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La tiranía de los bufones en tiempos de pandemia

El presidente Donald Trump mira a través de un protector facial mientras recorre la planta de componentes de Ford en Rawsonville, reconvertida para hacer protección personal y equipo médico.

Tras la muerte de George Floyd, el editorialista conservador de The Washington Post George Will no se anduvo con rodeos a la hora de hablar de Donald Trump: “La persona que los votantes eligieron en 2016 para ‘asegurar que las leyes se ejecuten fielmente’ le dijo a los policías uniformados el 28 de julio de 2017: ‘Por favor, no sean demasiado amables durante las operaciones de detención’. Su deseo se hizo realidad durante 8 minutos y 46 segundos en la acera de Mineápolis”.

Georges Will, ganador del Premio Pulitzer por su análisis políticos, es uno de los editorialistas más escuchados en el movimiento conservador. Desde 2016, no oculta su “aversión por Trump y la forma en que el Partido Republicano capituló al convertirlo en su candidato. Pero su artículo va mucho más allá, apela a su derrota en las próximas elecciones de noviembre y a la derrota del Partido Republicano en el Congreso, en concreto, “a aquellos senadores que todavía saltan alrededor de sus tobillos, con un apetito canino por las caricias”.

Los neoconservadores, excluidos del poder por Donald Trump cuando llegó a la Casa Blanca, tienen buenas razones para estar enfadados con él, pero no son los únicos. El expresidente George W. Bush acaba de anunciar que no le votará en noviembre. Colin Powell ha decidido votar por Joe Biden.

Según George Will, las provocaciones del presidente desde su elección, amplificadas por las “tecnologías modernas de la comunicación”, han “alentado una escalada en el debate público de una violencia tal que el umbral del paso a la acción se ha visto reducido entre individuos tan perturbados como él”. Donald Trump “marca el tono de la sociedad de EE.UU., que desgraciadamente es una cera blanda en la que los presidentes dejan sus marcas”. Y Will concluyó: “Este humilde rey Lear demostró que la expresión ‘bufón maléfico’ no es un oxímoron”.

“Bufón maléfico”. Al asociar ambos términos contradictorios, el editorialista conservador pone de relieve la fisura del poder de Trump, con la que la crítica de sus rivales ha tropezado constantemente. Si la bufonería procede a menudo del registro de la comedia y de la farsa, la “bufonería” de Trump es maléfica. Utiliza los resortes de lo grotesco para orquestar el resentimiento de las muchedumbres, para despertar los viejos demonios sexistas, racistas y antisemitas, cuya lista de víctimas se extiende desde Pittsburgh a El Paso… y a George Floyd.

“La historia es una broma”, decía Henry Ford. Trump ha hecho de ello política.

Con él, ya no se trata de gobernar dentro del marco democrático, sino de especular a la baja sobre su descrédito. Trump es un héroe de la sospecha que ha construido su estrategia sobre una paradoja: basar la credibilidad de su “discurso” en el descrédito del “sistema”, especular a la baja sobre el descrédito general y agravar los efectos. El peligro en cualquier especulación a la baja es que se autocumplirá. Así como muchos economistas ven la especulación a la baja como la principal causa de la caída de los mercados bursátiles, estamos asistiendo a la misma crisis especulativa en la esfera política.

El resorte de su poder hegemónico se impone, no a través de relatos creíbles, sino a través de bromas que desacreditan toda forma de autoridad (económica, mediática, política, médica). Con Trump, lo grotesco ha reemplazado al relato (y lo carnavalesco a la ficción) en la conquista de corazones y mentes.

Según el lingüista ruso Mijaíl Bajtín, el carnaval en la Edad Media, lejos de ser una mera manifestación folclórica, era una de las expresiones más fuertes de la cultura popular, especialmente en su dimensión subversiva. En su obra, François Rabelais y la cultura popular en la Edad Media y durante el Renacimiento, analizó el espíritu del carnaval como el derrocamiento de las jerarquías y de los valores: entre el poder y el pueblo, entre lo noble y lo trivial, entre lo alto y lo bajo, entre el estilo refinado del erudito y el lenguaje vulgar del pueblo...

El carnaval es su expresión más completa y culmina con la elección de un rey del carnaval que sustituye a la autoridad vigente. “En la persona de Rabelais”, escribe Bajtín, “las palabras y la máscara del bufón medieval, las formas de las celebraciones populares carnavalescas, la fogosidad de los privilegiados de ideas democráticas que disfrazó y parodió absolutamente todas las palabras y gestos de los saltimbanquis de feria se han asociado al saber humanístico, a la ciencia y a las prácticas médicas, a la experiencia política y a los conocimientos de un hombre que... estaba íntimamente familiarizado con todos los problemas y secretos de la alta política internacional de su tiempo”.

El trumpismo es una forma de carnaval invertido, un carnaval desde arriba que asienta los valores de lo grotesco en la cima del poder y establece su legitimidad en las redes sociales y en la telerrealidad. El reality show trumpista repite, fingiéndolo, la inversión de lo de arriba y lo de abajo, de lo noble y lo trivial, de lo refinado y lo vulgar, de lo sagrado y lo profano, el rechazo de las normas y jerarquías instituidas entre el poder y los que carecen de poder, el desprecio de las formas del bello estilo del savoir-vivre, en favor de una vulgaridad asumida y conquistadora.

El vínculo establecido por Bajtín entre el carnaval democrático y el conocimiento humanista se ha roto. Si bien Trump desafió al sistema democrático no para reformarlo o transformarlo, sino para ridiculizarlo. Su omnipresencia en Twitter y la de un rey de carnaval que se arroga el derecho de decir cualquier cosa y desacreditar todas las formas de poder. Lejos de hacerse presidente una vez elegido, ha ridiculizado el cargo presidencial con sus locuras, sus cambios de humor, sus posturas grotescas. “Es un payaso, literalmente, podría estar en un circo”, dijo Noam Chomsky una vez.

La epidemia de coronavirus ha sido el teatro sin sentido de ello. De repente, lo grotesco tropezó con el muro de la epidemia. El poder del descrédito que inflamaba a las multitudes no podía hacer nada contra el virus que las atacaba. Incluso podría resultar contraproducente para quien estuviera a cargo de la salud pública. La crisis de la epidemia puso de manifiesto este “grotesco descrédito” a través de mil signos de mal gusto, indecencia y estupidez.

Trump primero trató de subestimar la gravedad del mal desafiando la opinión de los epidemiólogos y prediciendo el fin de la epidemia para la primavera. Luego, a medida que su peligrosidad se hizo más evidente, decidió externalizar el virus a China y a Europa, contra las cuales había que levantar un muro para detener su invasión: “La seguridad de la frontera es también seguridad sanitaria y todos han visto el muro erigirse como por arte de magia [...] Las estrictas medidas fronterizas son una de las razones por las que el número de casos en los Estados Unidos es bajo”.

Por último, se descargó de su responsabilidad federal delegando su responsabilidad a los gobernadores de los estados y desacreditando su inacción.

Pero sería un error sacar conclusiones precipitadas. Lejos de descalificarlo ante sus partidarios, la crisis del coronavirus le ha dado la oportunidad de demostrar una especie de impunidad, prueba clara de que no depende de ningún juicio y que por lo tanto puede imponer su voluntad incondicionalmente.

Ha tenido un efecto lupa sobre esta nueva forma de tiranía, que se está extendiendo por todo el mundo, la tiranía de los bufones, de la que Trump fue sólo la primera manifestación y que ha estado expandiendo su imperio de manera constante más allá de las fronteras de Estados Unidos durante los últimos cuatro años: Jair Bolsonaro en el Brasil, Rodrigo Duterte en Filipinas, Boris Johnson en el Reino Unido, Matteo Salvini y Beppe Grillo en Italia, Jimmy Morales en Guatemala, Viktor Orbán en Hungría. Pero también Volodymyr Zelensky, el cómico elegido presidente de Ucrania. En India, el diputado Rahul Gandhi, nieto de Indira Ghandi, arremetió contra el primer ministro Narendra Modi con estas palabras: “Deja de hacer el payaso, India está en estado de emergencia”.

Los tuits de Trump, los posts de Facebook de Salvini, las payasadas de Beppe Grillo, los chistes de Boris Johnson reflejan un carisma payaso y antiheroico. Estos nuevos líderes, llamados populistas, carecen del ascendiente de los grandes líderes populistas latinoamericanos como Juan Perón o Getúlio Vargas. Son payasos que ejercen su influencia a través de la exageración, la parodia y las noticias falsas.

Esta nueva generación de líderes pone a prueba la noción de poder carismático tal como la define Max Weber, “la autoridad basada en la gracia personal y extraordinaria de un individuo... en la medida en que se distingue por sus cualidades prodigiosas, por el heroísmo u otras características ejemplares que hacen al líder”. Pero no están desprovistos de un cierto carisma. En ellos, es el hombre común que las redes sociales aclaman, el hombre-payaso de los reality shows o talk shows, magnificados y como electrificados por las redes sociales.

Su actuación pertenece al mundo de las imágenes grotescas y la sintaxis escatológica y sexual. Salvini apela a la comida publicando diariamente fotos de sus comidas en Twitter, Trump no duda en hablar de “coños” y sangre menstrual, como cuando insultó a la periodista de la CNN Megyn Kelly, que tuvo la audacia de recordarle sus comentarios sexistas. En las relaciones internacionales, los tacos, los insultos y las groserías se multiplican y transgreden todas las costumbres diplomáticas, como Boris Johnson llamando “kapo” a François Hollande y describiendo delicadamente a los franceses como “mierdecillas” o “estiércol”.

El grotesco soberano no es totalmente desconocido para nosotros. Y se podría trazar su genealogía, como recordaba Michel Foucault en sus conferencias en el Collège de France sobre lo anormal (1975-1976) de Calígula, ávido de sangre, cruel, incestuoso con sus hermanas, adúltero, apasionado por los juegos circenses, y que quiere hacer de su caballo un cónsul, en Heliogábalo, “haciendo el amor como una mujer y como un hombre [...]. ...] acogiendo el libertinaje por todos los orificios de su cuerpo”, pasando por Claudio, esclavo de su esposa, la viciosa Mesalina, y Nerón, que no se ruboriza al cometer los actos más vergonzosos con hombres y mujeres, que ama travestirse y casarse con su liberto.

En su tesis Les scènes de la vérité, Arianna Sforzini recoge las observaciones dispersas de Foucault sobre el poder grotesco. “Foucault identifica en lo grotesco o lo ubuesco una categoría precisa de análisis histórico-político”, escribe; una categoría que expresa la fuerza que “el poder asume cuando asume las formas más bufonescas e infames”. La indignidad del poder no elimina sus efectos, que por el contrario son tanto más violentos y abrumadores cuanto más grotesco es el poder, el rey Ubú, precisamente. “Un enorme funcionamiento del soberano infame”.

Foucault nos alertaba sobre la ilusión de que el poder grotesco es “un accidente en la historia del poder”, “un fallo mecánico”, pero “uno de los engranajes inherentes a los mecanismos del poder”. “Al mostrar explícitamente el poder como abyecto, infame, ubicuo o simplemente ridículo, se trata de manifestar vivamente la ineludibilidad, la inevitabilidad del poder, que puede funcionar precisamente en todo su rigor y en el punto extremo de su violenta racionalidad, incluso cuando está en manos de alguien que está efectivamente descalificado”.

Desde la elección de Trump, señala Xenophon Tenezakis, quien amplía el análisis de Foucault en un reciente artículo de la revista Esprit, “cada día se toman nuevas decisiones en contra de los grandes principios de la democracia y los compromisos de Estados Unidos; nuevos fracasos, nuevos absurdos y nuevas filtraciones afloran, revelando la anarquía en el corazón del poder. Frente a este aire carnavalesco del mandato trumpiano, la actitud que se adopta a menudo es de asombro: “'¿Cómo es posible que pueda seguir en el poder cuando dice cosas tan absurdas y toma decisiones que a veces van en contra del sentido común o de la más elemental humanidad?’. Si seguimos el razonamiento foucaultiano, es más bien la pregunta opuesta la que debe hacerse”.

La lucha de bufones y hologramas

Hitler y Mussolini pueden haber tenido lados grotescos, pero era grotesco muy a su pesar, un burlesco involuntario. Mussolini esquiaba sin camisa o Hitler, encerrado en su búnker unas horas antes de suicidarse, pidió pasteles de chocolate “hasta reventar”. Pero su poder se prestaba a la más austera representación imperial y reciclaba los signos de las antiguas soberanías (los haces luminosos, el águila, el saludo romano, los desfiles, la esvástica...). Su modus operandi se basaba en una red administrativa, policial y burocrática para controlar a los individuos y no le debía nada a la burlesca improvisación de Trump y allegados.

Desde el rey Ubú (de Alfred Jarry) hasta Arturo Ui (de Bertolt Brecht), o el Dictador de Chaplin, lo grotesco ejercía sus poderes a su costa. Buscaba deslegitimar su poder quitándoles a su majestad. Brecht dice en algún lugar de sus escritos: “Arturo Ui es una parábola dramática escrita con la intención de destruir el tradicional y dañino respeto por los grandes asesinos de la historia”.

Esto es obviamente imposible con una tiranía que reclama el poder de lo grotesco. Trump es una figura de la basura de lujo que triunfa bajo los signos de lo vulgar, lo escatológico y la burla. Encarna una especie de tipo ideal, el paleto revestido con una pátina de notoriedad. Las estatuas desnudas de Trump que se esparcieron por las plazas públicas de las ciudades americanas durante la campaña de 2016 consagraron una forma de sacralidad kitsch, de estatuaria degradada. Son la representación espontánea del poder burlesco.

Carter Goodrich, el caricaturista que dibujó la portada de The New Yorker presentando a Trump como un payaso malvado, dijo: “Es difícil parodiar a este hombre... Camina, ya habla como una caricatura de sí mismo”.

Michel Foucault aludió a este misterioso poder de lo grotesco, “el terror ubuesco”: “La soberanía grotesca opera no a pesar de la incompetencia de la persona que la ejerce, sino debido a esa incompetencia y a los efectos grotescos que de ella se derivan [...] Llamo grotesco al hecho de que por su condición, un discurso o un individuo puede tener efectos de poder que sus cualidades intrínsecas deben descalificar”.

Según Foucault, el poder grotesco es la expresión de su poder extremo, su carácter incontrolable, inevitable, necesario. La indignidad del poder no elimina sus efectos, que por el contrario son tanto más violentos y abrumadores cuanto más grotesco es el poder; Ubú rey, precisamente.

A este intenso funcionamiento se le ha unido ahora el poder de las redes sociales y el uso estratégico del big data y algoritmosbig data. Dondequiera que haya logrado imponerse, la tiranía de los bufones combina los poderes caprichosos de lo grotesco con el dominio metódico de las redes sociales, la transgresión burlesca y la ley de las series algorítmicas.

El prototipo fue la pareja formada por Beppe Grillo y el experto en marketing Gianroberto Casaleggio; entre los dos inventaron el movimiento algorítmico de Cinco Estrellas. En todas partes apareció bajo la misma cara de Janus, el payaso y el informático. Donald Trump y Brad Parscale, Boris Johnson y Dominic Cummings, Viktor Orbán y Arthur Finkelstein, Matteo Salvini y Luca Morisi, el inventor de la “Bestia”, un software que analiza big datas con sus 3,6 millones de fans en Facebook.

Con la llegada de las redes sociales, ha surgido una nueva generación de asesores políticos: doctores en informática, “ingenieros del caos”, como los llama el exasesor de Matteo Renzi Giuliano da Empoli, capaces de explotar el potencial político de la web y canalizar hacia las urnas la ira nacida en las redes sociales.

Pero todos los partidos políticos tienen sus propios ingenieros informáticos. Saben cómo manipular a los votantes gracias al big data y a los algoritmos. El golpe de genio de Gianroberto Casaleggio fue sincronizar la figura del payaso con la del experto en marketing. A la sombra del agitador histriónico, siempre está el informático. Pero el ingeniero no es nada sin el bufón.

En el hipermoderno escenario de nuestro carnaval político, lo que está en juego es el paradójico teatro de la burla y la pericia. Por un lado, el payaso como acelerador del descrédito; por otro, el software como vector de movilizaciónsoftware. Uno es extravagante cuando el otro es metódico. Detrás del payaso, el software. Detrás del aparente desorden del carnaval, el rigor de los algoritmos. El carnaval y el agujero de gusano van de la mano.

En Francia, la tiranía de los bufones aún no se ha encarnado en una figura política. Marine Le Pen no quiso retomar el legado de su padre, que fue uno de los primeros en encarnar el burlesco político con Silvio Berlusconi en Italia, pero ambos fueron figuras de la televisión, antes de las redes sociales.

A falta de encarnación, el fenómeno burlesco no deja de contaminar la vida pública como un principio viral, por capilaridad. Una serie de microeventos lo atestiguan: llamadas telefónicas de Emmanuel Macron a Jean-Marie Bigard, que dijo ser el intérprete del vox pópuli, quejándose en Twitter de la no apertura de los bares. Pero también intercambios de SMS con Cyril Hanouna. O el viaje del presidente a Marsella para visitar a Didier Raoult.

“Si no quieres que la gente que es sensible a estas personas caiga en sus brazos en 2022, tienes que hablar con ellos, mostrar consideración, mostrar que los escuchas”, dijo Emmanuel Macron. Como Ellen Salvi escribe sin rodeos en Mediapart (socio editorial de infoLibre), “Emmanuel Macron cuida su demagogia”. Coquetea con bufones. Durante la crisis de los chalecos amarillos, nos enteramos de que había pasado una hora discutiendo el movimiento social con Patrick Sébastien y que había enviado un “simpático sms” a Cyril Hanouna para decirle que apreciaba sus programas temáticos.

Al mismo tiempo, varios miembros del gobierno se sucedían en el plató del anfitrión destacado por la CSA por sus humillaciones o sus desaciertos sexistas y homofóbicos. Siempre con la misma explicación: “No hay ciudadanos de segunda clase”, “tenemos que hablar con todos”. Pero desde Patrick Sébastien a Cyril Hanouna, la atención presidencial no llega a todo el mundo. Llega a Éric Zemmour, mimado por haber sido maldecido en la calle, a Philippe de Villiers, que obtuvo la reapertura del Puy du Fou, a Jean-Marie Bigard, de quien se dice en el Palacio del Elíseo que “encarna una cierta Francia”. ¿Por qué no una cierta idea de Francia ya que estamos?

Toda la vida pública se ve afectada por el fenómeno de lo burlesco. Una astuta contaminación que opera este cambio del dominio del ejercicio del poder al de su burlesca puesta en escena. Los payasos aún no han destronado a los que Didier Raoult llama “hologramas”. Pero ya están en posición de “cagarse en ellos”, como dijo elegantemente Jean-Marie Bigard después de la llamada del presidente: “Aquí vuelvo, me cago en el presidente y el presidente me llama. Creo que es genial”.

Su hazaña escatológica le ha dado alas a Bigard. La web Politico de Estados Unidos le dedica un artículo,“The comedian who would be French president”. Pero Bigard no es el único que aspira al puesto de payaso que quería ser presidente. La excandidata de un reality show, Afida Turner, anunció su candidatura en Twitter el 31 de mayo. Turner le hablaba a sus “dear fans, dear Français”, “para resolver los problemas de los chalecos amarillos y la policía violenta”. En el plató de Cyril Hanouna, ella confirmó: “Sabes con quién estás tratando. Nunca bromeo”, dijo, lo cual es obvio cuando eres una broma. Cyril Hanouna piensa en ello. Didier Raoult finge no estar interesado, pero es sin duda él quien, gracias a la epidemia, ha conquistado un verdadero poder grotesco, elevando su figura pasteuriana al rango de mito de Bartolomé.

El mito del profesor Raoult descansa en la cabeza del profesor. Es una cabeza hermosa si queremos decir que, con Roland Barthes, reúne toda una serie de signos contradictorios tomados de la leyenda y asociados a la modernidad. Con su blusa blanca de Pasteur, su larga cabellera gris de galo refractario, sus aires de Panorámix, el druida de la aldea de Astérix, poseedor del secreto de la elaboración de la poción mágica, y su anillo de cráneo, “que le da el aspecto de rockero pero que invoca el memento mori, ‘recuerda que vas a morir’ de los romanos que, según él, incita a desconfiar del triunfo”.

Raoult reúne en una sola persona la doble figura del payaso y del experto. Galardonado por el Inserm 2010, caza y colecciona virus y mariposas. Dos bacterias llevan su nombre: la “Raoultella” y la “Rickettsia raoulti”. Pero al científico también le gusta salir de su zona de confort. Cruza voluntariamente sus habilidades epidemiológicas con el talento del barquero. Se pone voluntariamente el traje de bufón narcisista, que se permite menos de un Pasteur que de un Trump, muestra la misma indiferencia a los valores científicos de la coherencia y la experimentación, y en múltiples entrevistas, se permite una forma de descompensación narcisista.

Cada época tiene sus mitos. El del abad Pierre tenía todos los signos del apostolado, escribió Roland Barthes en Mitologías. Un apostolado de caridad inspirado en la fe cristiana. El apostolado del profesor Raoult era muy diferente, no predicaba la fe sino el descrédito. Es un apostolado de sospecha, un descrédito que golpea a todas las figuras de autoridad: médica, científica, política, mediática, intelectual. “Creo, dice Raoult, que represento una especie de choque que está sacudiendo el mundo en este momento; es decir, la gente viene a disputar su monopolio de la palabra. Este ‘derecho a decir’ que disfrutaste -especialmente tú, los medios de comunicación- está siendo disputado y robado. Pasamos de vosotros. Ahora decimos las cosas nosotros mismos”.

¿Quién es este “nosotros”, estamos tentados de preguntar? ¿Quién es este “tú”? Pero la experiencia del profesor Raoult no se extiende obviamente a la retórica, cuyos peores procesos recicla sin querer. “La gente piensa como yo. […] ¿Quieres hacer una encuesta entre Veran y yo? ¿Quieres ver lo que es la credibilidad?”, le dijo a David Pujadias. Éxito garantizado.

Pero el profesor también se enorgullece de hablar de filosofía con Michel Onfray, Nietzsche. Platón. Todo eso. También cita fácilmente a Jean Baudrillard, que sin duda habría visto en él una de esas “figuras de la mascarada” que vio surgir en su último ensayo Carnaval y Caníbal, “que no son ya más que una caricatura de sí mismos, mezclándose con sus máscaras”.

La tiranía de los bufones aún no ha triunfado, pero muchos Ubú se erigen por todas partes, envalentonados por la epidemia que empuja a la revuelta. Al tenderles la mano, el presidente Macron busca injertar el fenómeno grotesco que está surgiendo a su devaluado poder monárquico, pero no hay garantía de que el injerto se lleve a cabo y que el fenómeno de rechazo a su persona no prevalezca. El escenario de una Quinta República volviéndose contra sí misma al consagrar la reunión de un bufón y su pueblo ya no puede descartarse.

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Traducción: Mariola Moreno

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