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El 'boomerang' Sussex: la historia se repite en la familia real británica

Portadas de los periódicos del Reino Unido mostrando la reacción a la entrevista del príncipe Harry y su esposa Meghan.

Antoine Perraud (Mediapart)

El “érase una vez” puede ser el comienzo de un cuento infernal. Érase una vez una reina muy mayor, al otro lado del Canal de la Mancha, que terminó su existencia real como había empezado su vida como princesa Isabel de York: sacudida por un escándalo estadounidense.

El primero la propulsó mientras sacudía el edificio de la casa de Windsor. Eso fue en el desdichado año de 1936: la niña tenía 10 años. Tres soberanos pasaron por el trono a la velocidad del rayo. Jorge V murió en enero. Su hijo mayor, Eduardo VIII, fue llamado a reinar, pero en diciembre, abdicó. La flor y nata se puso a trabajar ferozmente en torno a Cosmo Lang, arzobispo de Canterbury, es decir, subjefe de la Iglesia anglicana (a cuya cabeza se sitúa el monarca).

Cosmo Lang, cuando sólo era arzobispo de York, había bautizado a la pequeña princesa Isabel en 1926. Diez años más tarde, como representante de Dios, hizo todo lo posible por derrocar a Eduardo VIII, que se atrevía a intentar casarse con una divorciada estadounidense que lo tenía prendado: Wallis Simpson. ¡Fuera!

El 11 de diciembre de 1936 subió al trono el hermano menor del rey recién depuesto: Jorge VI, asistido por una mujer de hierro, Elizabeth Bowes-Lyon (1900-2002). Su hija mayor, la actual Isabel II, que cumplirá 95 años el 21 de abril, debe su buena fortuna dinástica a que se echase a un lado un tío enamorado de una mujer norteamericana demasiado libre.

Cabe imaginar la conmoción. La contaminación estadounidense era patente. El tío Edward estaba en las garras del Tío Sam. En su discurso de despedida, el rey depuesto explicó que no podía continuar sin el apoyo de la mujer que amaba. Los oídos más perspicaces del reino creyeron escuchar una pizca de acento yanqui en su “The woman I love” [“la mujer a la que amo”] (minuto 2:19)...

En los primeros meses de 1936, la modernidad intolerable de un soberano, bajo la influencia de una criatura del otro lado del Atlántico, a punto estuvo de abrir los ojos de una casa real –que aún no se llamaba “la empresa”– tan orgullosa de sus anteojeras. Eduardo VIII rechazó la estructura tediosa de la Iglesia, que veneraba el arzobispo de Canterbury. Este monarca, vestido de forma sencilla, visitaba incluso a los pobres, no para predicar la paciencia y la resignación bajo la apariencia de buenas obras, sino para exigir la mejora de la situación de éstos. No tenía pelos en la lengua y hacía política, ¡qué horror!

Una vez destronado, Eduardo VIII, rebajado a duque de Windsor, se exilió a Francia, donde se casó con Wallis Simpson. La pareja, confinada en el Bois de Boulogne o en el Vallée de Chevreuse, se vio sometida a un silencio cautelar y vivió una vida de holgazanes mundanos. Nada por lo que preocupar a la sobrina convertida en reina en 1952. Ni siquiera a la reina madre, que con sus aires de granny adorable que no había roto un plato en su vida, sentía un odio visceral hacía la estadounidense.

El duque y la duquesa de Windsor se sacrificaron silenciosamente. Su expresión no verbal, en una de las escasas entrevistas televisivas que datan de 1969, rezuma infelicidad, neurosis, la lenta crucifixión dinástica de un dúo estigmatizado. Se les puede ver hablar de su supuesta felicidad (minuto 2’30’’ del vídeo): reclusión patética.

Es el precio que hay que pagar por tener la desfachatez de querer ser “un rey al día” (an up to date King), como él mismo confiesa en el vídeo sobre estas líneas (en el minuto 3:12). En 1936, la clase alta inglesa no estaba lejos de pensar que EE.UU., perdido durante la locura del rey Jorge, en el siglo XVIII, seguía siendo una posesión mental, si no física, de la corona británica. ¿Enamorarse de un yanqui para pretender modernizar lo que había de glorioso y polvoriento? ¿Podría haber un pecado más vil contra la sagrada tradición de Albión? ¿Cómo pudo una mujer de una antigua colonia guiar a un rey, entonces emperador de la India? Una auténtica locura. ¡Al diablo con eso!

Ahora vuelta a empezar con Meghan Markle, la mujer que ha echado el lazo al príncipe Harry, antes de salir pitando bien lejos con él y el niño nacido de su heterodoxa unión. Esta nueva pareja maldita no sólo ha puesto el Canal de la Mancha entre Londres y él, sino el Atlántico, además de todo un continente: él vive en California. Y a partir de ahí, en lugar de esconderse y callarse, como hicieron en su día los duques de Windsor, largan. Una entrevista de dos horas, emitida en la CBS, con Oprah Winfrey. ¡Vaya!

Más allá del presunto guiño de vestimenta a Wallis Simpson –oh, mujeres eternamente reducidas a hablar, pensar y vestir trapitos–, la entrevista quizá obligue a la sociedad británica a reflexionar sobre su realeza, su uso y su mal uso. Gracias, una vez más y quizás de una vez por todas, a una palanca yanqui. Intrusión, conflagración.

En ella, Harry de Sussex dice que el “racismo” es la principal causa de su exilio y señala a una prensa sensacionalista británica “fanática” y “nociva” (toxic). Meghan Markle habla de cómo intentaron silenciarla. Como mujer. Como descendiente de esclavos por parte de madre. Como mujer dominada y mal vista por los dominantes: sé bella y mátate.

Hay un colonialismo, racismo e incluso nazismo impensable en la casa de Windsor. No se puede decir más de la “compañía”, que actúa como boa constrictor de la memoria y la verdad histórica.

A pesar de los títulos e insignias vinculados a la flota, a la Commonwealth, a lo exótico, a pesar de los viajes, de las visitas de Estado, de las vueltas al mundo, huele a cerrado en la casa de Windsor: miedo al verdadero mar abierto, horror a la diferencia radical. Todo el mundo se casa entre descendientes de la reina Victoria. Se pasa de las reuniones familiares a las alcobas.

Como Isabel II y el príncipe Philip. Este último muy próximo de los 100 años (los cumple el 10 de junio). Nacido en Corfú de un alto linaje helénico-danés, le acogió, durante su juventud, en Saint-Cloud Marie Bonaparte, pionero del psicoanálisis, vinculado por sus hermanas a dignatarios nazis pero combatiente de Hitler en la marina británica, el marido de la Reina es un mosaico muy propio... de la nobleza decadente. Atesora en su interior todos los recuerdos griegos, daneses, alemanes, franceses y otros, para fundirse en el arquetipo de una tradición limitada, gregaria y miope, propia de esta Inglaterra desesperante irremediablemente insular, orgullosa de su orgullo y sus prejuicios.

Este antiguo príncipe consorte no aprendió nada y lo olvidó todo, salvo el peculiar humor teñido de insoportable racismo que siembra por doquier. Al presidente de Nigeria, vestido con un traje tradicional africano: “¡Hombre! ¡Ya está listo para ir a la cama!”. A los estudiantes británicos en Pekín: “¡Si os quedáis mucho tiempo, se os quedarán los ojos rasgados!”. A un aventurero que regresa de Papúa Nueva Guinea: “¿Se las apañó para que no se lo merendaran vivo por allí?”. A los aborígenes australianos: “¿Siguen luchando con flechas?”. A una mujer keniata que le hace un regalo: “Eres una mujer, ¿no?

Cómo sorprenderse de que semejantes miembros de esta familia real de celofán le preguntasen, con preocupada y ceñuda pompa, a Meghan Markle sobre el color de su hijo no nacido.

85 años después de las desventuras de Eduardo VIII, los Sussex han encendido una mecha que puede no apagarse. El presentador estrella del programa matutino de la ITV, Piers Morgan, un demagogo bocazas que se postuló sin éxito como portavoz del presidente Donald Trump y cuyo agresivo desprecio a las mujeres y a las minorías fue moneda corriente en la pequeña pantalla, acaba de dejar el programa. Se despachó a gusto sobre Meghan Markle tras su entrevista en la CBS.

Pero en la ITV, el copresentador Alex Beresford, apóstol de la diversidad, le leyó la cartilla a Piers Morgan en directo, y éste se ofendió y puso pies en polvorosa. La secuencia (véase el vídeo bajo estas líneas) baste de ejemplo. Como si la onda expansiva provocada por Meghan Markle fuera a levantar de una vez por todas el reguero de desprecio sobre el que descansa la sociedad británica (y de ahí el giro supremacista del Brexit).

No es el hipócrita comunicado, difundido a última hora del martes 9 de marzo por el Palacio de Buckingham, el que puede servir como respuesta adecuada a lo que está en juego a raíz de la entrevista de los duques de Sussex a la CBS: “Toda la familia se encuentra abatida al conocer lo difícil que han sido los últimos años para Harry y Meghan. [...] Las cuestiones planteadas, especialmente las relacionadas con la raza, son preocupantes. Aunque algunos recuerdos pueden variar, se toman muy en serio y serán tratados por la familia en privado. "

¡Rompan filas! Lo que tú digas.

La Casa Real británica se declara "preocupada" por las acusaciones de racismo vertidas por los duques de Sussex

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Traducción: Mariola Moreno

Leer el texto en francés:

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