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Macron, el presidente destituido

Emmanuel Macron, en una imagen de archivo.

Edwy Plenel

Ante la Asamblea Nacional el martes 28 de abril, Édouard Philippe no dudó en evocar "la virtud", "esta antigua cualidad que combina rectitud, honestidad y coraje". Fue al final de su discurso de presentación de "la estrategia nacional de desconfinamiento", cuando el primer ministro trataba de salvar la imagen de un Estado en decadencia bajo el impacto de decisiones contradictorias, incoherentes e irresponsables de su supuesto líder, el presidente de la República (lea el artículo de Ellen Salvi, en francés).

Un sorprendente discurso cuyas precauciones y prudencia, incluso humildad –en particular sobre la "escasez de mascarillas", finalmente reconocida–, contrastaban con las disposiciones categóricas, grandilocuentes y paternalistas de las tres intervenciones presidenciales ante la pandemia del covid-19. Pero, por muy lúcido que esté –en secreto– sobre el desorden sembrado por el jefe de Estado en esta prueba, el primer ministro permanece atrapado en un sistema institucional donde toda decisión procede de una sola persona mientras el destino de todo un pueblo está en juego.

Puede que haya alabado la representación nacional, el debate y la consulta, pero el resultado, desastroso, está ahí: una estrategia decidida una vez más desde arriba, sin publicidad ni debate previos, sobre la que los diputados tuvieron que votar al mismo tiempo que conocían su contenido (lea el artículo de Manuel Jardinaud), mientras que las autoridades y comunidades locales, los sindicatos y las asociaciones, en resumen todos aquellos que actúan sobre el terreno, fueron simplemente invitados a completar a posteriori los detalles de su aplicación (vea nuestra entrevista con el ex director general de salud (DGS) William Dab). 

En definitiva, el presidente decide, y el país debe seguirle. Así es como se organizan las derrotas, aquellas cuyos principales responsables son generales vanidosos, obsesionados con su gloria, indiferentes a la moral de las tropas y despreocupados por la intendencia. Contrariamente a las baladronadas iniciales de Emmanuel Macron, no estamos en guerra, pues en esta lucha contra un virus desconocido, no tenemos otro enemigo que nosotros mismos: nuestra falta de preparación, nuestra ceguera, nuestra ignorancia.

Pero, en revancha, ya estamos asistiendo a una derrota en plena campaña, la derrota del antiquísimo mundo que encarna esta presidencia: un mundo de personas supuestamente idóneas que de pronto resultan ser ignorantes y de supuestos ganadores que de pronto descubren la solidaridad; un mundo de una élite autoproclamada y reivindicada que, incluso cuando la crisis llama a la empatía, disimula mal su desprecio por un pueblo al que no deja de amonestar, infantilizar o reprimir. 

Al final de La extraña derrota, Marc Bloch también invocó la virtud, esta enseñanza de la Revolución y, subrayó, el poder de un Estado popular. En este "examen de conciencia de un francés", escrito en el verano de 1940 bajo el choque de la debacle y la renuncia, el gran historiador y futuro mártir, como todos nosotros confinado, imagina el mundo posterior donde "el gran deber será reconstruir una nueva Francia". Ahora, para las generaciones que tendrán esta carga, su recomendación es inapelable: "Les rogamos que eviten la sequía de los regímenes que, por rencor u orgullo, pretenden dominar a las multitudes, sin instruirlas ni comunicarse con ellas. Nuestro pueblo merece que se confíe en él y que forme parte de la confidencia".

En esta crisis sanitaria, hemos experimentado todo lo contrario: un poder que mantiene a su pueblo receloso y a distancia; un poder que, desde enero, le ha mentido descaradamente hasta ponerle en peligro; un poder que le culpa de cualquier vergüenza –si se arriesgan a morir, es porque son desobedientes (el prefecto de Policía); si el desconfinamiento es un fracaso, será por su indisciplina (el ministro de Sanidad). Mediapart ha documentado sistemáticamente esta incoherencia generalizada, que ha sembrado la desconfianza cuando se debería haber movilizado la confianza, calificándola de impericia, vieja palabra que designa la falta de aptitud en el ejercicio de una profesión.

Es poco decir que esta presidencia no ha estado a la altura de la profesión que reivindica, ese poder en primera persona del que todo se origina y todo depende. Primero fue el escándalo de las mascarillas (lea las primeras revelaciones de Yann Philippin, Antton Rouget y Marine Turchi): existencias estratégicas dilapidadas, industrias no requisadas, fábulas irresponsables sobre su inutilidad, hasta la máxima indecencia protagonizada por la venta masiva que ahora se concede a la gran distribución privada, cuando deberían ser proporcionadas gratuitamente y en gran parte por el poder público (lea nuestro dosier aquí y nuestras últimas revelaciones aquí).

La lógica contable que llevó a este desarme sanitario es también la que organizó la escasez en los hospitales –no sólo de mascarillas sino también de camas, batas, test, medicamentos, respiradores...– que el personal médico tuvo que superar, haciendo aún más admirable su movilización. "No hay dinero mágico", respondió con desdén Emmanuel Macron hace dos años, el 6 de abril de 2018, a una auxiliar de enfermería del Hospital Universitario de Rouen, que relataba esta realidad, cuya factura es hoy dolorosa: "Todos los días hay supresión de camas en los servicios, cierres de servicios por falta de personal. Necesitamos recursos, necesitamos personal". 

Así, estamos pagando el precio de su improvisación. De su irresponsabilidad también. La cronología es implacable (lea el artículo de François Bonnet, en francés): en enero y febrero, haciendo caso omiso de las advertencias de la Organización Mundial de la Salud, esta presidencia permaneció atascada en su agenda política, cegada por sus obsesiones ideológicas hasta el punto de no activar a tiempo las medidas de protección necesarias. 

Un consejero de Sanidad del Elíseo que abandona su puesto a finales de enero por motivos personales sin ser reemplazado; visados aún autorizados con China cuando todos los demás países del espacio Schengen los suspendieron el 1 de febrero; una ministra de Sanidad que abandona su cartera a mediados de febrero para ocuparse de su campaña electoral a la alcaldía de París; un primer Consejo de Ministros sobre la epidemia el 29 de febrero, cuya principal medida fue la puesta en marcha del autoritario artículo 49-3 para imponer la reforma de las pensiones sin debate; una inquietud prioritaria por los beneficios, la productividad y el crecimiento, cuando la pandemia mundial iba a demostrar su vanidad, paralizando la economía mundial; sin olvidar la primera vuelta de las elecciones municipales celebrada a toda costa cuando el país estaba llamado a confinarse...

La incoherencia continuó con el anuncio unilateral, por el propio presidente de la República, y sólo él, de un desconfinamiento a partir del 11 de mayo, incluyendo el regreso general a las escuelas, colegios y liceos, pero no a las universidades. Esta decisión, que se tomó sin consultar a los más interesados –rectores, inspectores de academias, directores de escuelas, consejos municipales, departamentales y regionales, etc.– era impracticable, ya que ignoraba la diversidad de la epidemia y las realidades educativas, fue un factor de desorden y confusión (lea el análisis de Ellen Salvi). 

Como lo demuestran los vaivenes regulares de la ministra de Empleo o de la secretaria de Estado de Economía, una queriendo forzar la vuelta a la producción (sobre Muriel Pénicaud, leer aquí), otra defendiendo el imperativo del beneficio (sobre Agnès Pannier-Runacher, leer aquí), la obsesión económica es la brújula de esta presidencia, mucho más que la preocupación por los estudiantes, sobre todo por los más desfavorecidos. En efecto, el Consejo Científico ad hoc, aunque creado y elegido únicamente por la buena voluntad del presidente en detrimento de las estructuras existentes (Consejo Superior de Salud Pública; Salud Pública Francia), ha dado a conocer su oposición al regreso a las clases antes de septiembre. Un Consejo que el Elíseo reivindicaba hasta ahora como experto, asegurando fiarse de sus recomendaciones.

Sin embargo, este Consejo, que no ha sido escuchado, no puede ser acusado de indiferencia sobre la cuestión de las desigualdades frente a la pandemia, una realidad que sus informes documentan con insistencia dado que, además de dos especialistas en ciencias sociales –un antropólogo y un sociólogo–, la ONG ATD Cuarto Mundo está representada en él. Pero aún hay más evidencias para demostrar hasta qué punto este presidente, lejos de los revuelos narcisistas en los que dice "reinventarse", no ha cambiado nada en su forma de ser y actuar.

Bajo el impulso de los activistas de la salud pública (lea su carta abierta, en francés), formados en la lucha contra otras pandemias –en particular el VIH–, el Consejo Científico, a través de la voz de su presidente, pidió "la inclusión y participación de la sociedad en la respuesta al covid-19". Con fecha del 14 de abril y titulada "una emergencia social", esta nota es una requisición contra el verticalismo y centralismo macronista. 

Abogando por una "democracia sanitaria", se alarma por "el aumento de las críticas" frente a una "gestión de la emergencia sanitaria, centralizada en torno a un Consejo Científico nombrado por el Gobierno y creado sobre una base ad hoc". Subraya que "el poder político conserva un control bastante fuerte sobre la selección de las organizaciones y los individuos que se supone deben 'esclarecer' la toma de decisiones públicas". Por último, con la perspectiva de "poner fin a la crisis", advierte que "la exclusión de las organizaciones de la sociedad civil puede abrir fácilmente el camino a la crítica de una gestión autoritaria desconectada de la vida de las personas".

Sin embargo, no sólo su propuesta de un Comité de Enlace con la Sociedad cayó en saco roto, sino que, a diferencia de otras notas de trabajo del Consejo Científico, este texto nunca fue hecho público por las autoridades (los informes del Consejo están disponibles online aquí). Si Mediapart no lo hubiera encontrado y publicado, nunca se habría hecho público (lea el artículo de Caroline Coq-Chodorge y su investigación sobre el desconfinamiento, en francés). "Confianza para mantener la confianza": estas son las últimas palabras del informe nº6 del Consejo Científico, del 20 de abril, sobre la eliminación gradual del confinamiento, como si se tratase del eco de esta nota sin efecto que hacía "propuestas para mantener la confianza".

El fracaso de un Estado que se desarmó a sí mismo

La confianza no puede provenir de un poder que, tanto en esta crisis como en los tres años que la precedieron, nunca ha dejado de desconfiar de la sociedad. "¿Pero quién es la sociedad? ¡No existe!", lanzó Margaret Thatcher en 1987 –en una entrevista con la revista Woman's Own–, esta misma primera ministra británica cuyo categórico "No hay alternativa" resumía la violencia de su ofensiva neoliberal contra su propia sociedad. Bajo el efecto de la crisis sanitaria, el macronismo se revela en su cruda verdad: un avatar tardío del thatcherismo, incapaz de elevarse por encima de sí mismo para servir al interés general, excepto en las ocasionales actuaciones televisivas, donde sus roles de composición teatral suenan vacíos y huecos, tanto como son exagerados.

A través de su fracaso, todo un mundo se derrumba: este grupo social que mezcla la nobleza estatal y la burguesía empresarial, del que es el producto y la encarnación. Al creerse por encima del pueblo, al equiparar sus intereses privados con el bien público, al favorecer la competencia frente a la solidaridad, se muestra incapaz de proteger a la sociedad cuando ésta se ve asaltada por una prueba que le concierne en su conjunto, sin distinguir entre sus víctimas. En La extraña derrota, Marc Bloch señala la responsabilidad de este grupo social que "se siente o cree pertenecer a una clase destinada a desempeñar un papel principal en la nación" pero que no conoce a su propio pueblo, desconfía hasta el punto de temerlo, prefiriendo condenarlo antes que comprenderlo. 

El mismo poder que mostró su gran temor al movimiento de los chalecos amarillos, hasta el punto de asumir una represión de una violencia sin precedentes en tiempos de paz, no puede esperar unir a la sociedad a su causa ante la pandemia. La pizarra mágica con la que trata de borrar sus viejas torpezas no funciona. Cuando Emmanuel Macron recuerda repentinamente que el 1º de mayo es el Día Internacional de los Trabajadores, todos recordamos el 1º de mayo de 2018 -la violencia de su protegido Alexandre Benalla contra los manifestantes- y el 1º de mayo de 2019 -los manifestantes que se refugiaron delante del Hospital de la Pitié bajo un diluvio de gases lacrimógenos, y que luego fueron calumniados por una mentira ministerial (leer el artículo de Ellen Salvi, en francés).

Demasiada impostura, demasiadas mentiras, demasiada falsedad. Incluso con la mejor voluntad del mundo, ya no podemos creerlo. Lo peor es que, en este lapso de acción y palabras presidenciales, Emmanuel Macron arrastra al propio Estado a la decadencia, sembrando la confusión y socavando su credibilidad. El diccionario de la Academia Francesa equipara la impericia con "la ignorancia de lo que se debe saber en la profesión" e ilustra el término con esta cita: "La impericia de ciertos funcionarios desfavorece al funcionariado a los ojos de la opinión pública". En este caso, la impericia de esta presidencia ha desgastado la credibilidad de todo el poder público. 

Porque es como si el Estado se hubiera vuelto amnésico, olvidadizo de su propia historia. Los planes para hacer frente a una pandemia de gripe, en forma de un nuevo virus contra el que nadie es inmune, fueron sin embargo establecidos, meticulosamente elaborados, disponibles durante una década (leer la entrevista de François Bonnet con Didier Torny, en francés). En tal informe del Consejo Nacional Consultivo de Ética de febrero de 2009, se afirma incluso que « el plan de Francia es uno de los más exitosos », añadiendo que "la información de la población francesa sobre la existencia y el contenido de este plan es casi nula". Por lo tanto, tenemos que creer que esta ignorancia terminó llegando a la cima del Estado.

Hace tan sólo un año, en mayo de 2019, otro informe de Salud Pública de Francia (puede consultarlo aquí) sobre "la constitución de una reserva de contramedidas médicas frente a una pandemia de gripe" subrayaba hasta qué punto la constitución de esas reservas estratégicas nacionales, las mismas que tan cruelmente faltaban –en particular las mascarillas– "no puede considerarse un gasto indebido". Rechazando la miopía de la lógica contable, afirmaba que "debe considerarse como el pago de un seguro que deseamos, a pesar del gasto, no tener que utilizar nunca".

Somos los espectadores indefensos de la derrota de un Estado que se ha desarmado a sí mismo. Una derrota que continúa con sus dificultades para reconstituir las reservas de mascarillas necesarias (lea nuestra investigación aquí), para producir masivamente los test que permitirían no seguir luchando contra la epidemia a ciegas (lea la investigación de Lucie Delaporte), para impulsar la investigación francesa sobre vacunas en la competencia internacional (lea la investigación de Rozenn Le Saint). Bajo el reinado del "primero de la cuerda", la cadena de solidaridad se rompió hasta el punto de que el Estado terminó por desaprender lo esencial de sus conocimientos en materia de salud: los fundamentos de una política general de salud pública, al servicio del mayor número posible de personas (lea la entrevista de Joseph Confavreux con Didier Sicard). 

Pero también somos sus víctimas, teniendo que soportar el peso de su deserción, a través del confinamiento que se nos impone en la catástrofe, o, en el peor de los casos, teniendo que pagar el precio a través de la enfermedad, como el personal médico contaminado por el virus hasta el punto de perder la vida (lea sus retratos aquí). Por eso tendrá que intervenir la justicia, estableciendo responsabilidades y exigiendo que los responsables rindan cuentas. Para ello se ha creado una página web (que puede consultar aquí) que propone la presentación de denuncias contra X con ayuda de dossiers pre-completos, en particular por « abstención voluntaria de tomar medidas para combatir un siniestro ».

"A pesar de las advertencias de las autoridades sanitarias internacionales, el Estado francés no puso en marcha a tiempo las medidas necesarias para proteger a las personas en su territorio –dice–. Las medidas adoptadas recientemente son tardías, insuficientes e incoherentes. Como resultado de ello, muchas personas, incluido el personal médico, han estado y siguen estando expuestas a riesgos sanitarios, han enfermado o han muerto". Hasta la fecha, cerca de 170.000 denuncias han sido descargadas desde el 24 de marzo.  

Judicialmente, es poco probable que dichas denuncias salpiquen al primero de los responsables: el propio jefe de Estado. El sometimiento, por medio de las mayorías denominadas "presidenciales", del poder legislativo al poder ejecutivo hace improbable que sea impugnado a través del artículo 68 de la Constitución, que organiza el procedimiento de destitución del presidente de la República "en caso de incumplimiento de sus deberes manifiestamente incompatibles con el ejercicio de su mandato.

Sin embargo, si hay una lección política de esta crisis en Francia, es la necesidad de eliminar este arcaico presidencialismo que, lejos de protegernos y unirnos, nos debilita y divide. A escala de la humanidad, la pandemia del Covid-19 acarrea desafíos y enigmas sin fronteras, médicos, éticos, ecológicos, sociales y económicos al mismo tiempo. Pero para los estándares franceses, ya ha puesto de relieve la autonomía de la cuestión democrática, esta debilidad intrínseca de nuestra vida pública que nos ha desarmado, mientras que otros países, desde Alemania a Portugal, Corea del Sur y Taiwán, han sido capaces de hacer frente de mejor manera.

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Y, si no lo detenemos, la catástrofe continuará. Mientras tanto, a través de un portavoz que se ha convertido en ministro de la verdad después de haber mentido tanto, este poder presidencial pretende arreglárselas entre la buena y la mala información (lea la protesta conjunta de más de treinta redacciones sobre la selección de artículos ofrecida por el Gobierno para mantenerse informado sobre la pandemia, una selección destinada a evitar, según las autoridades, la desinformación), cómo no recordar así la última advertencia de Marc Bloch sobre la profesión que ejercemos aquí, el periodismo: 

"Como nación, ¿no nos hemos acostumbrado demasiado a conformarnos con conocimientos incompletos e ideas poco lucidas? Nuestro sistema de gobierno se basaba en la participación de las masas. Pues, a este pueblo, al que se le entregaba así su propio destino y que no era, creo, incompetente, en sí mismo, para elegir los caminos correctos, ¿qué hemos hecho para proporcionarle este mínimo de información neta y segura, sin la cual no es posible una conducta racional? Nada en verdad. Esta fue, ciertamente, la gran debilidad de nuestro sistema, pretendidamente democrático, tal es pues, el peor crimen de nuestros pretendidos demócratas".

Versión y edición española : Irene Casado Sánchez.Texto original en francés:Irene Casado Sánchez.

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