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La polarización de EEUU oculta un sistema político obsoleto

Harrison Stetler (Mediapart)

Todos sabemos que las votaciones en EEUU van más allá de un mero traspaso de poder, como en cualquier democracia. En vísperas de los comicios, en el editorial de The New York Times contra el presidente, los periodistas opinaban, no sin razón, que “la campaña para la reelección de Donald Trump representa la mayor amenaza para la democracia estadounidense desde la Segunda Guerra Mundial”. A decir de otros opinadores, se trata de unas elecciones de las que depende el futuro de la propia humanidad, ya que los comicios coinciden con el comienzo de lo que los autores de un manifiesto para el Green New Deal, A Planet to Win, denominan los “cruciales años 2020”.

En los próximos diez años, ¿nos dirigiremos a la sobriedad ambiental colectiva? ¿Será posible llevar a cabo una desescalada militar y geopolítica, a medida que la sociedad internacional se acostumbra de nuevo a los enfrentamientos entre las grandes potencias? ¿Marcarán estas elecciones la victoria definitiva de la oligarquía o veremos la reapertura de un paréntesis favorable a los movimientos democráticos y sociales en el corazón del imperio?

En sí mismo, el hecho de que estas preguntas se planteen, incluso de manera sutil o inconsciente, es suficiente para saber que el llamado mundo anterior a Trump nunca resucitará. Este enorme país que se extiende por todo un continente, Estados Unidos, cuya economía tiene tanto peso en el mercado mundial, cuyas fuerzas militares invaden todos los rincones del planeta, decidía el 3 de noviembre su futuro. Y con ello, el planeta entero se tambalea.

¿Qué podría ser mejor que añadir al fuego de estas angustias el combustible de un país atrapado en un ciclo infernal, que se parece cada vez más a un estado de guerra civil?

Los activistas de extrema derecha, alentados por las salidas de tono del presidente, nutridos por una esfera mediática que supone que el Partido Demócrata le arrebatará las elecciones de un plumazo, se preparan para el enfrentamiento directo con sus rivales políticos.

La venta de armas está despegando. En comparación con el año pasado, que ya registró un récord, el FBI ha registrado un aumento del 41% en las comprobaciones de identidad para comprar un arma, en los primeros nueve meses de 2020. El presidente ha hecho un llamamiento a sus partidarios más decididos para que sigan movilizados para cuestionar los resultados. Los agentes de policía, cuyos sindicatos se han decantado en gran medida apoyar al actual inquilino de la Casa Blanca, estaban convocados para acudir como observadores a los colegios electorales.

El verano de 2020 no ha sido menos turbulento que los días que, cabe pensar, se avecinan. En los centros urbanos de Estados Unidos, las armas de fuego se han utilizado a las primeras de cambio en las manifestaciones y contramanifestaciones del movimiento Black Lives Matter. Así, manifestantes que salieron a la calle a protestar contra la violencia policial fueron abatidos por sus conciudadanos. Al menos 25 de ellos fueron asesinados.

13 hombres de una milicia privada de extrema derecha fueron recientemente detenidos, acusados de conspirar para secuestrar a la gobernadora demócrata Gretchen Whitmer. Un vídeo, que ha incendiado la esfera mediática conservadora, también muestra a una multitud de activistas (blancos) acosar a los clientes, sentados en la terraza de un restaurante de Washington, gritando a los testigos para que levanten la mano en solidaridad con el movimiento Black Lives Matter.

En Estados Unidos, la violencia política como norma histórica

Lo que se ha convertido claramente en algo banal es la percepción de que el proceso deliberativo, el libre juego de intereses e ideas, ya no logra resolver las controversias. Pero la violencia política y la deslegitimación de su oponente que la justifica, ha formado parte durante mucho tiempo de la experiencia democrática del país.

Tal vez el asombro que sentimos actualmente es, en realidad, fruto de una sensación de vuelta a la realidad. Como si las ideas que nos hemos hecho sobre el buen funcionamiento de una democracia liberal –el pluralismo, la legitimidad de la oposición, la neutralidad de la judicatura– hubieran sido la excepción, frente a una norma histórica que está volviendo violentamente.

Para ilustrar este punto, recordemos un episodio ocurrido en Wilmington en 1898. En ese año, esa ciudad de Carolina del Norte pasó a estar bajo el control de un gobierno “fusionista”, es decir, fruto de una alianza entre el Partido Republicano local y el partido populista. Las funciones municipales estaban en manos de funcionarios blancos y negros, uno de los pocos casos de alianza política transracial de la época. El 10 de noviembre, sin embargo, un motín derrocó al gobierno municipal. Ardió la redacción de un periódico editado por los afroamericanos. En los linchamientos dirigidos por la milicia blanca vinculada al Partido Demócrata de la época, se estima que murieron 300 afroamericanos.

Los historiadores han considerado los hechos como el único golpe de estado que ha tenido lugar en suelo de EE.UU. Está por ver si será el último. La masacre de Wilmington es un caso extremo, se puede decir. Pero si lo fue, es precisamente porque gran parte de Estados Unidos languidecía en una forma más banalizado de autoritarismo hasta hace muy poco.

Hasta los 60, y en casi todos los estados del sur, los afroamericanos fueron despojados de sus derechos básicos de ciudadanía: el derecho al voto, la igualdad ante la ley o incluso la protección del estado de derecho. Quienes los reclamaron fueron objeto de una violencia estatal y no estatal casi generalizada. La estrecha interrelación entre los organismos encargados de hacer cumplir la ley y las milicias privadas blancas era una poderosa maquinaria para aterrorizar y excluir de la participación política a todo un segmento de la población.

Habría que cuestionar la distinción aparentemente fija entre las democracias liberales del mundo atlántico, encabezadas por Estados Unidos, y las nuevas democracias de Europa central y oriental o el mundo poscolonial. El término político contemporáneo “antiliberalismo” no es ajeno a la historia de EE.UU. A largo plazo, puede incluso ser el fenómeno ordinario y dominante. Al final, sólo durante un paréntesis muy pequeño –digamos de la desegregación y las reformas de la “Gran Sociedad” de los años 60– el país se acercó con dificultad a los valores de los que dice haber sido garante y abanderado a escala mundial.

La violencia callejera como la confianza hallada en las milicias paramilitares son la culminación de décadas de polarización y parálisis que han paralizado el funcionamiento del gobierno en Washington. Agotada por prolongadas guerras militares, socavada por la desinversión crónica en los servicios públicos, fracturada por tantos intereses en conflicto, perspectivas regionales o valores culturales, el panorama político estadounidense está dividido por un desacuerdo casi total entre los partidos demócrata y republicano.

Pero la polarización entre estos dos campos, y la violencia que se deriva de ella, es sobre todo una expresión de la erosión, incluso de la obsolescencia, de las fisuras partidistas que han prevalecido desde los 60. Los partidos de gobiernos principales, tal como se han constituido desde los años de Reagan, ya no reflejan ni representan a la población estadounidense. Como resultado, la polarización entre demócratas y republicanos tiene quizás una contrapartida aún mayor en la polarización entre la clase dirigente y los ciudadanos de los que se supone que emana.

De hecho, es tranquilizador decir que la polarización partidista, en términos de identidades políticas, apenas se refleja en el estado de la opinión popular sobre los principales problemas de la sociedad. Desde esta perspectiva, el pueblo estadounidense parece casi “normal”, por así decirlo. Forman una sociedad que es democrática, moderna y básicamente tolerante. Tras alrededor 40 años de profundas revoluciones culturales, esta sociedad también ha soportado una reacción política y económica casi constante desde la crisis del estado de bienestar en los años 70. Y ahora quiere pasar página.

La reforma constitucional, un rasgo central tácito

Donald Trump está a la cabeza de un despertar nacionalista que ha estado barajando las cartas de la política occidental durante más de una década. Ha hecho de su promesa de construir un muro a lo largo de la frontera con México una de sus principales propuestas. Pero en 2018, el instituto de encuestas Gallup publicaba un informe que daba una imagen diferente de la mentalidad estadounidense: el 75% de la población estaría convencida de la contribución positiva de la inmigración al país.

¿Es Estados Unidos antisocial, preocupado principalmente por preservar el individualismo desenfrenado sin importar su precio? Al contrario, los estadounidenses piden una revisión duradera de los servicios públicos, un estado activo y protector que garantice a los individuos derechos básicos, sin los cuales la vida sería indigna. Un estudio del medio de comunicación The Hill, realizado en colaboración con la empresa consultora Harris Insights and Analytics, muestra que una clara mayoría de la población (70%) apoya la introducción de un sistema sanitario nacional gratuito, es decir, la propuesta “Medicare for All”, la medida emblemática del candidato de izquierdas Bernie Sanders.

¿Los espectadores de Fox News son tremendamente reaccionarios y se alimentan del odio al socialismo? El invierno pasado, Bernie Sanders fue a un plato del medio de comunicación conservador para participar en un debate televisivo. “Subir el salario mínimo de 7,25 dólares la hora, que no se ha subido en diez años, a 15 dólares por hora... ¿es una idea radical?”, preguntó. “Matrícula gratuita en los colegios y universidades públicas para que todos nuestros ciudadanos tengan la oportunidad de realizar estudios superiores en una economía mundial competitiva... ¿es una idea radical? [...] Disponer de una sanidad universal, de pagador único, ¿es una idea radical?”.

Con los noes que el público gritaba de forma cada vez más decidida, se puede ver el radicalismo casi normal de la población americana, el que no está representado por las instituciones y familias políticas que existen actualmente.

Hay que reconocer que, al igual que las elecciones, los sondeos de opinión no son indicadores particularmente fiables de la opinión o los sentimientos políticos. Por muchas razones, la aparición de un país dividido y en total desunión puede ser la conclusión que se extraiga de las elecciones de este 3 de noviembre y la violencia que probablemente se derive de ellas. Sin embargo, a pesar de la militarización política en marcha, el endurecimiento de las divisiones partidistas y las últimas palabras provocadoras del presidente, estas pistas sugieren que la polarización tan discutida es una farsa, o podría ser frustrada por otra oferta política.

Es importante recordar que Estados Unidos están lejos de ser una verdadera democracia. Al decir esto, no me adhiero a un equívoco nihilista entre Joe Biden y Donald Trump, sobre todo en unas elecciones en la que está en juego la supervivencia de las instituciones democráticas existentes.

Pero en el fondo, la crisis que atraviesa Estados Unidos durante los últimos 30 años más o menos tiene raíces mucho más allá del sistema partidista. La violencia que se desborda a las calles es también un signo de un sistema político, incluso un orden constitucional, que no logra encauzar o dar forma a la opinión popular.

“How democratic is the American constitution?”, se preguntaba el politólogo Robert Dahl en una serie de conferencias publicadas en 2001, tras unas elecciones en las que un republicano [George W. Bush] perdió el voto popular. El documento de la Constitución, decía, refleja una angustia de los excesos del gobierno popular. La elección directa de los senadores, la igualdad ante el estado de derecho en virtud de la 14ª Enmienda, el sufragio femenino... los derechos y privilegios reconocidos como fundamentales para la ciudadanía moderna no pueden, dijo, cambiar el espíritu de lo que es un documento esencialmente antidemocrático.

El actual punto muerto se debe al enfrentamiento entre una sociedad que se dice democrática y moderna y un sistema político diseñado precisamente para contener y frustrar los avances democráticos, en nombre de los intereses de las minorías.

Sin embargo, la mayoría de los sistemas políticos están evolucionando y deben hacerlo en respuesta a las crisis políticas, sociales y culturales del mundo contemporáneo. Ya sea para perpetuar el yugo del Partido-Estado en China, o para iniciar una intervención popular en cuestiones ambientales (como la Convención Climática de los Ciudadanos en Francia), los sistemas políticos de hoy en día están atravesando un momento de importante transformación.

Hasta la fecha, Estados Unidos ha sido una excepción a esta tendencia. La reforma constitucional es sin duda la palabra central no pronunciada en nuestro paisaje político, a pesar de sus flagrantes injusticias. Imaginar a un candidato de un partido importante de los Estados Unidos proponiendo cambios profundos en el sistema político –por no hablar de una nueva constitución– es una fantasía absoluta. La polarización está así institucionalizada por un sistema político que favorece en gran medida los intereses y opiniones de una minoría privilegiada, que es contra la que se rebela ahora la gran mayoría de la población americana.

La fetichización de la Constitución americana se ha convertido incluso en uno de los credos esenciales del movimiento conservador. Adoptando una lectura absolutista de ciertos textos filosóficos, políticos o religiosos, los defensores de la llamada jurisprudencia “originalista” de la Constitución la ven como una forma de verdad política revelada. Según esta escuela de pensamiento jurídico, que se está difundiendo entre los jóvenes cuadros del movimiento conservador a través de la Federalist Society (Sociedad Federalista), que tiene su sede en las principales facultades de derecho, hay que atenerse al sentido estricto del texto constitucional, tal como lo concibieron sus autores a finales del siglo XVIII.

En caso de que las elecciones sean impugnadas y se requiera el arbitraje del Tribunal Supremo, una generación de juristas conservadores, formados en esta doctrina, se encargará de determinar el ganador. A este respecto, se teme que la Constitución deje la gestión de las elecciones en manos de los distintos Estados, lo que aumentaría las posibilidades de manipulación.

Uno de los más firmes defensores del “originalismo” constitucional, Antonin Scalia, fallecido en 2016, compartió con el Congreso su opinión sobre la singularidad del sistema político estadounidense. Según Scalia, “[los estadounidenses] hoy en día suelen hablar de un gobierno disfuncional porque hay desacuerdo. Los padres fundadores habrían dicho: ‘¡Sí! Así es exactamente como lo queríamos...’. A menos que los estadounidenses aprendan a apreciar eso, a amar la separación de poderes, lo que significa aprender a amar los callejones sin salida”. Al menos podemos agradecerle su franqueza.

Traducción: Mariola Moreno

Leer el texto en francés:

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