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Investigadores del FMI alertan del riesgo de explosión social o revoluciones tras la pandemia

Concentración en Barcelona en apoyo a Pablo Hasél.

Romaric Godin (Mediapart)

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Después de la pandemia, ¿la explosión social?. Esto es lo que preocupa, en los últimos meses, al Fondo Monetario Internacional (FMI). En una entrada de blog, publicada el 3 de febrero, tres investigadores de la institución con sede en Washington destacan la posibilidad de que la sombra del covid sea alargada, por las “repercusiones sociales de las pandemias", basándose en varios trabajos del FMI.

Este análisis nos recuerda que, históricamente, las pandemias y los movimientos revolucionarios están estrechamente relacionados. Los investigadores del FMI recuerdan también que la insurrección parisina de 1832, la que se cuenta en Los Miserables de Víctor Hugo, tuvo como punto de partida la epidemia de cólera-morbus.

Para establecer este vínculo de forma cuantitativa, el FMI ha publicado dos trabajos de investigación (working papers) en diciembre de 2020 y febrero de 2021. El primero es de Tahsin Saadi-Sedik y Rui Xu y lleva por título Un círculo vicioso: cómo las pandemias llevan a la desesperanza económica y al desorden social.

El segundo, de Philip Barrett y Sophia Chen, se titula El impacto social de las pandemias. Ambos estudios llegan a la misma conclusión: las pandemias refuerzan el desorden social a largo plazo, pero tienen un efecto pacificador sobre la situación social a corto plazo.

Para medir estos efectos, ambos textos utilizan un índice desarrollado en julio de 2020 por el FMI para medir el nivel de perturbación social en un país. Este índice se basa en la aparición de términos que definen un periodo de “desorden social” (social unrest) en un corpus de la prensa inglesa desde 1985. El FMI cree, mediante el cruce con los movimientos identificados, que este índice es capaz de describir una realidad y no un sesgo editorial. Este índice se ha cruzado con los episodios epidémicos conocidos en los 130 países cubiertos por esta medida.

El efecto retardado de las epidemias parece ser una singularidad de estas catástrofes que las distingue de otros desastres naturales. Tahsin Saadi-Sedik y Rui Xu estiman que “las pandemias provocan riesgos significativamente mayores de desorden social 14 meses” después de la crisis sanitaria. Dos años más tarde, este riesgo alcanzaría su máximo, que sin embargo se mantendría significativamente más alto hasta cinco años después de los hechos. Barrett y Chen se hacen eco de estos resultados y señalan que, a partir de marzo de 2020, el índice de tensión social se redujo drásticamente en todo el mundo, a pesar de que la situación social se había visto especialmente alterada en los años anteriores. Las únicas excepciones fueron los movimientos Black Lives Matter en Estados Unidos y las protestas socioeconómicas en Líbano.

Los equipos del FMI creen que las epidemias tienen un efecto pacificador a corto plazo, no sólo porque refuerzan “la cohesión social y la solidaridad”, inherentes a cualquier acontecimiento catastrófico, sino también porque reducen más que otros las interacciones y los movimientos sociales. Esto puede suponer una oportunidad para que el gobierno “se sirva de la emergencia para reforzar su poder y reducir las disensiones”. Este fenómeno explicaría, por tanto, el “largo” efecto social de las pandemias.

De lo que se trata es de que la crisis “ponga de manifiesto y agrave problemas preexistentes como la falta de confianza en las instituciones, la mala gobernanza, la pobreza o las crecientes desigualdades”. Por tanto, no es tanto la pandemia como tal lo que provocaría malestar, sino su efecto amplificador sobre las condiciones preexistentes.

Este matiz podría explicar las consecuencias más o menos violentas y más o menos diferidas de las pandemias que pueden verse en algunos ejemplos históricos. Por ejemplo, la insurrección de junio de 1832 se produjo en un momento en que la epidemia de cólera estaba disminuyendo, pero seguía presente. La situación social y política francesa era entonces explosiva, como demuestran la revuelta de los canuts (trabajadores de la seda) en Lyon a finales de 1831 y el motín antilegitimista de febrero de 1831. La agitación abierta por la insurrección de 1832 conocerá además un renacimiento en 1834 con nuevos levantamientos de los republicanos parisinos y de los canuts lioneses.

Del mismo modo, en 1918, aunque la revolución alemana que, a principios de noviembre, derrocó al régimen imperial, tuvo lugar durante el apogeo de la segunda ola de la llamada gripe española, la más mortífera, la explosión social se produjo en un contexto particular, marcado por la chispa de la revolución rusa y la derrota militar del país. Pero los cinco años siguientes estuvieron marcados por un fuerte malestar social y no fue hasta mediados de la década de 1920 cuando la situación se calmó temporalmente.

Sin embargo, hay que desconfiar de cualquier visión sistemática de la relación entre la epidemia y el malestar social. Y, a veces, estas conclusiones pueden parecer tautológicas. Decir que las epidemias refuerzan las crisis en ciernes es, en definitiva, decir poco sobre sus efectos reales. También hay que tener en cuenta que en todos estos estudios hay cierto sesgo que se explica por la situación actual.

Durante mucho tiempo, las epidemias apenas se tuvieron en cuenta en los estudios económicos. Hasta marzo de 2020, la situación social y económica de los años 20 se analizaba sin hacer apenas referencia a la conocida como gripe española y a sus entre 20 y 50 millones de muertos en todo el mundo. Desde marzo de 2020, los estudios sobre el tema han florecido. Es bueno que, debido al coronavirus, se vuelva a tener en cuenta el impacto de las epidemias, sin caer en una visión monocausal y sistemática de los fenómenos sociales (cosa que, por otra parte, no hacen los estudios del FMI).

La gripe asiática de 1957-58 y la gripe de Hong Kong de 1968-69 pasaron prácticamente desapercibidas para la opinión pública, aunque mataron a más de 10.000 personas en Francia la primera y a más de 30.000 la segunda. La agitación social que siguió a la primera fue bastante leve y se centró en gran medida en la cuestión de la guerra de Argelia.

Por el contrario, los disturbios de los años 1969-73 fueron muy intensos, con conflictos sociales y políticos muy fuertes. Evidentemente, la situación socioeconómica desempeña un papel central en esta diferencia: en 1959, período de reconstrucción, es el establecimiento de la solidaridad nacional y la apertura a la sociedad de consumo, y diez años más tarde, observamos un debilitamiento del modelo fordista y una contestación filosófica de la sociedad de consumo.

¿Debemos considerar que las epidemias desempeñaron un papel en estas dos situaciones sociales diferentes? Es posible, pero sabiendo que el efecto debe haber sido en gran medida inconsciente en ese momento porque, durante estas dos pandemias, como en 1918, la cuestión de la salud apenas se tuvo en cuenta en los debates de la época. En cualquier caso, estos estudios parecen demostrar que una crisis epidémica tiene la capacidad de reforzar los problemas sociales existentes con un desfase temporal.

Una situación actual explosiva

La cuestión de este vínculo es especialmente grave en el caso del covid-19. En primer lugar porque, a diferencia de la gripe española, la asiática o la de Hong Kong, esta epidemia ha sido el centro de atención de las sociedades y las economías de todo el mundo desde marzo de 2020. Todas las actividades humanas parecen depender de la evolución de la pandemia. Por lo tanto, el efecto retardado de esta epidemia sobre la situación social podría ser naturalmente importante.

Más aún cuando la situación previa era problemática. El aumento de las desigualdades que ha acompañado a las políticas neoliberales en los últimos cuarenta años ha creado un caldo de cultivo para las tensiones sociales, especialmente cuando la economía capitalista luchaba por salir de la crisis de 2008 y sus consecuencias.

Por ello, no es casualidad que el año 2019 haya estado marcado por grandes conflictos sociales y políticos en varias partes del mundo, desde el Líbano hasta Chile, pasando por Hong Kong y Ecuador. La pandemia ha calmado este conflicto. Pero no ha resuelto los problemas de fondo. Incluso puede agravarlos.

Es cierto que los gobiernos de todo el mundo han intentado amortiguar el impacto económico y social directo de la pandemia aumentando las transferencias, a menudo de forma temporal. Casi toda la producción privada se ha puesto en hibernación. Pero estos mecanismos están pensados para durar sólo mientras dure la pandemia y dejan desprotegida a una parte de la población, a menudo la más precaria y pobre. Una vez que se ha producido la vuelta a la “normalidad”, que puede llevar tiempo, la adaptación puede ser dolorosa.

Como señala el economista Michel Husson en un texto reciente, las prisas de las empresas por restablecer e incluso compensar las pérdidas registradas durante la pandemia podrían provocar una grave destrucción de puestos de trabajo, sobre todo a través de una oleada de automatización o un aumento de la jornada laboral.

En un escenario optimista, la “destrucción creativa” acabaría por crear más puestos de trabajo al fomentar la inversión y la innovación. Pero en un sistema capitalista contemporáneo en el que el aumento de la productividad global es escaso, en el que el sector de los servicios estará a la cabeza de la destrucción de puestos de trabajo y en el que la financiarización hace más frágil el vínculo entre los beneficios y el empleo, hay que considerar otro escenario. El de que la carrera por el beneficio se traduzca en un debilitamiento del empleo y de los salarios.

Es decir, aquel en el que se produciría tanto un debilitamiento estructural del crecimiento (por una demanda aún contraída) como una intensificación de la lucha entre el capital y el trabajo. Esto no sería muy sorprendente, es el doble fenómeno constatado después de la crisis de 2008-2009 y que condujo al malestar social de finales de 2010.

Los equipos del FMI confirman este análisis. Tahsin Saadi-Sedik y Rui Xu indican que “las desigualdades aumentan y el crecimiento se ralentiza considerablemente como consecuencia de las pandemias”. Sus cálculos llevan a la conclusión de que, al cabo de cinco años, el índice de Gini, que mide la desigualdad, aumenta casi un 1,2% de media, un porcentaje considerable.

El PIB acumulado durante el mismo periodo sería un 10% inferior al nivel anterior. Sin embargo, los dos autores también identificaron un vínculo entre estos dos elementos y los desórdenes sociales: “El riesgo de desórdenes civiles aumenta con una mayor desigualdad y un menor crecimiento económico”, señalan. Esto es, en el caso del covid-19, aún más evidente ya que el crecimiento ya estaba debilitado y la intolerancia hacia la desigualdad estaba muy presente.

Lo peor nunca es seguro, pero parece que la debilidad del crecimiento y la necesidad del capitalismo actual de aumentar la presión sobre el trabajo, sumadas a los efectos directos de la pandemia, están llevando a una situación explosiva. Y, dado el efecto retardado de las pandemias, la calma actual no garantiza la paz social futura. Por lo tanto, sería un error que los actuales dirigentes tomaran al pie de la letra los picos de popularidad o una forma de apatía entre la población. No dicen nada sobre los desórdenes políticos y sociales que se avecinan.

Por ello, los dos equipos del FMI están muy preocupados y advierten a los dirigentes de estos riesgos. “Nuestros resultados implican un alto riesgo de malestar social después del covid-19, a menos que se pongan en marcha políticas valientes y rápidas para proteger a los más vulnerables de la sociedad”, concluyen Tahsin Saadi-Sedik y Rui Xu, que se muestran especialmente preocupados por el efecto de arrastre: un malestar social que lleve a un mayor debilitamiento económico.

En cuanto a Barrett y Chen, son más cautos y se contentan con la “expectativa razonable de que los trastornos sociales puedan reaparecer allí donde han existido antes”. El efecto amplificador de la pandemia sugeriría que incluso podrían surgir en otros lugares. Tanto más cuanto que las medidas de lucha contra la pandemia han desencadenado a veces protestas en países hasta ahora no afectados por el malestar social, como Alemania o los Países Bajos.

Es lamentable que la investigación del FMI sea tan increíblemente ignorada por los funcionarios del propio Fondo, que por su parte continúan su trabajo como si nada hubiera pasado. Por ejemplo, en el caso de Francia, país en el que el nivel de tensión social era especialmente alto antes de la crisis, el FMI sigue pidiendo que se dé prioridad a la reducción de su deuda pública.

En sus últimas recomendaciones publicadas en enero, el FMI afirmaba: “La deuda de Francia es elevada y creemos que ha llegado el momento de elaborar y aprobar un plan de consolidación fiscal creíble a medio plazo”. Una estrategia que se puso en marcha a finales de diciembre, cuando el primer ministro Jean Castex creó la comisión sobre el futuro de la deuda.

Pero no hay ningún secreto; dar prioridad a la reducción de la deuda significa recortar las transferencias sociales o acelerar la política de oferta en favor del capital y en detrimento del trabajo. O ambas cosas. Tanto el FMI como el Gobierno parecen haber optado por lo segundo. La situación es, por tanto, aún más explosiva ya que el FMI, que advierte en sus documentos de investigación contra el riesgo social, apoya en la práctica políticas que agravan este riesgo. Esto ilustra un rasgo dominante de la época: el neoliberalismo está en crisis, pero sigue siendo el punto de referencia dominante para la élite.

La pandemia ha puesto a las sociedades bajo tensión y la crisis económica que se avecina podría provocar explosiones sociales sin precedentes. Se trata de una advertencia gratuita para los líderes. Pero estos últimos miran hacia otro lado y, tras la retórica de la lucha contra la “desigualdad”, siguen aplicando políticas neoliberales. Si a este panorama le añadimos el creciente riesgo climático, se dan los ingredientes para una gran crisis en los próximos años.

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Traducción: Mariola Moreno

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