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Trump, el final lógico de una presidencia marcada por la violencia y el odio

Seguidores de Trump, en el interior del Capitolio este miércoles.

Mathieu Magnaudeix (Mediapart)

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No se ha cansado de repetir que las elecciones presidenciales habían sido un “robo”, “amañadas”. Que las papeletas habían sido “destruidas”. Que las máquinas de votar habían sido manipuladas. Que cientos, tal vez millones, de votos no habían sido contabilizados. Sin el menor indicio, como han destacado muchos jueces a los que han recurrido sus abogados.

“Ganamos Georgia. Ganamos las elecciones”, continuó diciendo Trump, en una enfermiza negación de los hechos; frente a Joe Biden, Trump perdió, claramente, por siete millones de votos de diferencia, las elecciones han sido ratificadas y el recuento electoral no le favoreció.

Desde su derrota en las urnas, el pasado 3 de noviembre, frente a Joe Biden, Donald Trump ha seguido viviendo en su mundo paralelo de mentiras e incitación constante al odio y la violencia. En esto, es total y absolutamente responsable de la invasión, por parte de algunos de sus seguidores, del Capitolio; un asalto que asombró al mundo y conmocionó a Estados Unidos, un episodio histórico que terminó con la muerte de cuatro personas en circunstancias todavía poco claras.

Siguiendo el ejemplo de la demócrata Alexandria Ocasio-Cortez, muchos representantes electos piden su destitución expresa o la activación de la 25ª enmienda de la Constitución, que permite la destitución de un presidente incapaz de desempeñar sus funciones. El mensaje es urgente, a Donald Trump todavía le quedan 14 días en la Casa Blanca antes de la toma de posesión de Joe Biden. Y se trata de 14 días de más.

La invasión del Capitolio es espectacular, un hecho sin precedentes en dos siglos. Se parece al escenario facilón de una película de Hollywood. Provoca estupor en el mundo entero. Sin embargo, tiene poco de sorprendente, estamos ante la derivada lógica. Como cualquier autócrata digno de ese nombre, Donald Trump siempre ha advertido de sus intenciones.

En septiembre, el presidente de EEUU se negó a decir que garantizaría una transición pacífica a su sucesor. El miércoles por la mañana, volvía a alentar a sus más acérrimos partidarios a dirigirse al Capitolio, volviendo a decir que nunca “reconocería la derrota”, lo que llevó al vicepresidente Mike Pence a impugnar el resultado de las elecciones en el Congreso, a pesar de que no tiene ni la capacidad ni la intención de hacerlo.

Incluso les dijo: “No recuperarán nuestro país siendo débiles”, un claro llamamiento al uso de la fuerza.

Durante años Donald Trump ha estado vaticinando la “guerra civil” para galvanizar a su base contra los inmigrantes, socialistas, minorías. Este miércoles, sus partidarios le tomaron la palabra, declarando la guerra al Congreso, en el momento en que el Parlamento de EEUU estaba ratificando los resultados de las elecciones de noviembre.

Trump, un payaso fascistoide, ganó la Presidencia soliviantando a la base republicana. El Partido Republicano, inicialmente conmocionado por el excéntrico, terminó por cohabitar con él por interés político e instinto de supervivencia. Sus líderes, incluso aquellos que una vez dijeron pestes de él, le defendieron en todo momento, se aferraron a él, lo defendieron en cada oportunidad, se acomodaron con él en todas las manipulaciones y golpes bajos.

En cuatro años en la Casa Blanca, Trump terminó construyendo un ejército de fieles de la muerte. Estas personas creen realmente que Trump es el elegido. El que los librará de Satanás, del fango liberal y “socialista”, de esos negros que reclaman derechos, de los demócratas que organizan orgías en las pizzerías, de los republicanos corruptos, del Estado Leviatán que pretende gobernar sus vidas. Trump es su salvación, el brazo armado de Dios, el que salvará a la América blanca; esto es en lo que él cree, ese Davy Crockett con el torso desnudo y tatuajes nazis al que se vio fugazmente triunfante en el Senado de EEUU sobre el escritorio del vicepresidente, mientras que los parlamentarios horrorizados se encontraban en un lugar seguro.

En nombre de Trump, algunos de sus admiradores colocaron artefactos explosivos contra figuras demócratas o el multimillonario George Soros. En su nombre, una banda de idiotas fanáticos planeaba secuestrar a la gobernadora demócrata de Michigan (Trump no los condenó, señalando a la gobernadora). Durante su Presidencia, una joven fue asesinada en Charlottesville por un neonazi y el FBI declaró que la supremacía blanca era la amenaza terrorista número uno. Delitos de odio y tiroteos asesinos (Las Vegas, Parkland, El Paso...), muchos de ellos también por motivos raciales, se han sucedido como nunca antes en la historia reciente de Estados Unidos.

Desde 2015 y el día en que Donald Trump bajó las escaleras de la Torre Trump para anunciar su campaña, el falso multimillonario neoyorquino, bocazas tóxico de los reality shows que se jacta de agarrar a las mujeres “por el coño”, él mismo acusado de una veintena agresiones sexuales, ha alimentado la violencia y el odio a diario.

Junto con la mentira –30.000, según cálculos de The Washington Post–The Washington Post, ése ha sido el motor político de su Presidencia, su combustible permanente.

En sus mítines mussolinianos, en Twitter, durante las entrevistas en los medios de comunicación ultraconservadores Fox News, One America, Newsmax, Trump banalizaba en el espacio público una estrategia de tensión extrema, mezclando conspiraciones, comentarios o insinuaciones racistas, comentarios sexistas, declaraciones agresivas y amenazas puras, contra individuos, instituciones (el FBI, la CIA, el Departamento de Justicia, etc.), o los medios de comunicación, calificados cientos de veces como “enemigos del pueblo”.

Hace cinco años, Trump lanzó su campaña atacando a los “violadores mexicanos”. Dijo que era tan popular que podría disparar a alguien en la Quinta Avenida sin que el hecho le provocase daño alguno. Ha justificado la tortura y la violencia policial. A menudo incitaba a sus partidarios a la violencia física contra los que perturbaban sus reuniones. Les hizo gritar “¡Enciérrenlo!” contra a rivales políticos. Calificó a los neonazis que protestaban en Charlottesville, Virginia, una escenografía inspirada en el Ku Klux Klan, “de muy buena gente” y al jugador de fútbol Colin Kaepernick, que denunció el racismo, de “hijo de puta”. Calificó a una mujer negra de “perro” y criticó el “bajo coeficiente intelectual” de otra.

Denunció a los musulmanes como un “problema” y una “enfermedad”, cerrando las puertas de Estados Unidos a algunos de ellos, impidiendo que los sirios adquiriesen el estatus de refugiados. Llamó a los países africanos “países de mierda”, sugirió que todos los haitianos tienen SIDA, instó a que se “disparara” contra los migrantes, encerró a los niños en jaulas, separó a miles de familias solicitantes de asilo en la frontera acusadas de “invasión”.

Acusó a las víctimas de la peor matanza antisemita de la historia norteamericana de no haberse protegido lo suficiente y de haber multiplicado las insinuaciones antisemitas. Le dijo a las diputadas hispanas y musulmanas demócratas que “volvieran a los países de los que procedían”. Apeló a “disparar” a los activistas de Black Lives Matter (“cuando empiezan los saqueos, empiezan los disparos”) y amenazó con enviar a la Guardia Nacional en contra del consejo de los ayuntamientos para reprimirlos.

Se negó a condenar el asesinato de dos personas a manos de uno de sus partidarios destinado en Kenosha, Wisconsin. Instó al grupo masculino de extrema derecha Proud Boys a “estar a su lado” y rindió homenaje a los seguidores del culto de la conspiración de extrema derecha QAnon.

La enumeración no es detallada. Toda su Presidencia ha estado marcada por la violencia y la brutalidad. Al apoyarlo hasta el final en su abrumadora mayoría, los republicanos aceptaron lo peor.

Cuando el miércoles era invadido el Capitolio, esos mismos, los Mitch McConnells y los Lindsay Grahams, y con ellos los barones del Partido Republicano, tuvieron una buena oportunidad de apelar a la calma y la razón. Trump es a la vez su verdugo, su señor feudal y su monstruo de Frankenstein fuera de control, admirado por una base republicana cada vez más fanática. Nunca han sabido decir basta, excepto al final, empujados por las circunstancias y la invasión sin precedentes del Capitolio.

Su responsabilidad es inmensa. La historia juzgará con dureza a Trump, pero al menos le reconocerá su coherencia en la violencia y en la desmesura. La misma historia corre el riesgo de ser todavía más dura con sus facilitadores republicanos, que consintieron lo peor, cobardes, serviles, miserables, lamentables.

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Traducción: Mariola Moreno

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