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La semana en que todo cambió en la América de Trump

Un manifestante está siendo arrestado por agentes de la Policía Metropolitana de Washington DC durante una protesta por la muerte de George Floyd.

Cuando resultó elegido, Barack Obama, el primer afroamericano que se convirtió en presidente de Estados Unidos, prometió un país por fin libre de sus arraigadas tensiones raciales. Estas tensiones, tan antiguas como la República estadounidense, nunca han ido a menos. Hunden sus raíces en la esclavitud (diez de los primeros 12 presidentes de los Estados Unidos poseían esclavos), pero también en décadas de meticulosa segregación y de criminalización de los negros. La elección de Obama en noviembre de 2008 llegó incluso a considerarse como el advenimiento de un país por fin “postracial”, e incluso la victoria definitiva del movimiento de los derechos civiles, que luchó en los 50 y en los 60 por la igualdad real y el acceso al voto de los estadounidenses negros.

Sin embargo, su segundo mandato se vio marcado por una serie de asesinatos policiales, a menudo acompañados de imágenes incuestionables, que desencadenaron de 2012 a 2016 levantamientos y protestas contra la violencia policial, organizados por Black Lives Matter [Las vidas negras importan]. Esta extensa red llevó a la acción a una generación radical de jóvenes negros y participó en el actual resurgimiento del activismo en Estados Unidos. El movimiento, cuyos agotados líderes a veces pagaron caro su compromiso, había perdido fuelle al comienzo del mandato de Donald Trump, el presidente contemporáneo más abiertamente racista elegido en Estados Unidos.

Desde 2017, ciertos asesinatos, como el del joven Stephon Clark en Sacramento (California), han reabierto en ocasiones el debate sobre la violencia policial. Al mismo tiempo, algunos departamentos de Policía, como los de Chicago, Illinois, Nueva York y San Luis (Misuri), habían empezado, aunque tímidamente, a revisar sus prácticas notoriamente brutales e históricamente racistas contra los negros.

Pero, en la semana en que Estados Unidos alcanzaba las 100.000 muertes por el covid-19, una pandemia que ha dejado a 40 millones de estadounidenses en paro –unas cifras inéditas desde la Gran Depresión de principios de los años 30–, el país se veía sumido en una nueva crisis que ha puesto de manifiesto, una vez más, el alcance de las tensiones raciales en la Norteamérica de Donald Trump.

Todo empezó con el asesinato, a manos de un policía, de George Floyd, un hombre negro de 46 años, el 25 de mayo en Mineápolis, Minesota. En las imágenes grabadas por un testigo de los hechos, y que han dado la vuelta al mundo, su asesino, el policía Derek Chauvin, aprieta con la rodilla la garganta de Floyd durante ocho minutos, mientras Floyd, que permanece con la cabeza ladeada contra el suelo, le dice que no puede respirar. Aunque Chauvin ha sido arrestado y acusado de asesinato en tercer grado y homicidio –algo poco frecuente en Estados Unidos–, el país se ha incendiado en una semana.

Según The New York Times, en 140 ciudades de todo el país se han sucedido las protestas, a menudo pacíficas, aunque a veces se han visto salpicadas por acciones violentas contra personas y objetos. Al menos 21 de los 50 Estados han recurrido a la guardia nacional y más de 4.000 personas fueron arrestadas durante el último fin de semana de mayo. En el momento de escribir estas líneas, se habían producido tres muertes, en Louisville (Kentucky), Indianápolis (Indiana) y Detroit (Michigan).

Muchas ciudades han impuesto el toque de queda. The New Yorker ha calificado estos episodios de “los peores disturbios de la última generación”; en intensidad y magnitud, superan a los episodios más agitados del movimiento Black Lives Matter. Y no parece que se vayan a apaciguar pronto, dada el enfado y la indignación reinantes.

Los últimos días han sido históricos. Se han sucedido numerosas manifestaciones pacíficas y solidarias en ciudades de todo el país, contra la impunidad policial y el supremacismo blanco, pero también se ha vivido una ola de violencia policial, documentada en las redes sociales, como en Nueva York, donde un coche de policía embistió contra los manifestantes, o en pequeñas localidades de Salem (Oregón) y Omaha (Nebraska).

Además, medio centenar de periodistas han sido atacados con balas de goma y gases lacrimógenos e, incluso, en ocasiones, se han visto encañonados o han resultado detenidos mientras realizaban su trabajo. Algunas manifestaciones se han visto salpicadas de violencia gratuita contra las personas (como el ataque perpetrado en Austin,Texas, contra un indigente en Austin y cuyo colchón fue pasto de las llamas) y de daños a la propiedad privada, como en Los Ángeles, en las zonas de Santa Mónica y Long Beach.

En Mineápolis, donde comenzaron las protestas, se prendió fuego a una comisaría de Policía. En las redes sociales ha circulado una imagen del desastre que parece sacada de una película. En la misma ciudad, un camión irrumpía en la autopista, tomada por cientos de manifestantes sin que haya que lamentar daños. La muchedumbre golpeó al conductor, aunque su vida no corre peligro.

En el sur de Estados Unidos, en Richmond (Virginia), Charleston (Carolina del Sur) o Birmingham (Alabama), se repitieron los actos vandálicos en monumentos confederados dedicados al legado de la esclavitud. Paralelamente, se han vivido situaciones inéditas. La responsable de la Policía de Atlanta (Georgia) ha expresado su solidaridad a los manifestantes. En Nueva York, Florida, Seattle (Oregón), Spokane (Washington) y Oklahoma, agentes de policías se arrodillaron frente a los manifestantes para calmar los ánimos, un gesto nunca visto. Y, en Michigan, un sheriff se unió a los manifestantes.

Estos gestos inesperados, difundidos por muchos medios de comunicación, son una primicia, pero muchos activistas y analistas de izquierdas los han recibido con desconfianza, lo consideran una estrategia, mientras que otros policías de las mismas ciudades atacan a los manifestantes. Mientras tanto, Donald Trump ha vuelto a hacer lo de siempre, es decir, a tuitear con frenesí, incitar a la escalada contra la “chusma”, en lugar de buscar la concordia.

“Cuando empiezan los saqueos, empiezan los disparos”, amenazó el pasado viernes 29 de mayo, justificando la represión con una frase usada en los años 60 por el jefe de policía de Miami (Florida), contra los manifestantes por los derechos civiles. Mientras los manifestantes rodeaban la Casa Blanca, el presidente se refugió esa noche en un búnker en el corazón del edificio, tradicionalmente reservado para ataques terroristas.

El domingo 30 de mayo, declaró que quería incluir al movimiento antifascista, al que denomina “Antifa” como si fuera un solo grupo, a la lista de organizaciones terroristas. “Los antifascistas no son una organización”, reaccionó Lee Carter, un congresista socialista de Virginia. “No hay miembros ni líderes. Se trata de un cheque en blanco expedido a los feds [a los agentes del FBI] para detener a cualquiera que consideren políticamente perturbador, en nombre de las leyes antiterroristas que privan de casi todos los derechos constitucionales”.

El presidente pide que se vuelva a “la ley y el orden”, un viejo eslogan republicano utilizado por el presidente Nixon en las elecciones presidenciales de 1968. Sigue acusando a los medios de comunicación, a los que califica de “fake news”, e insta a los gobernadores de los Estados a que tomen medidas enérgicas, mientras que “su” canal de noticias Fox News describe un país al borde del caos.

Este lunes 1 de junio, durante su primera aparición televisiva, el presidente amenazó con enviar el Ejército a su propia gente, antes de ordenar que se gaseara los manifestantes próximos a la Casa Blanca. Acto seguido, enarboló una Biblia frente a la iglesia de Saint-John, la iglesia de los presidentes norteamericanos, objetivo de los violentos durante el fin de semana.

Mientras tanto, su rival demócrata en las elecciones presidenciales de noviembre, Joe Biden, calificó los hechos de “nación furiosa por la injusticia”, y condenó los disturbios violentos, aventurándose a salir de su casa en Delaware, donde ha estado confinado desde marzo para hablar con un manifestante local.

El exvicepresidente demócrata de Obama cree que Trump, tras su catastrófico manejo del coronavirus y en una crisis económica y social sin precedentes en Estados Unidos, está perdiendo cada vez más terreno de cara a las elecciones presidenciales del 3 de noviembre.

Cada día que pasa probablemente muestra la incompetencia y toxicidad del presidente americano, que sin embargo se presenta más que nunca como baluarte del “pueblo” estadounidense.

No obstante, a día de hoy, resulta imposible decir si esto le beneficiará o si estas manifestaciones multitudinarias serán el principio del fin para el 45º presidente de Estados Unidos.

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Traducción: Mariola Moreno

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