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El poder ilimitado de los gigantes digitales tiene los días contados

El fundador y consejero delegado de Amazon.com, Jeff Bezos.

Martine Orange (Mediapart)

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Los tiempos del dejar hacer absoluto han terminado para los gigantes digitales. Después de años de alabanzas y de completa libertad, están empezando a encontrar mucha más resistencia de los Estados de lo que habían previsto.

Los cuatro máximos responsables de los Gafa –Sundar Pichai (Google y Alphabet), Jeff Bezos (Amazon), Mark Zuckerberg (Facebook) y Tim Cook (Apple)– probablemente fueron conscientes de este cambio cuando comparecieron ante la comisión parlamentaria de investigación el 29 de julio de 2020, en la que participaron por videoconferencia a causa del covid-19. Hasta entonces, eran héroes a los que se les permitía todo: elusión de impuestos, dominación del mercado en detrimento de sus competidores, destrucción de los derechos sociales, captura del valor gracias a su posición de monopolio. La capitalización del mercado bursátil del grupo, que supera el PIB de muchos países y asegura el triunfo de los índices bursátiles de EE.UU., parecía protegerlos de todo. Su riqueza era el precio de su éxito y parecía hacerlos intocables.

Ante las preguntas de los congresistas, ese día se dieron cuenta de que se estaban convirtiendo en los nuevos barones ladrones,barones ladrones esos multimillonarios que crearon monopolios a partir de las compañías de ferrocarril a finales del siglo XIX, monopolios que el gobierno estadounidense terminó por romper sin contemplaciones, preocupados por su poderío.

¿Poderosos, demasiado poderosos? Este es el análisis que parecen compartir los congresistas norteamericanos, la Unión Europea y ahora el presidente chino Xi Jinping. Todos empiezan a preocuparse por el poder que está adquiriendo el capitalismo digital transnacional, simbolizado por unos pocos gigantes. Un poder económico que corre el riesgo de convertirse en algún momento en un poder político incontrolable si no se toman medidas, según algunos líderes políticos y económicos.

Detrás de la imagen de starts-up alojadas en garajes, estos grupos han levantado en menos de dos décadas imperios cada vez más gigantescos a través de sus plataformas digitales. Con la pandemia, se han convertido en los amos de la economía. Al dominar desde hace mucho tiempo el comercio electrónico, el teletrabajo y las tecnologías de la información, han ofrecido soluciones a problemas originados con esta crisis sanitaria, que ha impuesto el distanciamiento social. Su éxito es ilimitado. Medicina, educación a distancia e incluso servicios bancarios; se sienten en posición de tener respuesta para todo, de desafiar las costumbres y reglas existentes.

Precisamente esta incursión en el mundo de las finanzas, la creación monetaria, y los poderes que ello confiere, parecen haber impulsado al Gobierno chino a golpear muy fuerte al gigante chino Alibaba. Sintiéndose todopoderoso, el fundador del grupo, el multimillonario Jack Ma, se atrevió a criticar al Partido Comunista Chino en octubre. Unas semanas más tarde, debía estar libre de todo; su principal filial, Ant Group, especializada en pagos en línea, iba a salir a Bolsa. Estaba llamada a ser la mayor salida a Bolsa del mundo, 30.000 millones de dólares, según predicciones de la prensa financiera.

Por orden del propio Xi Jinping en persona, según The Wall Street Journal, las autoridades prohibieron la operación a principios de noviembre. El 27 de diciembre, el Banco Central de China precisó sus quejas contra la compañía. Al convertirse en la plataforma preferida de los chinos para el pago digital –a través de teléfonos inteligentes–­, Ant Group continuó su expansión empezando a ofrecer crédito a sus clientes, pero sin aplicar ninguna regla prudencial: para la compañía las comisiones y los márgenes, mientras que los riesgos crediticios iban directos a los balances de los bancos tradicionales.

Ant Group ya ha prometido someterse a todas las decisiones de los reguladores chinos y atenerse a su negocio tradicional, el pago en línea. La entidad pasará a estar bajo el estricto control de las autoridades reguladoras chinas e incluso puede dejar de pertenecer totalmente al grupo.

Pero el Ejecutivo chino pretende ir más lejos y retomar el control de Alibaba y de sus homólogos, que hasta la fecha han disfrutado de total libertad. El 24 de diciembre, las autoridades de defensa de la competencia abrieron una investigación a Alibaba por prácticas monopolísticas. Acusan a la plataforma de comercio electrónico de imponer exclusividad a todos los productos vendidos. Jack Ma se ha convertido en un paria del régimen chino. Aunque ha hecho numerosas declaraciones en la prensa internacional, desde octubre guarda silencio y se encuentra desaparecido.

Sin ir tan lejos como los métodos de coerción chinos, Estados Unidos y los países europeos difieren poco en cuanto a los medios de respuesta para contener el creciente poder de los gigantes digitales: ambos están considerando reactivar las leyes antimonopolio.

Mientras que un comité de investigación de la Cámara de Representantes de los Estados Unidos ha llegado a la conclusión de que los monopolios de los Gafam (Google, Apple, Facebook, Amazon, Microsoft) deben romperse, el Departamento de Justicia abrió a finales de octubre una investigación contra Google, sospechoso de abusar de su posición dominante. El 9 de diciembre le tocó el turno a Facebook, que también anunció su intención de aventurarse en el mundo monetario con la creación de la criptomonía Diem (antes, Libra) a partir de enero de 2021, para ser procesado por prácticas anticompetitivas por la Comisión de la Competencia de Estados Unidos (FTC) y una coalición de 48 estados y territorios de Estados Unidos. La amenaza de un desmantelamiento se cierne sobre el grupo. El 16 de diciembre, Texas y otros nueve estados de EE.UU. presentaron una demanda contra Google, de nuevo por prácticas anticompetitivas en el mercado de la publicidad.

Por su parte, la Comisión Europea desveló el 15 de diciembre el proyecto de dos directivas para “poner fin al salvaje oeste” en el mundo digital, en palabras de Thierry Breton, comisario europeo de Mercado Interior. La primera, la Ley de Servicios Digitales (LSD), tiene por objeto imponer la regulación del contenido de las redes sociales, con facultades de intervención en cada Estado miembro. La segunda directiva, la Ley de Mercados Digitales (DMA), busca evitar que los llamados actores “sistémicos” amenacen el libre juego de la competencia, es decir, que sean tan ineludibles que impidan la aparición de otras empresas.

Esta voluntad de reapropiarse de las leyes antimonopolio en todo el mundo marca un verdadero punto de inflexión. Bajo la influencia de la escuela de Chicago, las leyes anticompetitivas se han reducido a la mínima expresión, en los últimos 30 años; se suponía que el mercado, por naturaleza infalible, debía proporcionar los remedios para sus propios desequilibrios. A menos que se demostrara que ciertas situaciones eran perjudiciales para los consumidores, no había razón para intervenir.

Sólo sobre la base de este único criterio los organismos de defensa de la competencia de Europa y Estados Unidos han decidido intervenir y posiblemente imponer sanciones. Y a partir de este criterio los gigantes digitales han prosperado. A éstos, denunciados ante diversos tribunales, no les faltan argumentos para defender su posición, apoyándose únicamente en la defensa de los consumidores. En su opinión, no perjudican a los consumidores, al contrario. Todos ellos sostienen que han desarrollado tecnologías digitales cada vez más eficientes que están a disposición de los consumidores de forma gratuita. Al menos aparentemente.

Leyes antimonopolio

La realidad se ha impuesto sobre la teoría. Incluso los economistas más ortodoxos se ven obligados a reconocer que la teoría de la competencia, tal como la defienden los neoliberales, está resultando inadecuada frente a los modelos y métodos de los gigantes digitales, rompiendo todas las reglas convencionales de la economía. “El problema para los reguladores es que los marcos antimonopólicos habituales no se aplican en un mundo en el que los costes para los consumidores (a menudo en forma de datos y privacidad) son totalmente opacos. Pero esta es una excusa pobre para no cuestionar claramente las operaciones anticompetitivas, como la compra de Instagram (con su red social de rápido crecimiento) por parte de Facebook, y la de Waze, que ha desarrollado mapas y sistemas de geolocalización, por parte de su competidor Google”, escribía ya en 2018 el muy tradicional economista Kenneth Rogoff. Para él, hay una necesidad urgente de restablecer las leyes antimonopolio porque los gigantes de la tecnología se ha convertido en un problema para la economía norteamericana.

En efecto, lejos de permitir un aumento de la productividad, como suponen las teorías económicas convencionales, las innovaciones tecnológicas de los últimos años han derivado, por el contrario, en una reducción de los salarios, un deterioro del empleo y de los derechos sociales y un aumento de las desigualdades. Al dominar todo el universo digital, con la compra de todos los competidores que podrían eclipsarlos, los gigantes digitales han organizado un modelo que les permite capturar valor en beneficio propio y acumular una renta global de niveles históricamente sin precedentes, lo que ha llevado a la creación del tecnofeudalismo, como lo llama el economista Cédric Durand.

Las principales referencias a la aplicación de las leyes contra el abuso de una posición dominante, que condujeron al desmantelamiento del imperio estadounidense del acero de Andrew Carnegie o a la destrucción de la Standard Oil de Rockefeller, afloran en todos los textos. Pero, ¿es suficiente el restablecimiento de las leyes antimonopolio aplicadas en el pasado para contrarrestar el poder de la los Big Tech y restaurar el control democrático sobre el desarrollo de la economía digital?

En los últimos años, la Comisión Europea ha sancionado repetidamente a los gigantes digitales, sin que esas sanciones parezcan haber tenido efecto alguno en sus prácticas. La evasión fiscal, el no respeto de los derechos sociales, el abuso de la posición dominante siguen siendo el centro de su modelo. También ha intentado un comienzo de regulación, que las autoridades estadounidenses se han negado a llevar a aplicar hasta ahora, imponiendo una Regulación General de Protección de Datos (GDPR). Este reglamento ha servido de referencia en todo el mundo. Pero aquí de nuevo, los efectos parecen limitados.

En el marco de su proyecto de directiva, la Comisión Europea prevé ir más lejos e imponer, si es necesario, el desmantelamiento de un grupo si su posición se considera monopolística en el mercado europeo. Esta propuesta, si alguna vez ve la luz (se necesitarán por lo menos dos años de negociaciones para llegar a un texto que logre un consenso), se considera, en el mejor de los casos, similar a la disuasión nuclear –es decir, una amenaza que se supone que nunca tendrá que ser aplicada– y, en el peor, como un anuncio demagógico de comunicación, según los observadores. Para ambas partes, la Comisión Europea nunca podrá imponer el desmantelamiento de un grupo estadounidense. Porque también es uno de los hechos del problema: Europa, con su ceguera ideológica que prohíbe cualquier apoyo público directo o indirecto, ha sido incapaz en 20 años de crear el más mínimo campeón digital y, en cambio, ha contribuido a apagar todo el potencial existente.

Pero la idea de desmantelar algunos de los gigantes digitales, que parecía imposible hasta ahora, también está ganando terreno en Estados Unidos. En su denuncia contra Facebook, la Comisión de Competencia de EE.UU. (FTC) se refiere explícitamente a ello. El grupo de la red social, que se ha convertido en objeto de hostilidades tanto por parte de republicanos como de demócratas por difundir noticias falsas y comentarios extremistas en sus plataformas, podría verse obligado a separarse de Instagram. Hay proyectos similares en marcha para contrarrestar el poder de Google o Amazon.

Hasta ahora, los gigantes digitales siempre han conseguido contrarrestar todos los ataques con un argumento de peso: limitar su desarrollo o incluso imponer su desmantelamiento, equivaldría a dar vía libre a los gigantes tecnológicos chinos, que a su vez no sufren ninguna cortapisa. El control de Alibaba por parte del Gobierno de Pekín les priva ahora de este argumento.

Decididos a no ceder, a movilizar cientos de millones de dólares para preservar sus ingresos, los Gafam ya están trabajando en otros medios de defensa. La idea de someter a estos gigantes a una regulación comparable a la impuesta al mundo bancario y financiero está empezando a surgir. Sus defensores sostienen que los medios de sanción, que ascienden a miles de millones de dólares, son armas lo suficientemente poderosas como para obligar a todo el mundo a pasar por el aro. La perspectiva de poder recurrir a los tesoros de guerra, estimados en 350.000 millones de dólares, para reflotar las arcas del Gobierno de EE.UU. es convincente para muchos congresistas.

Sin embargo, el precedente de la crisis financiera de 2008 exige algunas reservas. Sabemos lo que pasó con la regulación bancaria. Wall Street capturó a sus reguladores e hizo su ley hasta la junta de la FED. ¿Cómo podría suceder de otra manera con los gigantes digitales?

Para recuperar el control de la economía digital, debemos ir más allá de las simples leyes antimonopolio existentes, que son parcialmente ineficaces contra los gigantes digitales, y atacar el corazón de su modelo: la mercantilización de los datos privados. Desde el principio, éstas han prosperado gracias a la recogida –gratuita y a menudo desconocida para los consumidores– de las huellas dejadas en todas partes por los usuarios de internet y que posteriormente son explotadas o revendidas por las plataformas.

Los Estados no parecen haber percibido el valor de este capital intangible, empezando por el Ejecutivo francés. Ha sido necesaria una llamada al orden de la CNIL para obligar al Estado a poner en tela de juicio el contrato firmado con Microsoft sobre los datos sanitarios de todos los franceses. Y últimamente, la Banque publique d'investissement (BPI) ha confiado a Amazon la recopilación de datos sobre todos los beneficiarios de un préstamo garantizado por el Estado.

Los economistas Glen Weyl y Eric Posner, que también son muy liberales, proponen en su libro Radical Markets invertir el modelo; en lugar de beneficiarse de él de forma gratuita, los Gafam debería pagar para utilizar los datos recogidos de todos los individuos.

Para algunos economistas, estas medidas, por muy espectaculares que sean, no permiten recuperar el control democrático del mundo digital; de lo que hay que reapropiarse públicamente no son tanto los datos como las tecnologías que permiten explotarlos. Porque aunque estén vigilados y regulados, estos gigantes digitales siguen imponiendo su visión del futuro a través de sus opciones tecnológicas y los avances que lideran. Una tecnología, sostienen, puede producir lo peor o lo mejor, ser el instrumento de una libertad o el instrumento de una sociedad que vigila cada vez más a sus poblaciones. Estas orientaciones no pueden dejarse al libre albedrío de un puñado de monopolios globales, argumentan.

Pero este control democrático presupone que los Estados ya no dejan que los gigantes digitales dispongan de las tecnologías que se debe desarrollar y de su aplicación, que adquieran conocimientos técnicos para poder abordarlo y controlar las decisiones. Pero, ¿quieren hacerlo realmente?

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Traducción: Mariola Moreno

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