millares de personas. Por una parte, el lugar de los servicios públicos como instituciones del común capaces de plasmar la solidaridad vital entre humanossolidaridad vital. Por otro lado, la necesidad política más urgente de la humanidad, la institución de los comunes mundiales. Puesto que los riesgos mayores son globales, la ayuda mutua debe ser mundial, las políticas deben estar coordinadas, los medios y los conocimientos deben ser compartidos, la cooperación debe ser la regla absoluta. Salud, clima, economía, educación, cultura, no deben ser ya consideradas como propiedades privadas o bienes de Estado: deben ser consideradas como comunes mundiales y ser instituidos políticamente como tales. Una cosa está, por otro lado, clara: la salvación no vendrá de arriba. Solo insurrecciones, levantamientos y coaliciones transnacionales de ciudadanos pueden imponerlo a los Estados y al capital.

Christian Laval y Pierre Dardot son autores de obras de referencia en el análisis de la sociedad contemporánea. Entre ellas hay que destacar La nueva razón del mundo (Gedisa, 2013), La pesadilla que no acaba nunca (Gedisa, 2017) y Común. Ensayo sobre la revolución en el siglo XXI (Gedisa, 2015).

Traducción: Juan Manuel Aragüés Estragés, profesor de Filosofía en la Universidad de ZaragozaJuan Manuel Aragüés Estragés

Notas a pie de página: 

[1] Uno de los planes más ambiciosos es, a día de hoy, el de Alemania, que rompe brutalmente con los dogmas ordoliberales en vigor desde la RFA.

[2] Cité dans Nelly Didelot, "Coronavirus : les fermetures de frontière se multiplient en Europe", Libération, 14 mars 2020.

[3] Entretien avec Suerie Moon : "Avec le coronavirus, les Etats-Unis courent au désastre", Le Temps, 12 mars 2020.

[4] Cf. Hervé Morin, Paul Benkimoun et Chloé Hecketsweile, "Coronavirus : des modélisations montrent que l’endiguement du virus prendra plusieurs mois", Le Monde, 17 mars 2020.

[5] Richard H. Thaler et Cass R. Sunstein, Nudge: Improving Decisions about Health, Wealth, and Happiness, Yale University Press, 2008. Cf. aussi Tony Yates, "Why is the government relying on nudge theory to fight coronavirus?". 13 mars 2020.

El 'caso Cummings' ilustra la dependencia política de Boris Johnson

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[6] Cf. Ellen Salvi, " Emmanuel Macron annonce une "rupture" en trompe-l’œil ", Mediapart, 13 mars 2020.

[7] Léon Duguit, Souveraineté et liberté, Leçons faites de l’Université de Columbia (New-York), 1920-1021, Felix Alcan, 1922, Onzième Leçon, p. 164.

Aquí se puede leer la versión en francés.  

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