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La crisis económica violenta, estructural y profunda que se nos avecina

Una larga cola de personas esperan para recoger comida en la parroquia de Santa Anna de Barcelona.

Romaric Godin (Mediapart)

La crisis económica nacida del confinamiento casi mundial por la pandemia del covid-19 es única por más de una razón. Es una crisis surgida por una decisión política (sin que se sepa por lo demás si la ausencia de confinamiento hubiera tenido menores consecuencias), de una violencia inaudita y que va a modificar por mucho tiempo la estructura y funcionamiento del capitalismo contemporáneo. Esta mutación tendrá, como es siempre el caso cuando el capitalismo “se adapta”, unas consecuencias sociales, y sin duda políticas, considerables.

La primera etapa será violenta incluso con la mutación de crisis sanitaria a crisis económica. El crecimiento continuo del capital es un fenómeno necesario para la economía capitalista y supone por lo tanto la imposibilidad de una parada del ciclo de valorización de la producción a través del intercambio de mercancías. No obstante, es posible una suspensión. Es lo que ocurre, en tiempos normales, cada fin de semana: las fábricas cierran al igual que muchos comercios, pero lo que no se ha producido y consumido se hace durante el resto de la semana. El proceso productivo normalmente se conforma (aunque desde la entrada en la era neoliberal hay presión para que esa suspensión sea lo más limitada posible).

Como subrayaba el economista Richard Baldwin a primeros de marzo, es la lógica del “fin de semana prolongado” la que ha marcado la decisión del confinamiento y de las políticas económicas de apoyo a los salarios durante dicho confinamiento. Se pensaba que se podría suspender la economía mercantil mientras se controlaba la epidemia y, luego, una vez que la situación sanitaria recobrara la normalidad, todo volvería a su sitio. Como los salarios se habrían salvado, los agentes consumirían lo que no habían podido consumir durante el confinamiento de la misma forma que se hacen durante la semana las compras que no hacemos los domingos. Las empresas podrían pues recuperar sus beneficios atrasados y, para responder a la demanda, investirían más para mejorar la productividad. El ciclo del capital volvería a funcionar como si no hubiera pasado nada.

Esta visión revela una cierta ingenuidad. La duración del confinamiento es demasiado larga y excepcional para poderla asimilar a un simple fin de semana. La producción normalmente se organiza para responder a los festivos y a los fines de semana. Es una parada que se gestiona repartiendo la producción de los días de descanso con los días de trabajo, días regulados y previsibles. Pero el confinamiento llegó de repente, en pocos días, y ha durado mucho más tiempo. Ahora bien, cuanto más largo es el parón del circuito económico, más importantes son las consecuencias sobre la rentabilidad: hay que pagar facturas, alquileres y vencimientos de créditos. Esos gastos fijos han sido a veces suspendidos o pagados por el Estado (como los salarios y las cotizaciones sociales) pero no todos y algunas de esas facturas llegarán más tarde para recortar los ingresos futuros.

Por otra parte, el lucro cesante registrado por el sector privado durante el confinamiento no podrá recuperarse íntegramente, ya que una parte de los gastos no pueden transferirse a futuro. No es seguro que los que no hayan podido ir al restaurante durante tres meses lo harán en cuanto puedan y las veces suficientes para compensar las pérdidas de ingresos. Veremos que, por parte de la demanda, la dinámica no es necesariamente la recuperación.

Al contrario que después de un fin de semana, en que se reanuda inmediatamente la actividad “normal”, el desconfinamiento es un proceso, no una fecha. Se trata de varias fechas de apertura consecutivas en función de los sectores y los países (a veces regiones) con imposiciones nuevas. Así, en Francia, una parte del sistema escolar no ha vuelto a abrir, obligando a los empleados a quedarse en casa. Se sabe que algunos sectores, como la restauración o la cultura, siguen aún con los locales cerrados. Para mucha gente es complicada la reorganización de la producción a falta de una fecha clara de reanudación de la actividad. Eso sin contar que siempre es de temer una nueva ola de la epidemia, a más o menos corto plazo, con además la posibilidad de un nuevo confinamiento.

En esas condiciones, cualquier reorganización de la empresa, que conlleva un sobrecoste, estará expuesta al riesgo de un nuevo parón. Se verán por lo tanto forzadas a limitar los compromisos de gastos a más o menos largo plazo y por tanto las inversiones. Según un estudio del INSEE (Instituto Nacional de Estadística y de Estudios Económicos), los empresarios preveían una ralentización de sus inversiones en todos los sectores de la industria manufacturera con un pesimismo cercano al de 2008-2009. Porque es precisamente así como una crisis de la oferta se convierte en una crisis de la demanda. Al consumir menos bienes y servicios, las empresas reducen el empleo global y por lo tanto la demanda.

Pero la crisis actual es también una crisis de la demanda. Si la hipótesis del “gran fin de semana” ha fallado es también porque las familias no van a gastar sus ahorros forzados, estimados por la OFCE (Observatorio Francés de Coyunturas Económicas) en 55.000 millones de euros (y en más de 80.000 según otros) para compensar los dos meses de confinamiento. Es verdad que una gran parte de sus ingresos han podido, en algunos casos, ser garantizados por el Estado, pero las familias, igual que las empresas, están inmersas en una incertidumbre total. Nada garantiza que, si hay un nuevo confinamiento, todo va a transcurrir de la misma forma. Los que están en paro parcial han visto en muchos casos disminuidos sus ingresos y se sienten empobrecidos. Todos ven cómo las empresas ajustan sus costes y cómo aumentan los planes sociales. Temen por sus empleos y eso les mueve a ahorrar por precaución.

Sólo en marzo, los ingresos en las libretas de ahorro y cuentas corrientes crecíeron en 20.000 millones de euros y Bruno Le Maire (ministro francés de Economía) quedó sorprendido. Pero la calamitosa gestión de la crisis y la persistente amenaza de la enfermedad no animan a tomar riesgos ni a gastarse los ahorros en consumos diversos. Se entiende el porqué del nerviosismo del ministro de Economía y Finanzas, pues se ha puesto en jaque su estrategia de “volver a funcionar como antes”. Porque si la demanda sigue siendo débil, las empresas tendrán que ajustar sus efectivos al nivel de esa demanda y realizar despidos, lo que deprimirá a su vez la demanda...

La situación es por lo tanto seria. Estos dos meses de parón de la economía mercantil se han transformado de forma natural en una crisis económica de envergadura puesto que los gobiernos –empezando por el francés– han dejado que actúen los mecanismos capitalistas. La crisis sanitaria ha llevado a la doble crisis de la oferta y la demanda y la primera se ha transformado rápidamente en la segunda. Es una situación preocupante por su magnitud y porque podría durar mucho tiempo. Además, a pesar de la recuperación natural de una parte de la actividad después del confinamiento, la economía podría verse obstaculizada por el impacto de las medidas de disminución de efectivos para recuperar los márgenes y adaptar la producción al nuevo nivel de la demanda.

Globalmente, el PIB es una nueva medida para tomar conciencia de la magnitud de la crisis. En una entrevista concedida el año pasado a Mediapart, Éloi Laurent, uno de los críticos más feroces del PIB como indicador del bienestar, reconocía que su invención por Simon Kuznet en 1931 tenía la función de “medir una crisis global con un indicador global”, y consideraba al PIB ante todo como “un indicador de crisis”. Este indicador permite efectivamente tomar conciencia de la pérdida de flujos de valor añadido creados por la economía y por consiguiente de la magnitud de los ajustes necesarios para compensarla.

En Francia, se estima que la compresión del PIB francés en 2020 se situará entre el 8 y el 10%, lo que constituye un hecho casi único en tiempos de paz. Ciertamente, la misa no está totalmente dicha y habrá que observar si las perspectivas se muestran claras más rápidamente de lo previsto. Eso dependerá mucho de la evolución de la enfermedad pero, por el momento, no se puede esperar una sorpresa feliz. La pérdida de valor añadido influirá directamente a su repartición futura.

El primer problema será el de la supervivencia de algunas empresas. En ciertos sectores, la magnitud del impacto puede llevar a la quiebra a empresas si su rentabilidad no mejora lo suficiente para hacer frente a las cargas fijas y a los vencimientos de deuda contratados durante los años anteriores a la crisis.

No debemos olvidar que Francia ha sido uno de los países europeos en los que la deuda privada ha continuado creciendo durante los últimos años. En el último trimestre de 2019  suponía un 135 por ciento mientras la media de la zona euro era del 119%. Esta situación debilita a las empresas mientras se hunde el volumen de negocio y no hay medios para devolver la deuda.

Es cierto que el Estado ha ofrecido préstamos garantizados, pero los bancos no se los han ofrecido a todo el mundo (porque éstos corren con una parte -mínima, entre el 10 t el 30%- de los riesgos). Sobre todo, son préstamos que habrá que devolver con menos recursos. El 6 de abril, la aseguradora Coface estimaba que las quiebras podrían aumentar en un 15% en Francia en 2020, pero en ese momento la bajada esperada del PIB sólo era del 1%. Esas quiebras conllevarán evidentemente un aumento de despidos, especialmente en las pequeñas empresas, las más frágiles, que son también las principales empleadoras del país. También en este caso será notable el impacto en la demanda.

Pero de manera más global, las empresas, incluso las que siguen siendo viables, van a tratar de influir lo más posible en la repartición del valor añadido para reducir la transferencia a los salarios, dicho de otra forma, para poder compensar la pérdida registrada por la bajada equivalente del coste laboral. Las empresas van en efecto a tratar de evitar las alternativas a esta opción. Para conseguir financiación, mantener los valores bursátiles y, en el caso de las Pymes, mantener el nivel de vida de sus dirigentes, las empresas tratarán de reducir al máximo el impacto sobre los beneficios y su distribución.

Hemos visto que las inversiones iban también a reducirse sin duda pero, si esto no basta, el objetivo de las empresas será hacer contribuir lo más posible a la bajada del valor añadido a sus trabajadores, a sus clientes o a ambos. En la medida en que la demanda será probablemente reducida durante mucho tiempo, la capacidad de jugar con los precios se verá muy limitada, salvo tal vez en algunos sectores concretos. El ajuste puede que se haga pues principalmente sobre los trabajadores, ya sea por una reducción de las plantillas o por las bajadas de salarios por hora. Y de ahí surge la petición de la patronal estos últimos días de volver a abordar el tema de las 35 horas semanales, reducir las vacaciones pagadas y flexibilizar el derecho del trabajo.

Una crisis estructural de alcance considerable

La respuesta de las autoridades parece ser de tipo neokeynesiano. Por una parte, los Estados van a reemprender la actividad con inversiones directas y ayudas al crédito ya presentes, con la esperanza de incrementar el nivel de la demanda y mantener así una parte del empleo. Pero esta reactivación se hará al precio de “reformas estructurales” que tenderán a desarmar fundamentalmente el mundo del trabajo y a reducir su capacidad de jugar con la repartición de la plusvalía. Ese es el sentido de la iniciativa franco-alemana anunciada el 18 de mayo en la que se habla de un presupuesto de 500.000 millones de euros puestos a disposición de los Estados que se comprometan a hacer “reformas”. La idea es sencilla: el Estado ayuda a las empresas a encontrar salidas creando actividad mientras que apoya la “adaptabilidad” de los trabajadores a las reformas. En ambos casos, el objetivo es claramente salvaguardar los márgenes y, puesto que ése es el objetivo, el mundo laboral va a tener que asumir la precariedad y la mengua salarial, al menos mientras dure la transición.

Pero la crisis actual podría ser más tenaz de lo previsto. Esta crisis es más violenta que la de 2008 y, a diferencia de ésta, la economía china, que había sido entonces la parte esencial de la reactivación por medio de planes muy agresivos y ecológicamente desastrosos (superproducción de cemento o de acero, por ejemplo), no parece que ahora esté en condiciones de hacer lo mismo. La financiarización sigue reduciendo el impacto de las políticas en la economía real al captar una gran parte de los beneficios conseguidos con ella.

Pero sobre todo, la crisis actual puede inducir a una transformación mucho más profunda de la que acabamos de describir. En efecto, la pandemia va a modificar el comportamiento de los consumidores y de los productores durante mucho tiempo. Así va a ser mientras la amenaza sanitaria persista, y lo hará directamente mientras no se encuentre una vacuna, lo que puede llevar mucho tiempo. Se habla a menudo de unos dos años, término sólo indicativo y nada seguro. Pero también lo hará indirectamente porque la cuestión sanitaria estará en el centro de las preocupaciones de todo el mundo. Las empresas tendrán que modificar su comportamiento para adaptarse al riesgo y tranquilizar a la población. El covid-19 no será la última enfermedad infecciosa y, con cada nuevo riesgo, puede aparecer de nuevo el espectro de esta pandemia provocando así comportamientos de protección.

Este cambio podría ser para mucho tiempo y eso va a cambiarlo todo, sobre todo en el sector servicios que, desde los años 70, viene siendo el principal motor de las economías avanzadas. El economista Alexandre Delaigue habla de un “impacto negativo de productividad” de gran amplitud en el conjunto de la economía. Va a haber en efecto que producir bajo nuevas condiciones, garantizando durante mucho tiempo la seguridad sanitaria. Eso significará necesariamente disponer de menos personas por unidad de producción y de nuevos costes para las empresas como las mascarillas, el gel hidroalcohólico o la modificación de locales. La industria contribuirá a ello, pero sobre todo será en el sector servicios donde será más complicado.

Todos tienen ya experiencia desde los primeros días del confinamiento: acceder a servicios tan simples como entrar en una tienda se ha convertido en algo complicado. Se limita el número de clientes, se forman colas, hay condiciones para entrar (llevar mascarilla, por ejemplo) y hay menos empleados disponibles para reducir los contactos. Todo eso reduce a su vez la capacidad de ingresos por cliente y puede también desanimar a algunos clientes fijos. Para el pequeño comercio ya se han terminado las compras sorpresa mientras el cliente está dándose un paseo. Se piensa ya más lo que uno quiere y eso termina reduciendo el volumen de ventas. Menos ventas con las mismas o más cargas fijas: ahí están los elementos de un impacto negativo de productividad.

Por otra parte, otro economista, Olivier Passet, director de investigación de Xerfi, ponía en entredicho en un vídeo reciente los modelos de empresa en los que se basaba hasta ahora el crecimiento del sector de servicios. Aludía a una “crisis de hábito” subrayando que cuestiona “la economía de la alta frecuencia, de la rotación acelerada de la oferta, de la masificación y de la saturación de espacios”. Para compensar la dificultad de ganar en productividad en los servicios, se había puesto en marcha un sistema de ocupación máxima y de marketing basado en las visitas intensivas a los espacios de venta. Este “aglutinamiento que sustenta el modelo de consumo amenaza a sectores enteros de la economía”, añade Olivier Passet.

Entre los sectores más afectados, cita con razón el del low cost, que era la versión más extrema al unir a la masificación una reducción de costes a través de la reducción de servicios. Los sectores aéreos, el turismo y el ferroviario se van a ver particularmente afectados. Pero será sobre todo el conjunto de servicios a la persona el que más notará el impacto de la productividad.

Este impacto no estará aislado y habrá repercusiones en el conjunto de la economía. Ya se está viendo. La crisis del sector del transporte aéreo afecta al conjunto de la cadena de producción y, por consiguiente, a miles de empleos. La crisis del turismo de masas amenaza a las economías locales, desde la construcción y obras públicas a la restauración. De forma global, para responder a este impacto en la productividad, las empresas no podrán hacer otra cosa que recortar sus gastos corrientes de “servicios a las empresas”, un sector proveedor de empleos. Algunas podrán organizarse con el teletrabajo, pero el sueño de una productividad creciente gracias a lo digital sigue siendo poco realizable por el momento. El reto en todas partes consiste en ahorrar y esos ahorros no podrán hacerse más que con el factor trabajo.

En esto nos encontramos en una crisis estructural de servicios parecida a la que conoció la industria de los países occidentales en los años 70. Sectores enteros de la actividad podrían pura y simplemente desaparecer, como pasó con el carbón o la siderurgia, provocando una reconfiguración completa de la economía.

Pero la transformación será no obstante mucho más complicada esta vez. En efecto, después de los años 70, los empleos perdidos en la industria se compensaron con empleos en los servicios, muchas veces más precarios y peor pagados. Esta transferencia se basó precisamente en los modelos de empresa descritos anteriormente por Olivier Passet, y las reformas estructurales, sobre todo en el mercado laboral, tenían la función de facilitar el cambio de empleo. Esta transformación ha adoptado el perfil ideológico tornasolado de la “destrucción creativa” schumpeteriana, pero no ha sido más que una huida hacia adelante que se ha hecho trizas ante el covid-19.

Pero esta vez va a costar muchos nichos de empleo para compensar las pérdidas venideras, sobre todo porque, como hemos visto, la crisis ligada directamente al covid-19 ya es violenta. La situación es preocupante: el sector servicios es naturalmente menos productivo que la industria y hemos visto a qué precio ha podido ganar algunos puntos en su productividad. Pero, antes de la crisis, el capitalismo padecía ya esta crisis estructural por la ralentización de esta productividad que es su motor natural. Pero ocurre que el conjunto de los sectores de servicios está afectado por una crisis de productividad, por lo que la puerta de salida de la crisis es muy complicada.

Y es precisamente aquí donde un simple plan de reactivación tiene sus límites. Con la tentativa de salvar lo existente se corre el riesgo de exponerse a un fracaso estrepitoso. ¿Para qué inyectar miles de millones de euros en la construcción de nuevos hoteles o nuevos parques de atracciones si no van a ser rentables? ¿Para qué salvar Air France y Airbus si sus mercados se van a reducir inexorablemente? Se puede ganar tiempo, lo que, desde un punto de vista social no es despreciable, pero, en lo fundamental, nada podrá cambiar a golpe de miles de millones para salvar una oferta excesiva.

Cierto que Francia está aquí en primera línea. El modelo económico que se ha forjado el país después de la crisis de los años 70 parece desmoronarse. Los dirigentes económicos y políticos han apostado por todos los caballos perdedores: el turismo de masas con los parques gigantes, los servicios a las empresas con la subcontratación, la reducción de la industria al transporte, especialmente el aéreo y los barcos de crucero. La factura a pagar por esa mala elección será jugosa.

Si, además, acompañamos esta situación con una política de reformas estructurales destinadas a reducir las transferencias sociales para disminuir la imposición de las empresas y favorecer la “innovación”, entonces destruiremos el único sector sólido de nuestra economía: el Estado social. Será entonces una política cercana a la que se produjo en los primeros años 30 cuando se echaba aceite al fuego para que se apagara.

La esperanza se apoya a partir de ahora en dos movimientos: las relocalizaciones y las políticas medioambientales. Las primeras podrían quedarse en simples buenas intenciones. En un contexto de impacto general negativo de productividad, no parece que las empresas estén dispuestas a aceptar un aumento de los costes por “patriotismo económico”. Si lo hicieran sólo sería bajo estrictas condiciones de reducción de costes salariales y de impuestos. El efecto será pues moderado.

En cuanto al “crecimiento verde”, tiene potencial sólo a corto plazo, pero no es seguro que sea capaz de compensar tal impacto, tanto en términos de empleo como de beneficios, sobre todo porque implica in fine una mayor sobriedad general. Por otra parte, en el contexto que acabamos de describir, harán falta sin duda algo más que “asociaciones público-privadas” para financiar una verdadera transición.

En realidad, esta crisis estructural de los servicios plantea la cuestión de un cambio global de lógica como centro de reflexión. Si continúa la carrera sinfín por el aumento de la productividad, entonces será inevitable un coste social y político extremadamente elevado. Los sabelotodo que afirman que el capitalismo dispone de una capacidad infinita de adaptación y que, en consecuencia, hay que dejarle actuar, a menudo se olvidan de que los cambios de régimen en el capitalismo tienen unos costes muy elevados. El impacto del covid-19 sobre una economía mundial que no se ha recuperado realmente de la crisis de 2008 cuenta con una fuerza de destrucción considerable en la medida en que las “capacidades de adaptación” no podrán hacerse más que al precio de la reducción de empleo y del nivel de vida.

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Parece pues que es el momento de pensar en otra lógica donde las prioridades sean diferentes: no depender más del consumismo y del productivismo, defender lo común, proteger a los más débiles, planificar la satisfacción de necesidades y garantizar una transición ecológica real. Tal vez haya llegado el momento de utilizar el desarrollo de las fuerzas productivas de otra forma que no sea la lógica del crecimiento con el fin de colocar en el centro al hombre y a la naturaleza. Todo eso no podrá construirse más que defendiendo los intereses laborales que van a ser puestos rudamente a prueba. Si no, el precio a pagar por querer salvar el sistema actual va a ser considerable.

Traducción de Miguel López.

Texto original en francés:

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